CAPÍTULO VII


Del amor divino


Es el divino uno de los amores que tienen por objeto los bienes del alma; pero Dios no es sólo un bien superior, sino el bien sumo que contiene en sí toda la excelencia de los bienes superiores y del amor con que los buscamos. Porque la Divinidad es principio, medio y fin de toda acción virtuosa, primeramente por ser Dios autor del alma intelectiva de donde proceden las acciones virtuosas, y que es como un rayo de su infinita y eterna claridad otorgado al hombre para hacerlo racional, inmortal y feliz. Pero esta misma alma, para actualizar la virtud, necesita de nuevo la luz divina, pues aunque nobilísima en sí como parte resplandeciente que es de la divina claridad, empero, por el impedimento del cuerpo en que se halla sumergida y al que está como atada, no puede levantarse desde la tiniebla y ofuscación de la materia hasta los eminentes hábitos de virtud y las esplendorosas concepciones de la sabiduría, si otra vez no la alumbra Dios. Porque así como el ojo, aunque de suyo reluciente, no es capaz sin embargo de percibir los colores, las formas y todo lo visible si no lo ilumina la luz del sol que, comunicada a los ojos por el objeto, opera el acto de visión, así también el intelecto, aunque en sí resplandeciente, es por su unión con el cuerpo tan ineficaz para ejercitar acciones de virtud y de sabiduría que sólo la luz divina, iluminando las representaciones y formas que proceden del acto cogitativo, medio entre el intelecto y las imágenes de la fantasía, lo hace actualmente intelectual, sabio, propenso a la virtud y firme contra el vicio, y, disipada toda ofuscación, perfectamente lúcido en sus actos, siendo así también Dios, de otra manera, el principio de donde deriva todo lo que en el hombre atañe a la virtud, tanto la potencia como sus actos. Y como el soberano Dios es bondad pura y virtud infinita, es necesario que todos los bienes y virtudes procedan de él, como único principio, origen y causa de toda perfección.

Es Dios también medio de las acciones virtuosas, pues con su auxilio se realiza todo acto de virtud. Porque como la providencia divina se aplica más especialmente a quienes participan de su virtud, y tanto más particularmente cuanto en mayor abundancia se hayan empapado de ella, es evidente que ayudará por manera admirable las acciones virtuosas, y hará que quienes las practican alcancen la perfección. Es además por otro concepto medio de tales acciones, porque, encerrando en sí toda excelencia, es así el ejemplo a imitar para todos los que se esfuerzan en obrar el bien. Pues ¿qué mayor piedad y clemencia puede haber que la de Dios? ¿Qué mayor liberalidad que la de insinuarse y comunicarse a todas sus criaturas? ¿Qué mayor justicia que la del gobierno divino? ¿Qué bondad más inefable, cuál verdad más firme, cuál sabiduría más profunda, cuál diligencia más sorprendente que las que reconocemos en la Divinidad? No que conozcamos a la Divinidad según su propio ser, sino por sus obras, que podemos contemplar en la creación y en la comunicación con sus criaturas. Para quien las considere debidamente, su imitación es el sendero, el medio mejor para ejercitar todas las virtudes y aplicarse a algún sabio empeño que esté al alcance de la condición humana. Y así, Dios no es sólo padre según la generación, sino también maestro y guía que estimula a los hombres y los atrae a la virtud con ejemplos preclaros y manifiestos.

Mas junto con ser Dios principio y medio de toda acción virtuosa, es asimismo fin natural de todas las acciones humanas. Porque lo útil es medio para adquirir lo conveniente deleitable y el placer necesario para vivir la vida con algún agrado, pero el fin de la vida es la perfección. Y la vida se hace perfecta, primero, por los hábitos virtuosos; sigue a éstos la verdadera sabiduría, y a ésta el conocimiento de Dios, que es la sabiduría suma, la infinita bondad y el origen de todos los bienes, comprendido lo cual se despierta en nosotros un inmenso amor suyo, pleno de nobleza y hermosura; pues tanto más ardientemente amamos algo con elevado amor, cuanto más penetrantemente lo hemos entendido. Por eso el amor de Dios excede al de todas las demás cosas y a todo acto de virtud.

TOMO VI.

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