CAPÍTULO DECOMINOVENO


De una gran fiesta de Texcalla [Nota 327]


Los texcaltecas celebraban casi las mismas fiestas que los mexicanos, que los de Huexotzingo, los tepeacenses, chululenses, Acatlanenses y otras naciones y repúblicas, y regía entre ellos el mismo rito para sacrificar hombres; pero variaban mucho los nombres de los dioses, de las fiestas y de los días. Inmolaban todos los años muchos niños a los tlaloques, dioses de la lluvia, a [Mems., 75. Matlacueye.] Matlalcuaye y Xuchiqueçatl. En cierta fiesta ataban a una cruz a un hombre y lo atravesaban con flechas disparadas con arco [Mems., 62. Hist., 58.] y en otra a otro arrojándole cañas puntiagudas. En otra fiesta arrancaban a dos mujeres la piel de la espalda, después de haberlas matado ante los dioses, y dos sacerdotes muy jóvenes y ágiles se las vestían y corriendo así vestidos, rodeaban el templo y toda la ciudad persiguiendo a los proceres y a los conciudadanos bien vestidos, y los desnudaban y despojaban de las plumas, mantos, penachos y otras alhajas con las cuales se habían adornado como para celebrar solemnemente la fiesta. Pero las principales solemnidades de los texcalteca, llamadas teuhxihuitl [Mems., 74: teuxiuitl. Hist., 35.], se celebraban en el mes de marzo de cada cuarto año en honor de la dignidad de Camaxtle, el cual solía también ser llamado Mixcoatl. En ésta los sacerdotes acostumbraban ayunar ciento sesenta días y los laicos setenta. Antes de que empezara el ayuno el máximo achcauhtli predicaba un sermón a sus compañeros inflamando sus ánimos para sus futuras labores, y manifestándoles cómo convenía que fuesen esclavos del dios a quien se habían ofrecido espontáneamente [Mems., 74. Hist., 53.] para desempeñar su ministerio y además. declaraba que ya había llegado el año divino, durante el cual habían de atormentarse los cuerpos en obsequio del dios y por consiguiente los que se sintiesen débiles e ineptos para desempeñar esos trabajos, o tibios en el obsequio de los dioses, que se saliesen del patio del templo dentro de cinco días sin que durante este tiempo se les herrara con ninguna señal o se les deshonrara con ningún castigo (?); pero si desistieran del ayuno comenzado y no lo pudieran llevar a cabo, serían considerados indignos del ministerio de los dioses, y de la compañía de los otros sacrificadores y serían degradados de su dignidad, se les prohibiría el sacerdocio y serían despojados de sus bienes. ¡Cuánto ocurre admirar aquí lo inculto de esa gente y la demencia de los que creían que los dioses no ven lo que los hombres emprenden y desean con ardor, sino sólo hasta qué punto puedan tolerar los trabajos las fuerzas humanas, frecuentemente enfermizas y débiles aun en aquellos que se proponen vencer a los otros en el ejercicio de las virtudes y que están encendidos por el amor de las cosas divinas y altísimas, y no pueden servir ni responder a los afectos y propensión del alma, en lo cual toda la fuerza de la virtud y de la honestidad está colocada, como obsequio gratísimo al dios! [Mems., 75. Hist., 53.] Transcurridos pues los 5 días antedichos, preguntaba de nuevo si todos estaban presentes y si habían decidido seguirlo y emularlo. La mayor parte respondía que harían de bonísima voluntad todo lo que pudieran y que con todas sus fuerzas seguirían sus huellas; y así partía acompañado de trescientos y más sacerdotes a una sierra aspérrima [Mems., 75: 4 leguas. Hist., 53.], muy alta y distante de la ciudad de Tlaxcala diez y seis millas. Antes de que llegasen a la cumbre, todos los sacerdotes se quedaban atrás orando a los dioses y ascendía hasta la cumbre solo achcauhtli, que era el principal. Entraba en el templo de Matlalcuaye [Matlacueye, chalchivitl, quetzalli. Hist., 54] y ofrecía a la efigie o ídolo con gran reverencia esmeraldas y plumas verdes de pavo, incienso de la tierra, copalli y papeles preparados de papiro y después volvía al templo de Camaxtle. Ya estaban allí todos los ministros de los dioses con haces de leña. Comían todos y bebían liberalmente, porque no habiendo comenzado el ayuno les era permitido darse cuanto quisieran a los banquetes, al vino y a los manjares. Llamaban después muchos carpinteros, los cuales durante un intervalo de cinco días habían también recitado sus preces a los dioses y usado de muy poco alimento para aplacarlos y poder más diestramente adelgazar las varitas y ajustarlas con mejores auspicios; cuando habían concluido se retiraban. Venían inmediatamente los artífices de hacer navajas, los cuales habían hecho lo mismo que los anteriores durante cinco días íntegros, y hacían las navajas de piedra iztlina, [Nota 46. Hist., 56] muchas espadas, navajas y escalpelos que saltaban con admirable velocidad y muy delgadas al empuje de un palo; las ponían sobre unas mantas nuevas y limpias, y si alguna se rompía antes de que hubieran concluido las ceremonias, increpaban al artífice diciendo que había observado mal el ayuno y el reglamento de la comida durante los cinco días precedentes. Después los sacerdotes sahumaban aquellas espadas nuevas y las exponían al sol dispuestas sobre los mismos mantos, entonando versos ligeros y con tonada alegre y acompañamiento de pequeños tambores; pero poco después de que se abstenían [Mems., 75. Hist., 54.] de tocarlos cantaban versos tristes en tono grave y melancólico, y hacían resonar el lugar con aullidos, luto y lágrimas. Después, por su orden en procesión, seguían al sumo sacerdote hasta la última grada del templo. El cual, cogiendo una navaja perforaba por la mitad la lengua de cada uno con gran destreza, como quien estaba acostumbrado desde largo tiempo a ese ejercicio. Ni era permitido perforar muchas lenguas con un mismo escalpelo, sino sólo una, por lo cual se preparaban desde el principio tantos cuantos eran ellos. Entonces todos de rodillas delante de Camaxtle comenzaban a pasar varitas por las perforaciones; algunos, ciento, otros doscientas [Hist., 55. Mems., 76.] y el achcauhtli y los viejos, cuatrocientas cinco de las mas gordas. Concluía este sacrificio cerrada ya la noche y entonces el achcauhtli iniciaba nuevos cantos y respondían los otros sacerdotes como mudos y balbucientes por la sangre que corría, la fuerza del dolor y la inflamación. Ayunaban después otros veinte días, comiendo poquísimo alimento o casi nada y procuraban con gran cuidado y diligencia que no les cicatrizaran las heridas. Tenían que pasarse a los veinte, a los cuarenta, a los sesenta y a los ochenta días tantas varitas cuantas se habían pasado el primer día, principio del sacrificio. Después del octogésimo día plantaban un ramo en medio del patio para indicar que todavía faltaban otros ochenta de ayuno hasta el día de la fiesta. Y no había ninguno que siguiendo la costumbre no ayunara, tomando poca comida y bebiendo agua sin mezcla ninguna. No les era permitido usar chile, alimento en verdad caliente y demasiado excitante, ni ir a los baños, ni tener relación con mujer, ni extinguir el fuego en las casas de los señores, como eran Mexixicatzin y Xicotencatl [Mems., 76. Hist., 55.] en el tiempo en que primero Cortés llegó a aquellas regiones; si acaecía que se extinguiera el fuego, mataban al guardián y rociaban el hogar con su sangre. El día que plantaban el ramo en el patio, fijaban otros ocho grandes varales que pudieran creerse allí nacidos y sembrados, dispuestos en tres o cuatro filas, y en medio de ellos arrojaban las varas ensangrentadas que se había pasado por los heridas, para que se quemaran igualmente, pero antes se las ofrecían a Camaxtle. Durante los últimos ochenta días, los mismos sacerdotes se pasaban varas por las perforaciones, pero más delgadas y en menor número, como del grueso de un cañón de pluma de ánsar, [Mems., 72.] cantando siempre y respondiendo con voz lúgubre y llorosa. Se dirigían entonces a los barrios cercanos y pueblos, llevando ramos en las manos y todos les daban mantos, plumas y cacaoatl. Embarraban y blanqueaban [Hist., 56.] con cal las paredes y las aulas del templo y del patio y tres días antes de la fiesta se teñían algunos de los sacerdotes de blanco, otros de negro, otros de verde y de azul celeste, de rojo y de color macilento, de modo que aparecieran hórridos a la vista de los espectadores, porque además de los varios colores, se pintaban con efigies de mil demonios, de serpientes, tigres, lagartijas, lagartos y de otros animales, algunos más hórridos y feroces si los hay. Bailaban y saltaban sin cesar (en la tarde que precedía a la fiesta habían llegado algunos sacerdotes de la ciudad de Cholula para estar presentes a la solemnidad), adornados con los vestidos y otros ornamentos de Quetzalcoatl. Vestían también a Camaxtle y a un ídolo pequeño de otro dios que estaba colocado cerca de Camaxtle. Camaxtle no era de más estatura que la de los hombres medianos, el otro dios de aquella que le hiciera aparecer niño junto a Camaxtle; a pesar de esto lo reverenciaban [Mems., 77.] también tanto, que no se atrevían a levantar los ojos para verlo. Vestían a Camaxtle con varios mantos y encima de todos [Mems., 78: tecuxiculli Mems., 78. loba abierta por delante Mems., 77. Hist., 56. Puyahutla (Puyauhtla)] otro muy grande llamado teuhxicoalli, el cual era muy semejante al vestido con el que para infamia por causa de herejía suelen ser marcados los infectados; después con un manto y una máscara, la cual dicen que la trajeron los primeros fundadores de su ciudad de Papayahuitla, de donde dicen que fuera oriundo el mismo Camaxtle. También le ponían un penacho muy grande de plumas entrelazadas de color verde y rojo y un escudo de oro entretejido [SPR, I, 120; V, 46, 47. Mems., 78. Nota 54] de varias plumas y ligado al brazo izquierdo, y en la diestra una gran flecha con caequillo de pedernal; le ofrecían además flores de muchas clases y el tecopalli [Nota 53] del país; inmolaban conejos, codornices, culebras lacustres, mariposas y otros animales, cuantos acaecía cazar en los campos. Ya cerrada la noche el sacerdote se vestía según costumbre y suscitaba el fuego nuevo y sacrificaba con la sangre rociada de algún varón principal, al cual llamaban [Hist., 57.] hijo del sol porque lo habían matado en esa solemnidad. Marchábase después cada uno de los sacerdotes a sus templos, llevando aquel fuego nuevo, y allí inmolaban otra vez algunos cautivos a sus ídolos, a saber: en el templo de Camaxtle [Mems., 189.] que estaba colocado en el barrio de Ocotelulco (horrible cosa), tantos cuantos el sumo sacerdote había pasado varitas por la perforación de su lengua; en el barrio de Tepeticpaci, cien, y casi otros tantos, en los barrios [Mems., 190: Quiyahuiztlan.] de Ticatlani e Iquiahoitlani. Ni había plaza fuerte de las que pertenecían a la república, adonde tres, cuatro o más no fueran matados, porque es fama que los tlaxcaltecas y las ciudades sujetas a ellos, inmolaban y devoraban durante la sola fiesta de Camaxtle que celebraban cada cuarto año, novecientos o mil hombres [Mems., 78. ochocientos.]. La primera comida matutina de los sacerdotes era de carne humana y los profanos cargaban sus mesas con manjares preparados de las mismas carnes, ¡cosa inhumana y cruel!, rellenándose de comida y vino. En verdad los tlaxcaltecas eran atroces y en la guerra los más fuertes de todos los indios. Estimaban que habían hecho grandes hazañas si traían a su patria muchos prisioneros de guerra y los ofrecían para ser inmolados en los altares; así cuando Cortés penetró en esa ciudad encontró quienes hubieran superado por su propio valor cien o más enemigos y presentádolos para ser degollados en las aras de torpísimos demonios.

TOMO VI.

ESCRITOS VARIOS