CAPÍTULO XX


Dónde nació el amor


Se discute también dónde haya nacido el amor; si en el mundo inferior, de generación y corrupción, o en el celeste, de continuo movimiento, o en el espiritual de pura visión intelectiva. Pero no nos referimos al amor intrínseco de Dios, coeterno con él, ni al extrínseco divino, primero en nacer y merced al cual fue creado el mundo; ni hablamos tampoco del amor recíproco entre el primer intelecto y el caos, pues éste es propio y peculiar de tales progenitores del universo, sino sólo del amor que existe en el mundo creado.

Diremos, pues, que el amor nació primero en el mundo angélico, de donde se comunicó al celeste y al inferior. Porque como el amor procede de la belleza, donde ésta sea más esplendorosa, anterior y coeterna, allí debió nacer primero el amor. Pues aunque el amor no está hecho de belleza, procede de ella y se halla donde ella, que lo suscita en quien no la tiene y la desea.

Mas no por eso ha de pensarse que haya más amor en el mundo inferior porque hay en él mayor carencia, pues hay también mucho menor conocimiento, y es éste la causa principal del amor. Cierto que la carencia precede al conocimiento en orden de tiempo y origen, mas el conocimiento la aventaja en suscitar el amor. Porque la carencia sin conocimiento no engendra el amor; y por esto vemos que los hombres ayunos de ingenio y conocimientos tampoco tienen amor de la sabiduría ni deseo de aprender. Mas cuando existe, junto con la carencia, conocimiento de lo bello o del bien que faltan, es cuando nace el amor. Y así, donde existe mayor conocimiento junto con la carencia de cierto grado de belleza, allí debe pensarse que nació primero el amor.

Hay que conceder, empero, que donde hay mayor conocimiento hay también más belleza, y, por tanto, menos carencia, siempre que tal conocimiento sea en hábito, como es en Dios, y no en potencia, como suele ser en las criaturas; pero si en el mundo angélico, por ser mayor el conocimiento habitual, es mayor la belleza, por la misma razón es también mayor el conocimiento de la carencia. Y no es menos grande un amor nacido de una menor carencia pero con un conocimiento más claro de la misma, como puede advertirlo quien compare los seres animados y los inanimados: tienden los inanimados sólo al grado de perfección que les es connatural, como lo grave a su centro, porque a él los dirige la infalible naturaleza; los puramente sensitivos no conocen ni apetecen lo que el hombre echa de menos, pues no se elevan al deseo de la belleza intelectual, y análogas diferencias se observan entre los hombres doctos y los indoctos, y entre éstos y las criaturas puramente intelectuales.

Así pues, el primer amor del mundo creado nació en la primera inteligencia creada, de donde sucesivamente derivó a otras inteligencias celestes, y descendió luego gradualmente al mundo inferior, donde sólo el hombre alcanza un grado semejante en el amor de la divina belleza, merced a su intelecto inmortal, y donde por este amor del hombre se enlaza en todas sus partes el propio mundo inferior, y se une todo entero a la Divinidad, pues de otra suerte quedaría separado de Dios. Porque es el hombre, aunque imperfecto, imagen de Dios; que no suele la imagen tener la perfección del modelo, y aun es menester que no la tenga, ya que, si la tuviese, sería el modelo mismo y no su imagen.

Cómo se haya comunicado el amor al mundo celeste y al inferior, no es fácil decirlo. Afirman algunos que, como antes indicamos, derivó de la primera inteligencia a otras más imperfectas, y por último a todas las inferiores; otros dicen que a la vez y de una sola vez se comunicó a todas las inteligencias, como si algo visible se reflejase, simultáneamente, en espejos innumerables.

TOMO VI.

ESCRITOS VARIOS