Historia de los minerales de la Nueva España


CARLOS PRIETO


A lo largo de la gran obra del doctor Francisco Hernández, nombrado por Felipe II protomédico de las Indias, publicada en edición monumental por la Universidad Nacional Autónoma de México, se recogen con gran detenimiento y acuciosidad las observaciones de ese gran naturalista por lo que se refiere a las plantas autóctonas y su uso para la salud y aprovechamiento del hombre, realizadas durante su trascendental estancia en la Nueva España en la segunda mitad del siglo XVI, enviado para el caso por el rey.

No era ciertamente el primer español que en esta América descubierta pocas décadas antes anotara en sus abundantes relaciones y crónicas interesantes datos sobre los aspectos que más llamaban su atención relativos a la flora y a la fauna, así como a los minerales, con preferencia a los metales preciosos que eran objeto de una intensiva explotación. Precisamente al descubrimiento y explotación del oro y de la plata se puede decir con razón que se debe ese portentoso aconteci­miento histórico de que en menos de medio siglo de haber comenzado la exploración de la tierra firme en el nuevo continente, se hubiesen sentado las bases de la creación de 21 nacionalidades iberoamericanas: ciudades, caminos, escuelas, hospitales, cultivos, universidades, imprentas, puer­tos, exploraciones marítimas por las dos costas americanas y la travesía del Pacífico, pero sobre todo instituciones administrativas, civiles, militares y eclesiásticas.

Durante ese primer período del siglo XVI fueron muchos los que con gran curiosidad, y con un espíritu podríamos decir científico, recogieran y publicaran muchos datos relativos a las cosas y fenómenos naturales del Nuevo Mundo: Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557): Sumario de la historia natural de las Indias, 15261 y la Historia natural y moral de las Indias, 1532, que fue traducida al italiano, francés, alemán, latín, griego y árabe; Pedro Cieza de León (1518-1560): Cró­nica del Perú, 1553, en la que como geógrafo mide distancias y grados, como etnólogo distingue lenguas y recoge tradiciones y como historiador relata acontecimientos; Fray Bernardino de Sahagún (1499-1590): Historia general de Las cosas de la Nueva España, 1570, con material recogido desde 1547; el doctor Nicolás B. Monardes (¿1493?-1588): Dos libros sobre las cosas... de las Indias Occidentales que sirven al uso de la medicina, 1547, Sevilla, con reediciones en 1571 y 1574 y traduc­ciones inmediatas al latín y al inglés y, posteriores, al francés; el padre José de Acosta (1540-1600): Historia natural y moral de las Indias, 1589, en Salamanca en latín y 1590, en castellano, en Sevilla.

Todo esto sin contar los innumerables mapas de las tierras, costas, islas y reconocimientos que levantaban por instrucciones precisas de la Corona y que se reunían en Sevilla (Casa de Con­tratación y Archivo de Indias) y que pronto eran conocidos y circulaban profusamente en español y en traducciones a varios idiomas por toda Europa. Una prueba de ello es la de que Sir Francis Drake, para realizar su “famous voyage”, llevaba consigo cartas geográficas con datos propalados por los españoles, como la muy conocida de Ortelius, que el hábil navegante inglés manejó, como él confiesa, para atravesar el Pacífico.

Por eso asombra la ignorancia o el malicioso silencio que sobre todo esto se advierte en mu­chos historiadores, especialmente entre los anglosajones y muchos franceses, cuando no la flagran­te negación de la evidencia. Sirva de notable y escandaloso ejemplo la afirmación del historiador contemporáneo Víctor Wolfgan von Hagen que, en su por otra parte interesante y bien informada obra Los grandes naturalistas en AméricaLa Condamine, Humboldt, Darwin, Spruce, dice que la historia natural de América e incluso la historia misma comienza en un determinado día del año 1734, en la Academie des Sciences de Paris, cuando se le dio a La Condamine la misión de medir un arco de meridiano en el ecuador.

La misión del doctor Francisco Hernández se destaca de todas las demás por haber sido design nado ex profeso por el rey, en atención a sus méritos y antecedentes, para realizar una expedición en toda forma con la consigna específica de recoger en la Nueva España todo lo que se supiera en cuanto a las plantas naturales de la tierra, especialmente las que tuvieran aplicaciones medicina­les, aunque él la extendió a todo lo que a la naturaleza se refería. Para el caso llevaba el Proto­mèdico credenciales que le acreditaban ante el virrey y todas las autoridades como enviado por Su Majestad para una importante encomienda que merecía todas las facilidades y ayudas que le fuesen menester.

Como Francisco Hernández tenía amplísimos conocimientos de las cosas de la naturaleza, en sus recorridos por el virreinato, que fueron muchos y muy penosos por las dificultades que ofrecía el territorio, áspero y montañoso en algunos casos, boscoso y difícilmente transitado en otros y casi siempre con pocas y arriesgadas comunicaciones, prestó atención a todo lo que veía y claro es que se aplicó también a recoger, analizar y catalogar al máximo lo que fuera conociendo acerca de los minerales. No en balde estaba al tanto de lo que en este aspecto se sabía en Europa y había traducido y glosado a Plinio, autoridad máxima en aquel entonces.

Los datos que sobre esto, las piedras y minerales, recogió en la Nueva España los anotó cuida­dosamente en una parte de su magna obra, en 35 pequeños capítulos, bajo el título de “Historia de los minerales” que aparece en el tomo III de esta edición.

El presidente de la Comisión universitaria editora de las obras completas de Francisco Her­nández, el doctor Efrén C. del Pozo, inteligente y tenaz impulsor de este enorme esfuerzo edito­rial, me hizo el honroso encargo de procurar recoger entre destacados miembros del cuerpo mexi­cano de ingenieros de minas sus comentarios acerca de las noticias que dejó Hernández sobre un número importante de minerales que él examinó y que nombra con las designaciones mismas que le daban en sus propias lenguas los que se las mostraban y que él comparaba casi siempre con los minerales y piedras de la península.

El doctor del Pozo tomó interés de que, en lo posible, se identificaran los minerales, somera y elementalmente descritos por Francisco Hernández, con los que actualmente se conocen y si acaso se localizaran los lugares en que fueron encontrados. Para esto último —la ubicación de las mues­tras analizadas por el autor— nos sirven de guía las relaciones sobre las excursiones que realizó por distintas zonas y que podríamos resumir en siete zonas por los nombres que él anota en sus relatos:

I. La zona central del país, abarcando desde la ciudad capital, todo el valle de México, con el Ajusco, el actual estado de Morelos, yendo por Amecameca y las estribaciones del Popo, Cuautla, Oaxtepec (que él llama Huastepec), Yautepec, Cuernavaca (que siempre escribe Quaunahuac) y por el sur hasta Taxco y lugares intermedios de Guerrero.

II. Puebla, con Cholula, Tepeaca, Tehuacán hasta Tlacotepec.

III. La costa del Mar Austral, como él la llama, incluyendo la Costa Chica, Pinotepa, Totolapa, Iguala, Tecuanapa e Igualapa.

IV. Oaxaca, Mitla y la Mixteca.

V. Michoacán, con Morelia, Pátzcuaro, Tacámbaro, Cuitzeo, Tiripitío, Uruapan, Tancítaro, Apatzingán, Jiquilpan.

VI. Querétaro y sus alrededores, sin que hubiese llegado a Guanajuato.

VII. Pánuco, pero no la costa, mencionando Huejutla, Tamuin, Huauchinango y Piahuatlán.

Los ingenieros de minas consultados —todos ellos eminentes y con importantes trabajos desarrollados en distintas regiones mineras del país— fueron los señores Salvador F. Treviño, Alfredo Backhoff y Salvador Villamar, este último con la circunstancia de conocer bien las lenguas vernáculas —especialmente la de los aztecas— en las que Hernández da los nombres con que los naturales conocían las piedras que ellos mismos le presentaban.

A continuación damos los comentarios, ya combinados, de los tres ingenieros consultados, sobre cada uno de los minerales que menciona Hernández, con algunos agregados del autor de esta nota.


I. Del chimaltízatl o piedra especular

Dos especies se mencionan en este capítulo, pare­cidas ambas en cuanto son laminares y translúci­das, pero cuya composición es diferente. Se trata de la biotita y la anhidrita.

La biotita es la conocida con el nombre de mos­covita o mica común. Es un compuesto de alú­mina y potasio hidratado y su fórmula podría ser (H, K) AlSiO4, en la cual la relación de H a K forma el compuesto específico. Pudo haber sido localizada en las rocas graníticas del litoral del Pacífico.

La piedra que dice llamada por los mexicanos estiércol de la luna puede ser otra biotita (silicato de alúmina, fierro, magnesia y potasio) que tie­ne color oscuro, moreno rojizo o amarillo claro y que, indiscutiblemente, es un material resistente al fuego.

La anhidrita es un sulfato de calcio (CaSO4), sin hidratar y podría pensarse que se trata del yeso común, material muy abundante que yace fre­cuentemente en conexión con las rocas sedimen­tarias, especialmente calizas, esquites y arcillas. Lo probable es que haya sido localizada en los estados de Hidalgo y Guerrero.

Los dos minerales han sido aprovechados hasta la fecha por sus características, el yeso, en que se transforma la anhidrita, como material de construcción y la mica para usos industriales eléctricos.


II. Del chapopotli o betún litoral de Nueva España

Se trata de la gilsonita o asfalto natural y que tiene como nombre actual el muy parecido del que anota Hernández, chapopote: composición de hidrocarburos pesados que han perdido por des­tilación natural los destilados ligeros.

Indudablemente tuvo que haber sido visto en las costas del Golfo, especialmente en el es­tado de Veracruz, en donde son abundantes las chapopoteras.


III. Del hoitzitzíltetl o heliotropo mexicano

Se trata al parecer de alguna variedad de ágata, sin duda variedad de cuarzo u óxido de silicio. Pudiera referirse también a la de ojo de gato u ojo de tigre, que es una variedad de crisoberilo y su composición es un bióxido de silicio (SiO2); o también a la calcedonia, que tiene lustre casi co­mo la cera, transparente y translúcida, y que va de blanco hasta negro en diferentes tonos, sien­do su composición también la del bióxido de silicio que indicamos arriba.

Estas piedras pudieran haber sido localizadas en regiones de rocas ígneas en la meseta central de México.

En Querétaro y en Zacatecas hay una indus­tria y un comercio de joyería a base de dichas piedras.


IV. Del ichcátetl o piedra de algodón

Empieza aquí ya el doctor Hernández a encon­trar en las piedras o minerales virtudes curativas. No olvidemos que la misión principal de su via­je fue precisamente la de recoger todo lo que en la Nueva España se sabía de las plantas medici­nales, en donde incluso existían jardines especial­mente dedicados al cultivo de las mismas como fue el caso de Oaxtepec.

Puede sospecharse que este mineral sea alguna variedad de caolín depositado y lavado por una corriente de agua. Por su composición los silica­tos de alúmina (H4Al2Si2O9) no producen tras­tornos al ser ingeridos, antes por el contrario recubren y protegen las mucosas intestinales, sien­do valiosos como auxiliares en las enfermedades digestivas.

Queda la posibilidad de que se trate de carbonatos de magnesio, conocidos con el nombre de magnesita y con la composición MgCO3, que se derivan de la alteración de las rocas que con­tienen magnesio por la acción de las aguas que poseen ácido carbónico.

Estas magnesitas son de carácter coloidal y con frecuencia tienen sílice y entre sus usos está la manufactura de diversos compuestos químicos, como sales de epson, magnesia, etcétera.


V. Del iztacxalli o arena blanca mexicana

Se trata probablemente de la halosita, una varie­dad de los silicatos de aluminio, como el caolín.

Tiene la virtud, al ser ingerida, de extender una capa protectora sobre las mucosas intestinales.

La halosita es de amplísima distribución y es derivada de la descomposición de las rocas ígneas, así que ha podido ser localizada en Guerrero, Oaxaca o tal vez en Puebla.


VI. Del tlanexillo

Posiblemente se trata de una especie de vegetal orgánico y no de un mineral.

También podría ser esa goma amarilla de que habla el naturalista cualquiera de los minerales de depositación hidrotermal secundaria.


VII. Del tapachpatli o medicina de hígado

No ha sido posible identificar este mineral, al que también se le dan virtudes curativas, pero podría ser asimismo una sustancia producida por la depo­sitación hidrotermal secundaria.


VIII. De la piedra iztli

Parece referirse esta especie a la obsidiana o vidrio de los volcanes o un pedernal que es un compuesto criptocristalino del bióxido de silicio, pero toman­do en cuenta la descripción del autor podría tra­tarse de una pizarra metamòrfica que también se separa en láminas gruesas o delgadas y que es muy dura y filuda, pero sumamente frágil.

La obsidiana no ha sido objeto de una industria­lización muy grande, pero en cambio el cuarzo amorfo y criptocristalino lo ha sido para la fa­bricación de refractarios y para la de ferrosilicio y ferroligas, siendo explotado en escala industrial.

Los lugares en que puede haberse encontrado este material son las provincias de rocas ígneas de toda la meseta central.


IX. Del íztatl o de la sal en general

Parece inútil comentar lo que expresa el Protomédico tan amplia y minuciosamente. Habrá encontrado las salinas sin salir siquiera del valle de México, centro de sus operaciones, con sólo que analizara las que existen en el lago de Texcoco, rico en sosa, cloro y carbonato de sodio y que hoy en día es objeto de intensa explotación industrial.

También habrá encontrado sal marina en las costas de lo que él llama el Mar Austral y en el golfo de México.


X. Del texotli o filático

Esta especie puede referirse a un sulfato de cobre hidratado, la chalcantita (CuSO4 · 5H2O) o la azurita o vitriolo azul (Cu3)2 (OH)2.

Este mineral se encuentra en muchas regiones en el sur de México, en donde en años pasados se obtuvieron cantidades importantes de sulfuro de cobre diseminados, que al oxidarse aparecen como sulfatos hidratados de cobre.


XI. Del tlalíyac o tierra fétida

No se ha podido reconocer esta tierra descrita por Hernández.


XII. Del tetízatl

Podría referirse a la piedra caliza o sea un carbona­to de calcio, que es de donde actualmente se ob­tiene la cal después de calcinarse y un material blanco una vez hidratada, que se usa para pintar fachadas de las casas en algunas regiones.

Es muy posible que se trate de yeso, o sea la anhidrita ya hidratada. El yeso no es sino un sul­fato de cal hidratado.

La piedra caliza puede haberla encontrado en muchas partes y, como el yeso, tiene muy amplia distribución en las regiones de sierras de Guerrero y del estado de Hidalgo.


XIII. Del tequíxquitl o nitro mexicano

Poco hay que agregar a la amplia y rigurosa des­cripción de Hernández sobre las propiedades me­dicinales de las sales de nitrógeno.

Primero trata de la trona, que todavía hoy se llama tequesquite, que es un carbonato de sodio hidratado y que se encuentra en los depósitos de algunos lagos salinos, producido por la evapora­ción de las aguas.

El nitro a que se refiere el mismo capítulo puede ser salitre, que es un nitrato de potasio que se encuentra en ciertos suelos, especialmente en tiempo de calor después de las lluvias y cuya com­posición es KNO3.

Son muy acertadas las propiedades medicinales que atribuye el autor a las sales de nitrógeno.


XIV. Del tecuítlatl

He aquí la interesante descripción de un producto (el tecuítlatl) que tradicionalmente ha tenido una enorme importancia en la alimentación del pue­blo de México desde la época prehispánica, y que recientemente, por sus reconocidas cualidades nu­tritivas, ha vuelto a tenerla, incluso en el ámbito internacional.

No se trata de un producto mineral, como po­dría creerse por haberlo incluido Hernández en­tre la serie de los minerales de la Nueva España, sino un alga azulverde, de la clase de las cianofíceas, que se presenta en aguas fuertemente alcali­nas, como es el caso del lago de Texcoco, y que se clasifica como Spirulina maxima.

La descripción de Hernández es perfecta, así como la forma en que se comía “con las conoci­das tortillas de los indios” y demuestra cómo acertaron los aztecas para utilizarla en su dieta alimenticia.

Estudios modernos han demostrado la riqueza en proteínas de la espirulina (70%) a las que se unen glúcidos (18%), lípidos (18%) y vitaminas y sales minerales como calcio, potasio, fierro, fós­foro y sodio.

Se sabe que los africanos de la vecindad del lago Chad tenían también el hábito de comer esta alga.

Desde hace pocos años la empresa mexicana So­sa Texcoco, que explota las diferentes sales de este lago, ha comenzado a industrializar la espiruli­na (la vieja tecuítlatl) y la vende para la alimen­tación de muy diversas especies de animales, desde las larvas de crustáceos y moluscos (en criaderos de ostras y mejillones) hasta los monográficos y rumiantes.


XV. Del tláhuitl o almagre fabril

Nada hay que agregar a lo dicho por Hernández y que él mismo menciona con su nombre: almagre. Se trata de un óxido de hierro (2Fe2O3 · H2O). Es mineral muy abundante, de origen sedimen­tario y se encuentra con las rocas ígneas.

Pudo haberlo hallado en cualquier lugar de la meseta central, posiblemente en el estado de Hidalgo.


XVI. Del tetlilli

Es difícil identificar ésta que llama piedra negra, pero como la localiza en la región de la Mixteca, en el estado de Oaxaca, en donde existen yaci­mientos de carbón de baja calidad, quizás ese carbón se refiera al que en su tiempo se usaba por los pintores para dar dicho color.


XVII. Del tecuixtli

Como bien lo dice el naturalista, se trata del ocre amarillo —es decir el mismo que menciona en el capítulo XV— o sea un óxido de hierro que sigue usándose en donde se encuentra para la pre­paración de pinturas.


XVIII. Del tlalxócotl o tierra acida y del alumbre mexicano

Nada hay que agregar a lo que menciona tan minuciosamente nuestro autor. Se trata de un sulfato doble de alúmina y potasa, que sigue lla­mándose en México como en España: alumbre (tierra ácida, que es lo que significa el nombre azteca que él emplea: tlalxócotl) y donde se le dan las aplicaciones que él indica.

Quizá él la localiza en el pueblo de Guanajua­to llamado hoy Juventino Rosas (donde nació el epónimo autor del celebrado vals Sobre las olas) en cuyos alrededores abunda y es beneficiado en forma parecida a la descrita por Hernández.


XIX. Del tizatlalli o tierra blanca

Como dice el autor que se asemeja al albayalde, pudiera creerse que se trata de un carbonato bási­co de plomo llamado cerusita, que es localizado en crestones de vetas plumbo-argentíferas, oxida­dos, que generalmente se presentan en este mine­ral y que se ha empleado como materia prima para la fabricación de pintura blanca.

Sin embargo, como él menciona el albayalde simplemente por su parecido, dado el color blan­co, y le atribuye otras características, casi pode­mos identificar lo que él describe como una varie­dad de talco, mineral muy común, infusible, de textura hojosa, suave al tacto y que tiene todas las aplicaciones que Hernández menciona.


XX. Del tecozáhuitl, ocre mexicano

Debe tratarse de otra variedad del mineral ya descrito por él en el capítulo XVII, que llama tecuixtli, esto es, otro óxido de hierro hidratado como la limonita, que varía de matiz de acuerdo con la ley de hierro que contenga.

Seguramente también encontró estas muestras en la mesa central de México.


XXI. [Otra vez] del tecuixtli o color amarillo

Aquí describe de nuevo y con el mismo nombre el que menciona en el capítulo XVII y que se ase­meja al tecozáhuitl al que se refiere en el capítulo anterior, o sea el XX.


XXII. Del xicáltetl

Aunque por el nombre indígena podría traducirse como piedra para tinte de las jícaras, no se puede identificar, con los datos que da el autor, el tipo de mineral que pudiera ser, más aún que casi todos estos tintes aplicados a las jícaras eran de origen orgánico.


XXIII-XXXV

Desde el capítulo XXIII hasta el XXVIII y del XXX al XXXIV describe el autor (como hizo ya en el capítulo III) una serie de piedras semipreciosas, todas silicosas y que por las diferencias de color que podían tener las que se le mostraron a Hernández, los naturales les daban diferentes nombres aztecas. Hoy, tratándose más o menos de la misma composición química, pero de as­pecto diferente, se llaman ágatas, ópalos, jaspes, amatistas, calcedonias, ónix, etcétera.

Casi todas ellas se encuentran en la meseta cen­tral, pero muy especialmente en la región de Querétaro, en donde se siguen trabajando estas pie­dras constituyendo una importante actividad artístico-industrial.

Deseamos anotar que en los capítulos XXIII y XXIV, como antes lo había hecho en los capí­tulos V y VII, habla Hernández de algunas pie­dras a las que los naturales atribuían propie­dades curativas, y no sólo como productos que molidos se tomaban y producían efectos bené­ficos, sino como piedras con virtudes mágicas, simplemente poniéndolas en contacto con las partes del cuerpo afectadas por algún mal o colgándolas del brazo o del cuello como amule­tos supersticiosos.

Estas creencias no eran propias de los indios americanos, pues el uso tópico de estas piedras estuvo muy extendido en Oriente y también en Europa, en donde hasta los nobles usaban algu­nas piedras como, joyas para combatir ciertos males.

Hernández repite lo que los naturales le decían al mostrarle las muestras de piedras. Por ejem­plo, con respecto a la piedra nefrítica (capítulo XXIII) y a la piedra de la sangre (capítulo XXIV), como antes de él también lo había recogido en América el doctor Monardes que habla de la pie­dra de la ijada, de la piedra de la sangre y de la piedra de la madre, refiriéndose, como el doctor Hernández, a piedras semipreciosas que son sili­catos de magnesio, de calcio, de aluminio, sodio y hierro.

Pero anotemos que el doctor Hernández, al ha­blar en el capítulo III de lo que él oyó llamar heliotropo mexicano, dice con gravedad: “Omitimos hablar de sus propiedades, pues corresponden más a las supersticiones que a los usos médicos.”

En el capítulo XXIX trata, con un nuevo nombre, la obsidiana de que habló ya en el capí­tulo VIII.

La piedra que se menciona en los capítulos XXXIII y XXXIV es una variedad de cuarzo o cristal de roca (SiO2) bastante común que encie­rra en su interior una gota de agua de cristaliza­ción que podríamos llamar fósil.

En el capítulo XXXV, con el que finaliza sus descripciones minerales, al hablar de iztehuílotl o piedra cristalina, se refiere indudablemente de nuevo a la obsidiana, de la que dice ser una pie­dra muy negra y brillante.

En este mismo capítulo menciona una roca parecida al cristal, que ya describió con otros nombres en los capítulos VIII y XXIX, sin dar mayores detalles sobre ella.






1 Se dan en todas estas citas las fechas de las publicaciones, lo que supone que fueron escritas con bastante anterioridad. Anotamos con asombro esta fecha de 1526 tan cercana al descubrimiento de la tierra firme del continente.

TOMO VII. COMENTARIOS A LA OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ