tomoVI_15.jpg

PROBLEMAS MORALES SEGÚN LA DOCTRINA DE ARISTÓTELES


¿Por qué aunque las diversas artes tengan diversos fines, de los cuales unos son acciones y otros operaciones, es preciso establecer en lo que se refiere a las cosas humanas uno más excelente, que es el que busca la ciencia moral y cuyo conocimiento es necesario para vivir recta y felizmente?

Acaso no sean muchos, sino uno solo, la felicidad, al que deben tender todas las acciones de los hombres. Porque los arqueros dan mejor en el blanco si hay una señal visible en algún sitio.




¿Por qué no debe fincarse en el placer la felicidad?

Porque entonces no se distinguiría el hombre de las bestias.




¿Por qué tampoco ha de ponerse en la fortuna ni en los honores?

Porque nada debe ser más constante que la felicidad, y nada hay más variable que la opinión de los hombres y la fortuna.




¿Por qué tampoco puede ponerse en la sola virtud?

Porque puede ocurrir que alguno de virtud eminente pase su vida en dolor y miserias, deforme, enfermo, mendigo y solitario. Por lo cual decimos que la felicidad consiste en la virtud, pero no desprovista de bienes corporales y de fortuna.




¿Por qué no puede consistir la felicidad en una idea aislada de las cosas humanas, como quiere Platón?

Porque es absurdo, pues el sumo bien es algo que puede poseerse, en tanto que tal idea no puede poseerse. Y aun cuando se poseyese, sería inútil para la felicidad, pues de nada sirve, verbigracia, para fabricar un objeto, contemplar la idea del arte con que se fabrica.




¿Por qué decimos que la felicidad es algo perfectísimo y suficiente por su misma naturaleza para la vida beata?

Porque su fin, en razón del cual todo arte hace cuanto hace, es óptimo, y lo óptimo es perfectísimo, y lo perfectísimo es por sí mismo suficiente.




¿Por qué se dice que la felicidad es acción propia del hombre, y acción de virtud, y no de una virtud cualquiera, sino de virtud perfectísima como es la acción del intelecto?

Porque el bien de las cosas humanas se finca en la acción, y ha de corresponder por ende al óptimo bien la acción óptima, y continuada, se entiende, en la vida perfecta, pues una golondrina no hace verano.




¿Por qué los bienes de fortuna ayudan para la felicidad?

Porque la felicidad es virtud o acción de virtud, y como no hay acción de virtud desprovista de placer, será la felicidad llena de gozo en todos aspectos, y concurrirán a ella también los bienes del cuerpo y de fortuna.




¿Por qué no proviene la felicidad de la fortuna?

Porque es obra de gran excelencia.




¿Por qué no son felices los niños ni los brutos?

Porque son incapaces los brutos de acción de virtud, y siendo además necesarias para la felicidad virtud consumada y vida perfecta, es evidente que no puede existir en los niños debido a su edad.




¿Por qué se puede ser feliz también en esta vida?

Porque si alguno es feliz ya difunto, es porque lo era cuando vivía, pues como la felicidad tiene su origen en los actos de virtud, las adversidades que dependen de la suerte o bien no destruyen la felicidad, o si la destruyen son tales que no puede el hombre tolerarlas. Así, es feliz en esta vida quien obra con máxima virtud en vida perfecta, y de esta misma suerte será su tránsito a la otra, aunque no lo veamos.




¿Por qué los que ya muertos son felices no pueden volver a ser infelices?

Porque aunque sea piadoso creer que todavía interesa a los difuntos la suerte de sus deudos, no debe pensarse que por ello se tornen desdichados si son felices, ni felices si son desdichados.




¿Por qué no debe alabarse, sino sólo honrarse a los hombres muy felices?

Porque la alabanza corresponde principalmente a las cosas de relación con otros, y como los felices, en cuanto tales, no se refieren a los demás, no deben alabarse sino ser objeto sólo de honor y veneración. Asimismo la felicidad, como no puede referirse a otra cosa, antes bien las acciones humanas todas se ordenan a ella, debe contarse entre los bienes que dan honor.




¿Por qué ciertas virtudes se llaman morales y otras intelectuales?

Porque tiene el alma dos partes, una, fundamento y raíz de la razón, que es la parte intelectiva, y otra que no es racional por su propia naturaleza pero puede participar de la razón si se ajusta a sus dictados, y es la parte apetitiva. Las virtudes que existen en la primera se llaman intelectuales, como la sabiduría y la prudencia, y las de la segunda morales, como la liberalidad y la templanza.




¿Por qué ni las virtudes morales ni las intelectuales existen en el hombre naturalmente ni contra la naturaleza?

Porque las morales se originan del uso y las intelectuales de la doctrina, pero no naturalmente ni contra la naturaleza.




¿Por qué las acciones que han precedido a la virtud de dicen semejantes a las que después se realizan?

Porque el temperante, verbigracia, se moderó en los placeres para serlo, y cuando ya lo es se modera igualmente.




¿Por qué decimos que los actos de virtud, sin los cuales el conocimiento de ésta poco aprovecha, deben acompañarse de la recta razón?

Porque son de tal naturaleza que tanto el exceso como el defecto los desvirtúan, y es menester por eso que se conserven en el término medio, lo cual no puede lograrse sin la razón.




¿Por qué se dice que la virtud y el vicio se fundan en el placer y en el dolor?

Porque la manera más cierta de conocer si hemos alcanzado la virtud es que lo que hacemos lo hagamos con gozo, mas si por el contrario lo hacemos con pena, podemos entender que carecemos de virtud. ¿Cómo no decir, por otra parte, que se fundan en ellos, si por el placer y el dolor se generan o se corrompen? Porque el placer nos impele a veces al mal, y el dolor nos aparta del bien. Además, si todo lo que es honesto y útil es bueno, ¿por qué no habría de tener la virtud misma su parte de placer? Y finalmente, si la virtud debe ejercitarse en lo difícil, ¿qué hay más difícil que resistir al placer, la propensión al cual nace y crece con nosotros?




¿Por qué quien todavía no es justo puede realizar actos justos, si sólo da buen ejemplo el que practica la justicia?

Porque da también buen ejemplo, aunque imperfectamente.




¿Por qué decimos ser la virtud un hábito que perfecciona y hace estimables al hombre y sus actos?

Porque no es una inclinación, sino moderadora de las inclinaciones, ni es tampoco una de las facultades, pues éstas y las inclinaciones proceden de la naturaleza misma; por eso no puede ser sino hábito, puesto que indiscutiblemente los principios de las acciones humanas son las facultades, las inclinaciones o los hábitos.




¿Por qué afirmamos que la virtud se asienta en el medio?

Porque ello es propio de todas las artes, regularmente más inciertas que la misma virtud, y donde es siempre dificilísimo atinar con el justo medio.




¿Por qué se sitúa la virtud en un medio que determina nuestra prudencia, y no fijado por la cosa misma, pues el alimento, verbigracia, necesario para alguno, puede ser excesivo para otro?

Porque es la virtud un hábito electivo consistente en la moderación, aunque estimable como valor supremo. De donde sólo son susceptibles de moderación los actos que pueden realizarse recta y virtuosamente, y no el robo, el homicidio, el estupro, la malevolencia y demás cosas que no pueden hacerse sin pecado.




¿Por qué en lo que al valor se refiere la moderación es fortaleza, el exceso es temeridad y el defecto timidez?

Porque, como ya dijimos, la virtud consiste en la moderación. Así también en cuanto al dolor y al placer, la comida, la bebida y los placeres venéreos, existen en el mismo orden la templanza, la intemperancia y la insensibilidad; en cuanto al gasto en las cosas ordinarias, la liberalidad, la prodigalidad y la avaricia; en las cosas magníficas, la magnificencia, la jactancia y la poquedad; en el deseo de los pequeños honores, la moderación carece de nombre especial, el exceso es ambición y el defecto vileza; en cuanto a los grandes honores, hay magnanimidad, ansiedad y pusilanimidad; en la ira, mansedumbre, cólera y flojedad; en lo que se refiere a la verdad, veracidad, mentira e ironía; en el trato social, afabilidad, adulación y grosería. Se alaban también el pudor, cuyo exceso es timidez y su defecto desvergüenza, y la indignación, situada entre la envidia y el gozo perverso por los males ajenos.




¿Por qué algunos de los extremos son menos contrarios al medio?

Porque vemos que en la templanza el defecto está más cerca del medio, y en la fortaleza, en cambio, el exceso. La causa de ello está regularmente en nosotros mismos, pues siendo por naturaleza inclinados al placer, es la intemperancia lo que más se opone a la virtud que nos aparta de los placeres.




¿Por qué alcanzamos mejor el medio si primero nos apartamos del vicio más opuesto, luego nos adaptamos paulatinamente a la virtud contraria, y por último evitamos el escollo de los placeres?

Porque evitando el vicio más opuesto nos aproximamos más al medio; vencida con la virtud contraria la mala propensión de la naturaleza nos situaremos en él, y no dejándonos seducir por el placer lograremos por fin la conducta debida.




¿Por qué es preciso definir qué es lo voluntario y qué lo involuntario?

Porque sólo las acciones voluntarias son objeto de alabanza o vituperio. Decimos pues ser involuntaria la acción a que se me arrastra atado de pies y manos; tal acción es forzada y su causa es externa. Mas si algo se hace por miedo a castigos o sufrimientos, tal acción es en parte voluntaria porque su realización está en la potestad del agente, y en parte involuntaria porque nadie haría espontáneamente lo que hace obligado por el miedo. Pero si sólo puedes librarte del sufrimiento cometiendo una acción sobremanera torpe, debes preferir la muerte. Si, en cambio, se realiza algo vergonzoso por no sufrir, rehusándolo, la muerte, es justo que se perdone, pues está permitido delinquir un poco para evitar una gran desgracia.




¿Por qué las acciones cuya causa es la ignorancia, si el ánimo está dispuesto de tal suerte que una vez conocida la verdad haya arrepentimiento, deben considerarse involuntarias?

Porque se realizan por ignorancia.




¿Por qué los depravados, los ebrios, los disolutos, no obran por ignorancia aunque obren ignorantes?


Porque todos los malos piensan que es bueno lo que hacen, de suerte que la ignorancia no precede entonces, sino acompaña al pecado.

Debe concluirse pues de todo lo anterior, que obran forzadamente quienes desconocen a la persona agente, o lo que se hace, o por qué y para qué se hace, o el modo, el lugar, el tiempo y los medios de la realización.




¿Por qué sólo son voluntarias las acciones cuyas causas son internas y cuyo agente conoce todas las circunstancias?


Porque es involuntario todo lo que procede de violencia o de ignorancia.




¿Por qué yerran quienes juzgan que la ira y la concupiscencia son objetos de elección?

Porque son ambas comunes al hombre y a las bestias, y la elección es exclusiva del hombre.




¿Por qué yerran también quienes opinan que son las mismas actos de la voluntad?

Porque queremos también lo que no debe hacerse, en tanto que sólo elegimos lo que debe hacerse.




¿Por qué se engañan los que dicen que ira y concupiscencia son actos de opinión?

Porque la opinión versa sobre las cosas eternas, y la elección sobre las cosas de nuestra potestad.




¿Por qué se engañan también quienes dicen que no toda opinión es elección, pero sí la que se tiene acerca de los objetos de nuestra acción?

Porque no son idénticas las cosas cuyas perfecciones son diversas, y el mérito de la elección estriba en la acción recta, en tanto que el de la opinión está en la verdad. Es pues la elección ciertamente algo voluntario, pero a lo cual precede la deliberación, y por eso se dice que no hay elección en lo que se hace repentinamente, esto es, sin considerarlo.




¿Por qué aquello sobre lo cual se delibera no puede ser eterno, ni inmutable, ni natural, ni fortuito, ni lejano, ni pueden serlo las acciones propias de ciertas artes?

Porque nadie delibera, verbigracia, sobre el modo de escribir, y sí muchos sobre los de navegar, curar, negociar, que son incertísimos. Las cosas inciertas e importantes son pues objeto de deliberación (deliberar sobre minucias es mezquino), mas no así el fin por el cual se obra, que se toma y propone como principio. En cuanto a las cosas que se ordenan al fin, sean pocas o muchas, es menester que tomando resolución acerca de ellas lleguemos al pensamiento desde el cual, aunque hallado en último término, comienza a dirigirse nuestra acción hacia el fin. Así pues, la elección es la aceptación de lo que se ha deliberado.




¿Por qué se engañan quienes juzgan que todo fin de la voluntad es per se honesto?

Porque también se quieren cosas indebidas.




¿Por qué yerran quienes creen que el fin de la voluntad es lo honesto aparente?

Porque no habría entonces objeto natural de la voluntad, así como tampoco de la vista si se dijese que sólo impresiona los ojos el color que cada uno cree mirar. Por tanto, el objeto principal de la voluntad es lo honesto per se, como opinan los sabios, aunque los objetos secundarios puedan ser aparentemente honestos, como quieren los viciosos. Porque así como las cosas en realidad dulces y que parecen tales a los buenos y sanos saben amargas a los enfermos, así lo que es honesto parece tal al hombre recto, y lo contrario al vicioso.




¿Por qué los propósitos que siguen a la deliberación y elección, por ser voluntarios ocasionan actos también voluntarios?


Porque si bien nadie es feliz a la fuerza, sí se vuelven los hombres viciosos espontáneamente. Si pecas incitado por algún deseo o si por ignorancia de una ley manifiesta obras contra ella, habrás de sufrir la pena respectiva aunque parezcas haber delinquido involuntariamente, y lo mismo si perpetraste en estado de ebriedad un asesinato y por la ignorancia que acompaña a la ebriedad no te diste muerte.

Ciertamente el apetito, aunque según la naturaleza de cada hombre y la variedad y mezcla de los humores afecte a cada uno de distinta manera, obedece con todo a la razón cuando quiere hacerlo. Así, sus primeros estímulos no son iguales en todos, ni son voluntarios sino cuando proceden del hábito. Como hábito, pues, están en nuestra potestad, y nadie negará que los hábitos son voluntarios puesto que las acciones que los formaron se suponen voluntarias. Porque muchos conceden que la virtud es voluntaria, pero no así el vicio, en lo cual van contra la razón, pues es preciso que los contrarios se refieran a una misma naturaleza. Pero las acciones están siempre en nuestra potestad, y el hábito sólo lo está en sus comienzos, como las enfermedades que contraemos por nuestra propia causa.




¿Por qué las cosas terribles son la materia sobre la cual versa la fortaleza? (Y no me refiero a la indigencia, al destierro, a las enfermedades, a las enemistades o a la infamia, pues quien desprecia todo esto no es por ello todavía fuerte, aunque muestre al sufrirlo la grandeza de un ánimo invicto, sino que llamo terribles a los males que aterran en grado sumo, como la muerte, y no cualquier manera de muerte, sino la que se sufre en la guerra por el bien común.)

Porque los peligros de la guerra son máximos y repentinos, y quien los arrostra con ánimo intrépido suele tenerse por invictísimo y fortísimo.




¿Por qué no es propio del hombre fuerte acometer lo que excede a la capacidad humana?

Porque ello es propio más bien del hombre necio.




¿Por qué es de hombres fuertes arrostrar lo proporcionado a las fuerzas humanas?

Porque quien lo sufre por un fin honesto muestra un ánimo valeroso y levantado.




¿Por qué, quien de nada siente miedo y podría por eso llamarse impávido, no tiene entre los filósofos nombre peculiar?

Quizá porque hay pocos de ellos.




¿Por qué los audaces no pueden llamarse hombres fuertes?

Porque son sólo simuladores de fortaleza que consideran pequeños los peligros que no existen, pero se espantan con los peligros reales.




¿Por qué el que teme en exceso se llama medroso, pero el que no es audaz se dice sólo que peca de exceso de temor?

Porque es siempre más notable el exceso que el defecto.




¿Por qué no son fuertes ni los audaces ni los miedosos?

Porque el miedoso siempre desconfía y el audaz confía sin fundamento, en tanto que el fuerte guarda el término medio y conserva su dignidad. Asimismo, se muestra el audaz valeroso ante los peligros, pero aturdido en ellos, y el fuerte sereno ante ellos y denodado en ellos.




¿Por qué no llamamos fuertes a los que por evitarse una pena se dieron muerte?

Porque no los movió la virtud, sino el miedo de un mal.




¿Por qué no deben llamarse fuertes aquellos a quienes el ansia de honores, el miedo a la repulsa o al desprecio, el temor del suplicio o las circunstancias de una situación hacen que lo parezcan?

Porque arrostran los peligros por alguna de estas cosas y no por virtud.




¿Por qué tampoco los que arrostran el peligro confiados en su pericia militar?

Porque desertan en cuanto comienzan los peligros a exceder su pericia, en tanto que algunos simples ciudadanos prefieren la muerte con gloria a una vida vergonzosa.




¿Por qué las fieras, como tigres y elefantes, y asimismo los hombres semejantes a ellas no deben llamarse fuertes?

Porque los hacen impetuosos la rabia y el furor, de suerte que su fortaleza es enteramente natural. Sólo cuando al furor va unida la elección, es cuando se realizan acciones admirables de verdadera fortaleza.




¿Por qué tampoco los que, confiados en su fuerza y su costumbre de vencer, suelen afrontar los peligros con gran valor?

Porque si cambia su fortuna se muda también su fortaleza.




¿Por qué tampoco son fuertes los que parecen serlo por ignorancia y falta de apreciación del peligro?

Porque en cuanto advierten su error emprenden la fuga.




¿Por qué es más propio de la verdadera fortaleza soportar los peligros que afrontarlos, esto es, resistir al temor que ser audaz?

Porque sobrellevamos lo que excede a nuestras fuerzas, y afrontamos lo que es proporcionado o inferior a ellas. Y así, es también más difícil sobrellevar el dolor, los tormentos y la muerte, la cual debe ser tanto más penosa para el varón fuerte cuantas más virtudes posee y más bienes pierde con ella. Mas se muestra, con todo, fuerte, y aun llega a gozarse por el extremo de virtud que alcanza muriendo. Más modesta debe considerarse la condición del soldado, a quien la muerte priva de menores y más pocos bienes.




¿Por qué siendo el dolor y el placer las materias de la templanza, tiene más importancia el placer?

Porque todo dolor tiene por origen la ausencia de placer.




¿Por qué no todo placer es materia de templanza?

Porque lo son solamente los corpóreos, no los del alma.




¿Y por qué tampoco todos los corpóreos?

Porque no se llama intemperante a quien se deleita sobremanera en la pintura o en la música, u oliendo, o gustando, salvo que accidentalmente, por el olor de las cubas, se perciba también el sabor del vino. Y es de advertirse que todo el placer que viene del sabor depende del tacto.




¿Por qué son temperantes quienes usan debidamente de los placeres que vienen del tacto, e intemperantes los que abusan de tales placeres, y muy semejantes por eso a las bestias, que tienen en común con nosotros el sentido del tacto?

Porque es el del tacto el único placer corpóreo que se nos ha concedido. Mas no todo tacto puede ser vicioso, sino sólo el de ciertas partes del cuerpo.




¿Por qué siendo de dos maneras el deseo natural, uno común y otro de cosas particulares (común, como si se tiene ansia de comer y beber; de cosas particulares, como si se apetece cierto alimento o determinada bebida), los que pecan en el deseo común pecan en una sola cosa?

Porque sólo pecan en tomar de ello más de lo que basta a la naturaleza. En cambio quienes pecan en el deseo de lo particular pueden errar de muchas maneras, tomando de más o de menos, o en tiempo, lugar o manera indebidos.




¿Por qué el intemperante se halla siempre afligido, y el temperante se siente tranquilo, aun en medio de las penas, de suerte que no le afecta la ausencia de placeres?

Porque el intemperante, como siempre desea algo, sufre siempre echando algo de menos, en tanto que el temperante no sufre porque nada desea.




¿Por qué el que se abstiene de todo género de placeres no tiene nombre especial?


Porque es sin duda rara avis; puede, sin embargo, llamársele insensible.

Es pues temperante quien se abstiene de los placeres presentes y no desea los ausentes, pero busca los que sirven a la salud del cuerpo o por lo menos no la dañan, y, en general, gusta de todos los que, sin detrimento de la honestidad, tampoco exceden sus capacidades.




¿Por qué es la intemperancia vicio más voluntario que el temor?

Porque se refiere a los placeres, que los hombres buscan espontáneamente, en tanto que el temor se refiere al dolor, del cual huye nuestra naturaleza como de su destructor.




¿Por qué es más digna de vituperio la intemperancia que el temor?

Por lo mismo que hemos dicho en el problema precedente.




¿Por qué es más voluntario el temor de los peligros universales que el de los particulares?

Porque ¿quién no teme mucho menos a los enemigos en general que a estos que ya avanzan lanzando sus flechas envenenadas?




¿Por qué las liviandades particulares son más voluntarias que las universales?

Porque el que en este momento quiere ser libidinoso, no quiere, sin embargo, ser simplemente y siempre libidinoso.




¿Por qué se llama a los niños intemperantes e impunes?

Porque les es necesario el castigo a los niños y a los libidinosos, pues siendo en ambos insaciable el apetito, si se le deja sin represión crecerá su avidez con las acciones mismas y llegará a perturbar la mente. Es por eso por lo que, así como los niños por su ayo, deberán refrenarse por la razón los intemperantes.




¿Por qué la liberalidad, que no es sino la debida moderación en lo que al dinero se refiere, y que versa sobre la erogación y la aceptación, se muestra mejor dando que recibiendo?

Porque es más propio de toda virtud beneficiar que conseguir bienes. Es preciso, además, que quien ejerce la liberalidad lo haga con rectitud y agrado, y que sea tan moderado en aceptar, que muestre hacerlo sólo para dar más a otros. De donde se sigue que los liberales ni pueden enriquecerse ni lo quieren en modo alguno, sino que, guardando poco para sí, distribuyen todo lo demás. Deben empero hacer en ello elección de personas, y asimismo medir bien sus propias posibilidades, sin olvidar que es el hábito mismo quien nos hace liberales, y no la multitud o magnitud de las dádivas.




¿Por qué suelen ser más liberales los que heredaron la fortuna de sus padres que quienes la amasaron con su propio esfuerzo?

Porque lo que se logró con mayor trabajo suele guardarse con mayor cuidado.




¿Por qué duele más al liberal gastar poco en algo necesario que gastar dispendiosamente y sin considerarlo?

Porque la prodigalidad está más próxima a la liberalidad que la avaricia, pues si el pródigo es excesivo en el gastar y negligentísimo en el guardar, el avaro es en cambio excesivo en recibir y retener, y sumamente económico aun en los gastos más insignificantes.




¿Por qué parece pecar menos el pródigo que el avaro?

Porque tal vicio suele desaparecer o disminuir con la vejez o la pobreza.




¿Por qué la avaricia es más perniciosa?

Porque se vuelve cada día más obstinada, y crece por las mismas causas que disminuye la prodigalidad.




¿Por qué hay otro género de prodigalidad mezclada con avaricia y lujuria?

Porque sucede con frecuencia que, el que dando imprudentemente disminuye sus riquezas, quiere luego enriquecer con detrimento de otros para seguir pagando y manteniendo histriones, aduladores y toda clase de torpes placeres.




¿Por qué hay también varios géneros de avaricia?

Porque algunos, aunque económicos y tacañísimos, sólo procuran que no sufra menoscabo su hacienda, pero se abstienen de tocar las ajenas, bien porque lo juzguen indebido, o porque les sea difícil tomar lo ajeno y resguardar a la vez lo propio; a otros, en cambio, no les espanta ninguna bajeza con tal de acrecer su fortuna, y entre éstos se cuentan alcahuetes, usureros, tahúres, ladrones, piratas, profanadodes de tumbas y otros de la misma calaña.




¿Por qué se dice que difiere la magnificencia de la liberalidad?

Porque aunque la magnificencia es también virtud por la cual se gasta dinero, adquiere especial excelencia y grandeza por la calidad de las obras y la cuantía de los gastos erogados. Pues el magnífico no busca que sus obras tengan el menor costo posible, sino que sean majestuosas y suntuosas de suerte que su sola vista despierte admiración en quienes las contemplen. Se muestra principalmente la magnificencia en las otras destinadas al culto de los héroes o al ornato de la república.




¿Por qué los pobres no pueden ser magníficos?

Porque no pueden sufragar obras magníficas.




¿Por qué dicha virtud parece más propia de quienes adunan a las riquezas fama y preclaro linaje?

Porque la bajeza de nacimiento parece deslucir la magnificencia.




¿En qué ocasiones brilla la magnificencia?

Desde luego en las nupcias, que suelen celebrarse una sola vez en la vida, y en la hospitalidad, sobre todo al despedir a los huéspedes con regalos en que deben lucir el buen gusto, la elegancia y la abundancia. Y debe ser muy espléndida la mansión misma de quien no quiere parecer tacaño en cosa alguna.




¿Por qué llamamos ampulosos a algunos?

Porque gastan con exceso en las cosas pequeñas, y poco en cambio en las grandes y principales.




¿Por qué a otros les llamamos mediocres?

Porque no son cabalmente magníficos, de suerte que iniciada una obra se muestran apáticos por temor a los gastos, y al fin la abandonan; mas como no dañan mucho con ello a los demás, son poco vituperables y no pueden llamarse viles.




¿Cuál es la materia de la magnanimidad?

Los grandes y supremos honores, que exceden a los demás bienes en excelencia, en dignidad, y por la subida estimación de los hombres eminentes.




¿Por qué el varón magnánimo debe ser cumplidamente digno de los honores que pretende?


Porque si se juzga con razón digno de los honores máximos, habrá de estar dotado de todas las virtudes y ser, por ende, varón óptimo, pues de otra suerte sería digno de más altos honores otro que estuviese adornado de mayores virtudes. Recibirá el magnánimo dichos honores de modo que le parezcan menores y no proporcionados a sus méritos; desdeñará los honores exiguos, y despreciará asimismo las riquezas; aceptará con moderación y sabiduría la buena y la mala fortuna; afrontará los mayores peligros, arriesgará su vida; sólo forzado y con pudor aceptará beneficios; se conducirá entre los grandes como grande, pero con los de otra clase procurará parecer y ser modestísimo; será, además, oportuno, grave, franco, veraz, libre, enemigo de adulaciones, que de nada se asombra, que olvida las injurias, que alaba poco y raras veces, y, finalmente, lento en el andar, grave en la voz y prudente en sus palabras.

Quien adolece del defecto de esta virtud se llama pusilánime, y el que peca por exceso ansioso e hinchado. Yerran los primeros porque, siendo dignos, se creen sin embargo indignos de honores, opinión que los hace con frecuencia abandonar levantadas acciones de virtud; por el contrario los hinchados, desconociéndose también a sí mismos, caen en la demencia de creerse dignos de cosas mayores de lo razonable y justo. Se advierte, por lo dicho, que es más opuesto al magnánimo el pusilánime que el hinchado.




¿Por qué de los negligentes y de los ambiciosos en lo que se refiere a honores mediocres se piensa generalmente que se hallan colocados en un término medio?

Porque la virtud media carece aquí de nombre, pues el negligente desprecia tales honores, el ambicioso los busca ansiosamente, y el que se halla en el término medio los desprecia o los busca según se lo dicte la razón, y parece por ende participar de uno y otro carácter.




¿Por qué decimos que la mansedumbre es la moderación en la afección llamada ira?


Porque no consiste sino en estar exento de esa perturbación del ánimo alterados por la cual los hombres obran imprudente e insensatamente. Estos, llamados iracundos, pecan por exceso; los que, en cambio, jamás se irritan, pecan sin duda por defecto. Porque es también fuera de razón no sentir ira cuando es menester, si hay que rechazar, verbigracia, la fuerza con la fuerza, o hay que defender la vida del padre, la salud del hijo o el pudor de la esposa, todo lo cual no puede hacerse sin alguna ira.

Pero hay varios géneros de ira: algunos al punto mismo que se encolerizan se aplacan, como si se evaporara su furor, y tales son los biliosos; otros, por el contrario, poseídos de una cólera permanente, sólo se aquietan cuando han tomado venganza; y existe un tercer género, el peor de todos, de quienes encolerizados sin motivo no sólo persisten en su ira por largo tiempo, sino que la alimentan voluntariamente.

Son pues estos hábitos de exceso los más opuestos a la mansedumbre. Es de suyo propensa a la venganza la naturaleza humana, y suele ser molestísimo el trato con iracundos.




¿Por qué es tan necesaria la virtud de la afabilidad que radica en el placer del intercambio en la conversación y en la vida toda, misma que suele llamarse también amistad, aunque no aquella que discurre entre dos, sino la humanidad que solemos usar con todos, aun con los desconocidos? ¿Acaso porque pertenece a la vida y es de suyo natural entre los hombres?

Pertenece en verdad esta virtud ora al amonestar, ora incluso al castigar a quienes son torpes en las palabras o en las acciones. Empero, usará de esta diligencia en forma diferente —y comportándose con afabilidad— en el trato con familiares, con amigos, con peregrinos o con magistrados. Porque, en efecto, se llama obsequioso al que trata de agradar a todos sin razón de dignidad alguna, y adulador, al que lo hace con el fin de lucrar. Asimismo, son censurables el malhumorado y el pendenciero, ya que no piensan más que en acarrear molestias a aquellos con quienes conviven.

Así, la virtud de quien es veraz tanto en sus palabras como en sus actos se llama gravedad, y es el término medio entre la ironía y la fanfarronería. ¿Le es necesaria la mentira a quien está en uno de los dos extremos? En verdad, los irónicos fingen que las cosas son menores de lo que son en realidad; los fanfarrones, que son mayores. Pero el varón grave es veraz porque explica lo dicho y lo hecho tal como fue dicho y hecho.




¿Por qué razón, si en gracia de algún provecho supremo debe mentir el varón grave y sabio, será más bien por ironía que por fanfarronería?


Tal vez porque las exageraciones pertenecen a una odiosa superioridad. Hay quien miente sin motivo alguno, y si acaso lo hace por complacerse en la mentira, y aun con jactancia, debe ser llamado necio y no inicuo. Otros mienten por la ambición del honor y de la gloria, y éstos, por apetecer cosas de gran importancia, son menos censurables. Muchos se inclinan al vicio de la mentira por la esperanza de riquezas, y su género es detestable, mientras que quienes codician honores presumen en verdad de cosas que traen consigo la alabanza o la felicitación. Y hay quienes lo hacen por afán de lucro y fingen cualidades cuya falta puede encubrirse: a este género pertenecen los médicos y adivinos.

Unos usan de la ironía en la enseñanza de las cosas admirables de la doctrina, del ingenio, de la sabiduría, tal como Sócrates; otros aparentan carecer siquiera de las cosas pequeñas y obvias: estos últimos decididamente son despreciables, pues igualmente carecen de razón el esmero excesivo y la extrema negligencia, como en el vestido de los lacedemonios.

Por ello, acerca de las bromas y burlas, decimos que versa cierta virtud que llamamos comicidad, y así, convertirlo todo indiscretamente en juegos y risas es propio del bufón y, por el contrario, es propio del rústico mostrar enfado ante las conversaciones jocosas.




¿En qué difiere la cortesanía de la chocarrería?

En que es la cortesanía una habilidad moderada y decorosa para decir y escuchar bromas de buen gusto y aun gracejos mordades, mas no de los que dañan la reputación de alguien, sino inocuos y que ninguna ley prohíbe, en tanto que la chocarrería es el afán de hacer reír aun dañándose a sí mismo o a otros. Decimos, además, que es rudo el incapaz de gustar ninguna de estas cosas, pues son necesarios en la vida el esparcimiento y la alegría.




¿Por qué el pudor o vergüenza es una moderación laudable pero no una virtud, así como tampoco lo es la continencia, de que después hablaremos?

Porque no siendo otra cosa que temor de la deshonra, es una afección, pues todo temor es afección.




¿Por qué es propio del joven ruborizarse, y no del anciano ni del sabio?

Porque ninguno de estos últimos debe cometer nada de que pueda ruborizarse. O bien ha de decirse que también les corresponde ruborizarse si en algo han delinquido.




¿Por qué no tienen razón quienes arguyen que la vergüenza es una virtud puesto que la desvergüenza es un vicio?

Porque, lo mismo que de la desvergüenza, es causa de la vergüenza algo torpe. No puede por ende el hombre recto avergonzarse, puesto que se abstiene de lo malo.




¿Qué es la justicia?

El hábito por el cual los hombres indinados a obrar justamente quieren y hacen lo justo.




¿Por cuántas razones será llamado justo un hombre?

Por tantas como se le llama injusto, y que son tres: primera, porque obre contra la ley; segunda, porque apetezca los bienes de fortuna más de lo debido, y tercera porque no quiera ser partícipe de los males. Será justo, pues, quien viva conforme a la ley y se conforme con una equilibrada porción de bienes y de males.




¿Quién se dice que vive conforme a las leyes?

El que ajusta su conducta a las normas establecidas por el legislador competente, y cuyo fin es la utilidad de la república y el bienestar de la sociedad civil.




¿Por qué se dice que la ley ordena lo conducente para el mejoramiento y decoro de la vida humana?

Porque castiga a los cobardes, refrena a los intemperantes, modera a los coléricos, persigue, en fin, severamente todos los vicios, y establece honrosos premios para la virtud.




¿Por qué es la justicia la más eminente de las virtudes?

Porque abarca las acciones de todas ellas.




¿Por qué se llama a la justicia el bien ajeno?

Porque no sólo podemos ser justos con nosotros mismos, sino principalmente con los demás, mientras las otras virtudes se ejercitan para utilidad propia. Es pues la justicia virtud que comprende toda otra virtud, y la injusticia un hábito manchado con todos los vicios. Mas en esto difiere principalmente la justicia de las demás virtudes, en que se refiere a los otros en tanto que éstas a nadie se refieren.




¿Cuál es la justicia particular?

La que se contiene en lo que antes llamamos justicia según la ley, y es el hábito por el cual se conforma cada quien con el provecho y el daño que le corresponden. El hábito contrario es aquel por el cual tratan algunos, sin equidad, de acaparar los bienes exteriores y eludir todos los males. Así, aunque tanto la justicia general como esta particular versan sobre la utilidad ajena, difieren sin embargo en que la materia de la general comprende todas las demás virtudes, y la de esta particular es peculiar también y se refiere sólo a la utilidad que corresponde a cada quien. Es la particular de dos especies, una que consiste en la debida distribución de honores, dinero, ventajas y desventajas comunes, y otra que se refiere al trato con los demás. Este trato es voluntario, como la compraventa, o involuntario, del cual hay acciones ocultas, como el hurto y el adulterio, y otras manifiestas y violentas, como los golpes, los ultrajes, la destrucción y la rapiña.




¿Por qué todo lo justo es un medio entre lo más y lo menos?

Porque todo lo injusto es desigual.




¿Por qué la justicia distributiva que guarda este medio consiste en la proporción entre las cosas que se distribuyen y las personas a quienes se distribuyen?

Porque apenas si puede haber igualdad entre dos personas, y la justicia debe ejercitarse entre muchas. Y así, si cuanto una persona supera a otra, tanto supera una cosa a la otra, será recta la distribución que se haga guardando la proporción geométrica, descuidada la cual surgirán disensiones civiles. Mas no sólo ha de haber proporción en la medida de lo que se distribuye, sino también en lo mismo que se distribuye. Tal proporción es de dos especies, la separada, que tiene cuatro términos, y la continua, que tiene tres. La primera es propia de la justicia distributiva, pues si vemos que una cosa es a otra como una persona a otra, podremos también advertir conjuntamente que tal es la medida o proporción de una cosa a una persona, como la de la otra cosa a la otra persona. Podrá asimismo comprobarse la exactitud, si hay la misma proporción entre cada una de las personas y cada una de las cosas que entre ambas cosas y ambas personas.




¿Por qué el derecho que rige en el comercio se determina bien por la sola proporción aritmética, la cual se refiere sólo a la igualdad de las cantidades y no a sus proporciones?

Porque no suele tener en cuenta a las personas cuando trata de establecer igualdad en los convenios recíprocos, y ve sólo los delitos, no a los delincuentes. Así, lo mismo señala como culpable a un hombre bueno que a uno malo si ha robado; y si alguno se acoge a juicio, trata el juez de compensar su pérdida con el lucro de la parte contraria, pues es tal derecho el medio entre el lucro y la pérdida, y es el juez el derecho animado. Se dice que comete lucro el que toma más de lo que le corresponde, y sufre pérdida el que no percibe lo suyo.




¿Por qué los pitagóricos no juzgaron rectamente al decir que, cuando se hace justicia, debe sufrir el culpable tanto como hizo sufrir a su víctima?

Porque no es justo, verbigracia, que sea azotado un príncipe por aquel a quien él azotó. Si decimos, pues, ser justo que sufra otro tanto quien hizo sufrir, guardada la igualdad de proporciones pero no de cantidad, habremos juzgado rectamente. Porque la sociedad humana y el trato civil se fincan principalmente en el cumplimiento de los deberes recíprocos según la condición de cada quien. Deben por eso proporcionarse las mercancías y servicios de los contratantes al precio que por ellos se paga. Mas los precios de las cosas se regulan por su escasez, pues no se realiza intercambio o comercio de lo que no se necesita. De todo lo cual se infiere que la acción justa se halla entre causar detrimento y sufrirlo, o sea entre tener más y tener menos de lo debido, pues toda acción de virtud consiste en un término medio.




¿Por qué decimos que la justicia difiere de las demás virtudes?

Porque está de tal suerte puesta en el medio, que sólo uno de sus extremos se considera vicio, el causar daño, que es la injusticia, en tanto que sufrirlo, que es el otro extremo, no puede ser vicio.




¿Por qué decimos que el derecho político es la participación en la vida ciudadana, y que corresponde sólo a los hombres libres e iguales entre sí?

Porque de una tal participación es de donde pueden derivar abundantes bienes para la sociedad humana. Porque toda ley es dada sólo a los hombres libres e iguales, pues los siervos son gobernados por sus señores y los hijos por sus padres, y no por la ley. Aquél se llama derecho señorial, y éste paterno, pues el político corresponde sólo a quienes pueden dañar a otro, pero el padre y el señor, si dañan a sus hijos o a sus siervos no dañan a otros, pues son éstos como partes y cosas suyas. En cuanto al derecho uxorio, es más semejante al político puesto que hay mayor igualdad entre marido y mujer.




¿Por qué el derecho político se divide en natural y legal o civil?

Porque es natural el que tiene dondequiera igual fuerza, y no se origina de la opinión de los hombres sino de la misma naturaleza, y es legal el que entró en vigor cuando fue establecido, sin haber tenido antes fuerza alguna. Mas no se llama así al natural porque no haya circunstancias en que no puede subsistir, sino porque esto ocurre rarísimas veces, en tanto que los derechos civiles se mudan según los diversos lugares y tiempos, tal como las medidas y los pesos. Así, no entre todos los hombres se tienen los mismos derechos, pues no son iguales los estados. En suma, todos los derechos particulares se encierran, como en sus dos grandes géneros, en el derecho natural y el legal.




¿Por qué lo injusto difiere de la injusticia y la justicia de lo justo?

Porque lo injusto, como el hurto y los golpes, antes de que nadie robe o golpee es injusticia, pero el acto de hurtar sólo después de haber hurtado. Asimismo difieren lo justo y la justicia o sea la acción del justo, en que ésta es además corrección de la injusticia.




¿Por qué puede ocurrir que quien obra injustamente, aunque cause daño no cometa injusticia?


Porque si lo hizo voluntariamente cometió sin duda injusticia, mas no si lo hizo por ignorancia. Pues es la injusticia cosa voluntaria, y sólo es voluntario lo que está en la potestad y en el conocimiento del agente, quien lo realiza por sí y sin ninguna coacción. Porque no todo lo que se hace o se padece con conocimiento es voluntario, pues siente y sabe cada uno que envejece y que muere, y ninguna de estas dos cosas es voluntaria ni involuntaria.

De tres maneras pues daña alguien a otros: o por ignorancia, y es esto una especie de desgracia, o impulsado por una pasión vehemente, como en los pecados de intemperancia o de cólera, o bien premeditada y deliberadamente. Quienes hacen el mal de esta última manera son perversos e injustos, no así los que se dejan llevar de la ira, cuyos actos son provocados repentinamente por el daño que reciben de otro, y por tanto no meditados ni preparados, por lo cual, aunque confiesan el daño que hicieron encolerizados, piensan que obraron justamente como quien repele la fuerza con la fuerza; mas, el que hace el mal premeditadamente niega por lo regular el hecho porque sabe que obró injustamente. En suma, los delitos involuntarios, esto es, los que se cometen por ignorancia, merecen perdón, no así todos los demás.




¿Por qué no se dice que alguien sufra injusticia voluntariamente?

Porque aun el que expía sus culpas, lo cual es justo, lo hace casi siempre contra su voluntad. Puede acontecer, por otra parte, que alguien sufra injustamente una pérdida sin que pueda decirse que sufre una injusticia, pues no existe ésta si no existe quien la cometa. Y si además se tiene en cuenta que quien voluntariamente daña a otro sólo lo daña en rigor si obra contra la voluntad del dañado, será evidente la verdad de nuestro aserto. Asimismo, el que por la vehemencia del amor y a fin de gozar sus placeres dilapida su fortuna, se daña sin duda a sí mismo voluntariamente, mas no puede decirse que sufra ninguna injusticia.




¿Por qué es más culpable quien, teniendo que distribuir beneficios o privilegios, lo hace sin equidad, esto es, sin atender debidamente a la dignidad de las personas, que quien recibe más de lo justo?

Porque peca más gravemente el que da a otro ocasión de pecar que quien aprovecha tal ocasión, por más que no obtenga con ello ningún provecho.




¿Por qué piensa erradamente quien juzga que es muy fácil hacer justicias o injusticias?

Porque nadie puede hacerlas sino mediante un hábito, y éste no puede adquirirse sino con largo ejercicio. Por otra parte, el conocer las leyes y los derechos no es practicar la justicia, sino el aplicar los preceptos a los casos particulares. Por todo lo cual es evidente que obran justicias o injusticias los mismos que hacen bienes o hacen males.




¿Por qué decimos que la equidad es muy diferente de la justicia particular?

Porque elogiamos lo que nos parece bueno y equitativo, y censuramos, en cambio, una sentencia en extremo severa y rigurosa. Y es porque el derecho natural determina lo que es equitativo, pero difiere del derecho legal porque decide también en aquellas cosas que éste no abarca, pues la naturaleza de las cosas es a tal punto varia que, aunque la ley se esfuerza por contenerlo todo, no logra sin embargo abarcar todas las cosas. Según la ley el asesino merece la pena de muerte, pero si alguien mata a un tirano, la equidad manda no atenerse en tal caso a la ley. Es pues la equidad guía de la justicia civil, de donde el que quiera ser equitativo debe estar dotado de clemencia y desechar toda severidad.




¿Por qué nadie puede cometer injusticia consigo mismo?


Porque aun el que se da la muerte no es injusto consigo mismo sino con la patria, que pierde entonces un ciudadano. Es por eso por lo que se impone a veces al suicida, como castigo póstumo, que permanezca insepulto su cadáver. Por otra parte, quienes sostengan que pueden los hombres ser injustos consigo mismos habrán de conceder dos cosas contrarias: que un mismo individuo y a causa de lo mismo puede a la vez obtener más y menos beneficio, pues tiene más por lo que hace y menos por lo que sufre. Por tanto, así como nadie comete adulterio con su mujer ni es ladrón de lo suyo, tampoco puede decirse injusto consigo mismo.

Ya sea que se infiera daño o que se sufra, una y otra cosa son malas porque carecen de equidad y se apartan del término medio, pero es peor inferirlo que sufrirlo, pues no puede inferirse sin injusticia y sí puede en cambio sufrirse sin culpa alguna. Mas si por el daño causado sufre quien lo causa un terrible castigo, puede accidentalmente suceder que quien sufra el daño cometa una mayor injusticia. Suele decirse, con todo, que alguno comete injusticia consigo mismo o en algo suyo, pero impropiamente y por figura de traslación.




¿De dónde ha derivado tal manera de decir?

De que quien se daña a sí mismo o daña alguna cosa suya, parece en cierto modo contener en sí diversas personas, pues son diversas las partes que intervienen en este dañarse a sí mismo; porque la concupiscencia, que continuamente lucha contra la razón, cuando logra vencerla no se daña a sí misma, sino a la razón a quien vence.




¿Por qué se dice que tiene el entendimiento o razón una parte científica o especulativa, que percibimos eterna y necesaria, y otra raciocinante, o sea una razón práctica y particular por la cual conocemos las cosas contingentes y sujetas a la razón?

Porque en la parte especulativa están el entendimiento, la ciencia y la sabiduría, y en la práctica el arte y la prudencia. Por eso se requieren para la virtud moral el recto juicio de la parte raciocinante y la recta inclinación del apetito. Pues el primer factor de los actos humanos que están en nuestra potestad es la elección, necesaria para la virtud, y la prudente elección requiere la clara razón y el apetito legítimo. Así pues, la razón y el apetito son las causas de las acciones humanas, y habrá virtud consumada cuando el apetito busque sólo lo que la razón apruebe y huya de lo que desapruebe.




¿Por qué difieren la parte científica y la raciocinante, si una y otra tienen por objeto la verdad?

Porque a la parte científica corresponde la verdad absoluta, y a la raciocinante la verdad que se precisa para gobernar el apetito. Por donde se advierte que de las dos partes del entendimiento, una, la particular y práctica, es la que mueve a obrar, en tanto que la contemplativa a nada mueve. Y como la elección consta en parte de razón y en parte de apetito, existirá en el entendimiento o en el apetito. Mas no todo puede elegirse, por ejemplo, lo que ya se hizo, y por eso cuentan haber dicho Agatón que Dios no tiene poder alguno sobre lo pasado.




¿Cuáles son los atributos de la parte intelectiva?

La ciencia, la sabiduría, el entendimiento, el arte y la prudencia. La ciencia es de las cosas que no pueden ser sino como son; porque decimos saber realmente aquello que en modo alguno puede existir en otra condición que como existe, y por eso lo contingente, que sí puede darse en otra condición, no se dice que corresponda a la ciencia. Toda ciencia puede enseñarse partiendo de lo ya conocido, pues lo conocemos todo o por inducción o por silogismo, mas la inducción es el principio del conocimiento, pues siempre pueden probarse fácilmente mediante ella las proposiciones que forman el silogismo. Es pues la ciencia el hábito de demostrar por medio de lo que nos es más conocido, lo que nos es menos conocido o sea la conclusión, pues de otra suerte tendríamos una ciencia imperfecta.




¿Por qué suponemos en el entendimiento el arte distinto de la acción?

Porque siendo una cosa la imaginación o ideación y otra la acción, uno lo que puede imaginarse y otro lo que puede hacerse, es menester que sean diversos el hábito que rige la ideación de las cosas y el que se refiere a su realización. Vemos, en efecto, que el primero puede definirse como el hábito de idear conforme a la razón, en tanto que para la realización de la obra son necesarios el pensamiento y la fabricación. Versa el arte sólo sobre las cosas contingentes y que no tienen en sí movimiento inicial, sino que son movidas extrínsecamente por el artífice. El hábito contrario es la inercia, que consiste en idear con falsa razón.




¿Por qué la prudencia difiere del arte, si ambos versan sobre lo contingente?


Porque la prudencia versa sobre cosas que no pueden idearse, pues son acciones que permanecen en el agente, como entender, querer, apetecer; y es prudente y tenido por tal quien en grado máximo discierne y considera en cada cosa lo más útil y conveniente para vivir con honestidad y decoro. Es por tanto la prudencia un hábito racional para gobernar las cosas que favorecen o dañan. El arte, en cambio, no versa sobre bienes o males, sino sobre la perfección de sus obras, a la cual tiende como a su fin, mientras que la acción tiene por fin el acto mismo, para la rectitud del cual es necesaria también la moderación o templanza, llamada en griego σοφροσύνη, es decir, conservadora de la prudencia. Porque los que adolecen de intemperancia llegan hasta ignorar los fines de bienes y males, y por ende los principios de las acciones, pues el principio motor de toda acción es su fin o meta.

Difiere también la prudencia del arte, porque no puede éste ejercitarse debidamente sin virtud moral, y sí la prudencia. Además, el que peca voluntariamente en el arte peca menos que quien lo hace por ignorancia, lo cual ocurre asimismo en las virtudes morales. La prudencia, en fin, abarca apetito y razón; no así las demás virtudes intelectuales de las que podemos por eso olvidarnos a veces, nunca de la prudencia.




¿Por qué el intelecto no pertenece propiamente a la ciencia?

Porque es el hábito de los primeros principios de los cuales se deducen argumentos y conclusiones, y tales principios no pueden demostrarse ni por lo que toca al arte o a la prudencia, pues son necesarios, ni por lo que se refiere a la sabiduría, pues no pueden deducirse como conclusiones.




¿Quién debe llamarse sabio?


Quien ha logrado el entero conocimiento de todo lo que puede saberse, pues la sabiduría abarca ciencia e intelecto y ha de considerarse por eso la más elevada de todas las disciplinas. Juzgamos pues que la prudencia es con mucho inferior a la sabiduría, ya que versa sobre lo conveniente o inconveniente para los hombres, que es contingente y variable, en tanto que la sabiduría considera las cosas altísimas y divinas, eternas e inmutables. De suerte que aun puede a veces el sabio carecer de prudencia, como ocurrió en los filósofos Tales y Anaxágoras, que por negligencia no cuidaron de sus bienes o los disiparon.

Debe en cambio tenerse por prudente quien no sólo sabe de lo universal, sino que conoce los bienes particulares y sabe alcanzarlos con cordura y discreción. Sucede así que algunos jóvenes llegan a ser más pronto matemáticos que prudentes, porque la prudencia se refiere a las acciones particulares cuya maestra es la experiencia, que no puede tener el adolescente. También se advierte que penetran éstos más fácilmente las ciencias matemáticas que las físicas o las naturales, debido a que las leyes de las cosas se conocen asimismo por experiencia, y que las ciencias metafísicas exceden como cosas inauditas la capacidad juvenil. En cuanto a la prudencia civil, que es de tanta importancia pues dispone y adapta a los hombres para la utilidad de la república, se ejercita en la institución de leyes o en el cumplimiento de las mismas.

Pero hay tres especies de prudencia, esta de que acabamos de hablar, otra que no se refiere a la utilidad pública sino a la privada, y una tercera que tiene por objeto el bienestar doméstico. Erradamente, pues, opinan algunos que la prudencia civil es propia sólo de curiosos o de traficantes, como si pudiese existir sin la privada y la doméstica. Nadie puede mirar debidamente por el bien público, si no sabe también mirar por sí mismo y por sus intereses.




¿Por qué la eubulia o hábito de resolver o decidir bien no es una ciencia, sino un anexo o complemento de la prudencia?

Porque cuando aprendemos nada buscamos sino saber, y sí procuramos algo cuando decidimos.




¿Por qué tampoco es un hábito de opinión?

Porque la opinión es algo a lo cual asiste quien opina, y el que decide a nada asiente.




¿Por qué tampoco es agudeza de ingenio?

Porque lo propio del ingenio agudo es percibir rápidamente el asunto y sus condiciones, pero la buena resolución nunca debe ser apresurada. Decide bien, por el contrario, quien dedica tiempo y diligencia a la meditación, y sabe y puede llegar, conocidas todas las circunstancias, a honesto y buen fin. Y es fin de esta virtud, como el de la prudencia, todo lo que se refiere a la utilidad de la vida humana.




¿Por qué la sagacidad, a la que se opone la rudeza o estupidez, no es una ciencia?

Porque si se enumeran todas las ciencias, se encontrará que no es geometría, ni aritmética, ni ciencia natural alguna.




¿Por qué tampoco es opinión?

Porque si tal fuese todos seríamos sagaces, pues nadie hay que no opine algo.




¿Por qué es muy parecida a la prudencia?

Porque ambas se refieren a lo mismo, pero la prudencia ordena hacer lo que juzgó la sagacidad. Así pues, la eubulia o buen acuerdo, después de considerar, decide, juzga la sagacidad, y manda por fin la prudencia que lo juzgado rectamente se ponga en acción.




¿Por qué el hablar sentencioso, que es otro hábito de juzgar rectamente, difiere de la sagacidad?

Porque la sagacidad juzga de las cosas que se consideran pertinentes al derecho civil, y la sentencia o máxima sobre lo que se refiere a la equidad, si bien estos hábitos están de tal suerte unidos entre sí, que quien es sagaz parece también ingenioso y prudente. Versan todos estos hábitos sobre las acciones particulares, y porque los sentidos perciben por su propia naturaleza lo particular, se juzga que también dichos hábitos están en el hombre en cierto modo naturalmente. Por eso los ancianos cuentan mucho en lo que a la prudencia se refiere, como si tal edad la tuviese por naturaleza. De mí sé decir que mejor creo en lo que sin razón afirme algún anciano, que no en la propia razón.




¿Por qué se dice que la prudencia y la sabiduría sirven para la felicidad, si en la sabiduría nada hay de acción, y la prudencia misma, aunque discierne lo que es favorable al hombre, según piensan algunos viene a ser como la medicina, cuyo conocimiento puede a veces adquirirse y ser sin embargo quien lo tiene ajeno a la profesión de curar? Por otra parte, si alguien dice que se requiere la prudencia sólo antes de alcanzar la virtud, pues una vez lograda ésta es por sí misma suficiente para la vida honesta y feliz, no resuelve lo que de esto se infiere, a saber, que entonces tampoco cuando queremos adquirir la virtud necesitamos la prudencia, pues nos bastará imitar la prudencia de otros, de igual modo que quienes procuran sanar no estudian medicina, sino que obedecen al médico que posee y domina esta ciencia. Pero resolvamos la presente cuestión en el problema siguiente.




¿Por qué la sabiduría y la prudencia, aun cuando en nada contribuyesen a la felicidad, serían siempre deseables por sí mismas?

Porque son bellezas del alma. Además, sí contribuyen a la felicidad sobremanera, pues así como la salud nos vuelve incólumes, la sabiduría nos hace felices. En cuanto a la prudencia, ¿acaso no realza los actos de virtud? Porque la virtud apetece su fin por ser favorable y honesto, mas la prudencia descubre los medios para llegar a tal fin. Por otra parte, la acción virtuosa se perfecciona por la buena elección, y ésta no es posible sin la prudencia. Existe también una habilidad natural muy parecida a la prudencia, por la cual fácilmente y con seguridad se encuentra la manera de lograr el fin propuesto. Tal habilidad, cuando el fin es malo, se llama astucia.




¿Por qué no puede nadie sobresalir en una virtud si le faltan las demás?

Porque toda virtud va acompañada de la prudencia, y ésta abarca todas las virtudes, de donde toda virtud comprende las demás.




¿Por qué la prudencia no aventaja a la sabiduría, si los educados en prudencia saben establecer y ordenar lo que conviene a la disciplina y ornato de la república?

Porque no por ello la prudencia gobierna a la sabiduría, sino que así como la salud es más excelente que la medicina aunque la medicina pueda ser causa de la salud, así la sabiduría es superior a la prudencia porque es la virtud de nuestra más noble facultad.




¿Por qué no existe la prudencia sin virtud moral?

Porque la prudencia procede por razones; todo discurso se reduce a silogismo; quien ignora el principio de la acción, que es su fin, no puede guiarse por él, y no puede juzgar rectamente del fin quien carece de virtud.




¿Por qué sin la prudencia no existe ninguna virtud?

Porque algunas virtudes se hallan en nosotros naturalmente, de suerte que algunos son más inclinados a la templanza, y otros a distintas virtudes que les son propias, pero la virtud moral o sea la que no se tiene por naturaleza sino que se adquiere por su ejercicio, emplea como medio la razón; y ¿qué otra cosa puede ser aquí la razón sino la prudencia? Por donde se ve que no erraba del todo Sócrates cuando llamaba a todas las virtudes prudencias y ciencias.

TOMO VI.

ESCRITOS VARIOS