e) Desaparición y muerte


Con la nota donde el rey ordena a los miembros del Consejo que preparen los manuscritos para entregarlos a Santoyo, se acaban los documentos conocidos de la vida de Hernández, sólo nos resta su partida de defunción. Probablemente existe un inventario de los libros que se entregaron a Recchi, puesto que Paso y Troncoso aseguró tenerlo preparado para la publicación.53 El apunte de Paso y Troncoso se perdió, sin que nosotros tuviéramos la suerte de hallar el documento original. Por lo tanto, desde septiembre de 1582 hasta enero de 1587 en que ocurrió su fallecimiento, son casi cinco años durante los cuales perdemos totalmente su rastro documental; sólo podemos emitir conjeturas de lo que fue su vida.

Con seguridad siguió en la corte, aunque probablemente su estado de salud le tuviera incapacitado para una vida activa. Cambió de domicilio, pues la redacción del certificado de defunción dice que era parroquiano de la iglesia de Santa Cruz, lugar bastante alejado del barrio de Santiago, donde se alojó al llegar. Su hijo, mozo al partir camino de América, debía de ser ya un hombre hecho y derecho que recibe el doctorado en medicina durante esos años, pues en la partida de defunción aparece ya como doctor. No volvemos a saber nada ni de la hija legítima ni de la natural. Todas las noticias de esta época se apagan lo mismo que se va apagando la vida del protomédico, agobiado por las enfermedades, los disgustos y las adversidades. Con seguridad, el alejamiento del rey de la corte, primero tres años en Portugal, más tarde en 1585 yendo a las Cortes de Monzón y en 1586 viajando a Valencia, resulta un golpe definitivo a las ilusiones del protomédico sobre la impresión de su obra. Para cuando el rey regresa de tantos y tan dilatados viajes, donde su salud queda minada y su carácter más retraído, Hernández está ya en franca pendiente hacia el final, y el “arreglo” de Recchi se ha consumado o está a punto de serlo, con lo que la posible atención real se desvía hacia ese epítome que, si bien destruye el alma y el espíritu que Hernández había puesto en su obra, en cambio resultaba más adecuado para la impresión que los verdaderos originales.

Sin ruido, sin que llegue a nosotros el eco de esos últimos años, el protomédico va acercándose al final de sus días. Con seguridad sigue retocando y arreglando las obras que conserva en su casa, recibe a sus amigos, discute con ellos sobre sus trabajos y los deleita contándoles sus aventuras americanas, objeto y fin de toda su vida. Así debió de vivir hasta que un frío día del mes de enero madrileño, época en que el viento del Guadarrama cruza la ciudad penetrando hasta los huesos de los habitantes y la nieve suele cubrir en grueso manto las calles y calzadas, cerró definitivamente sus ojos, con la satisfacción del deber cumplido y la amargura de la labor inconclusa. Cuando el 28 de enero de 1587, el protomédico Francisco Hernández, el hombre que había conquistado todo un Nuevo Mundo dentro del hemisferio recién descubierto, el primero que con ojos y espíritu científico había alcanzado a comprender el extraordinario mundo natural que encerraban los nuevos territorios, desaparece de entre los vivos, lo hace casi inadvertidamente. Toda su fecunda vida queda inédita en sus obras; el cura párroco de la iglesia de Santa Cruz le dedica escasas trece líneas de su libro de enterramientos teniendo mayor cuidado en consignar el número de misas ofrecidas, que el nombre completo del fallecido, cuya personalidad probablemente desconoce.

No obstante lo escueto de la partida de defunción, esas líneas han sido suficientes para que hoy pudiéramos conocer algunos datos con que cerrar el ciclo de la vida material de Hernández. La partida de defunción dice así:


“Enero de 1587 †

“En 28 de enero murió en esta parroquia el Dr. Hernández, médico del rey nuestro señor, recibió los sacramentos, testó ante Melchor Vázquez, mandóse enterrar en esta iglesia delante del altar de los mártires Santos Cosme y Damián y que el día de su entierro se le digan vigilia y misa cantada, y que se le dijesen dos misas de alma y nueve misas rezadas en su novenario y una misa cantada en el novenario, y en el cabo del año se le haga su cabo de año como en el día del entierro, mandó decir cuatrocientas misas rezadas, dejó por testamentarios a Andrés de Barahona y al Dr. Juan Fernández Caro, su hijo, y doña María Figueroa”.


Además, al margen, el cura párroco tuvo cuidado de apuntar que había recibido un mil doscientos veinticuatro maravedíes, quién sabe si como limosna por las misas o como precio del enterramiento.54

De este documento deducimos, en primer lugar, aparte del cambio de domicilio, que Hernández volvió a dictar testamento. Habían pasado muchos años desde que recién llegado se sintiera morir y pusiese en orden sus últimas voluntades. Probablemente las circunstancias habían cambiado y muchas de las disposiciones de aquel testamento no tenían validez ni objeto en el momento. Desgraciadamente fracasó la detenida investigación que, con objeto de encontrar este segundo testamento, fue llevada a cabo en Madrid hace algunos años. Ello nos privó de conocer los últimos pensamientos del protomédico. Melchor Vázquez, ante quien dice que testó, no figura en el Archivo de Protocolos de Madrid y no sería difícil que hubiese un error en la partida de defunción, de tal manera que este Melchor Vázquez fuera el escribano que redactó el documento y no el notario que dio fe del hecho. Aparecen dos nuevos testamentarios, Andrés de Barahona y María Figueroa, de los que no sabemos nada ni conocemos sus relaciones con el protomédico.

El segundo punto importante de que nos informa esta partida de defunción es el lugar del enterramiento. El primero que supo el lugar exacto donde habían enterrado a Hernández fue Gómez Ortega, que lo declaró en la hoja volante publicada como anuncio de la edición matritense, hacia 1790.55 Probablemente Gómez Ortega conoció la partida de defunción y sacó de aquí el dato. Desgraciadamente no tuvo la curiosidad de comprobar si todavía podía identificarse el lugar, rebuscando alguna lápida. El pudo haberlo hecho, pues en su tiempo aún se conservaba la iglesia primitiva.

Se perdió poco después la noticia y Paso y Troncoso volvió a averiguarla mediante una nota que le comunicó su amigo y excelente investigador don Cristóbal Pérez Pastor, mas la dio a la imprenta fraccionándola y como comentario a pie de página de sus Papeles de Nueva España. Nosotros, guiados por estos datos anteriores, conseguimos, hace algunos años, obtener una copia de la partida de defunción; por ella averiguamos de nuevo el lugar donde se había depositado el cuerpo del protomédico.56 De la lectura del documento que nos ocupa se desprende que fue enterrado, por orden expresa del propio Hernández, dentro de la iglesia de Santa Cruz, delante del altar de San Cosme y San Damián. El lugar no puede ser más adecuado para un médico. Reposar a los pies de los santos patrones de la medicina era con seguridad una ilusión antigua cuya realización fue bien merecida por aquel hombre que había dedicado su vida entera a esa ciencia. Ahora bien, este dato, que a simple vista parecería ser normal, cuando se estudia con detenimiento resulta de gran interés para la historia médica y religiosa de España, pues hace constancia de una costumbre y de una organización en años anteriores a los de su existencia oficial.

La parroquia de la Santa Cruz se asentó durante los siglos de la invasión árabe en España sobre una todavía más remota ermita, edificada en tiempos de la dominación goda. Tenía durante los siglos XV y XVI el privilegio de que en ella se depositaran los cadáveres de aquellos que morían de accidente, para que fueran identificados por sus familiares, y también la extraordinaria concesión de que bajo su techo se acumularan durante todo el año los restos de los ajusticiados a los cuales el tribunal de la Inquisición había condenado a descuartizamiento y dispersión. Restos que en macabra ceremonia eran expuestos al público el sábado anterior al Domingo de Ramos. Estos privilegios pertenecían a la congregación de la Paz y la Caridad, establecida en dicha parroquia, cuyos miembros recorrían continuamente los caminos para recoger los despojos humanos que los verdugos de la justicia secular echaban, por mandato expreso de los tribunales, en diseminación cruel, a lo largo de las cunetas de los caminos. Parece ser que en esta misma parroquia se había establecido también la primitiva Hermandad de San Cosme y San Damián, en parte ligada a la de la Paz y la Caridad y tal vez derivando de ella, por haberse agrupado inconscientemente los médicos que a ella pertenecían movidos de los mismos intereses y afinidades.57

Ésta podría ser la razón por la cual en la dicha iglesia existiera entonces un altar especial dedicado a los médicos santos, cuyo culto no es, ni era, de los más extendidos. No quedan noticias documentales de esta primitiva hermandad médica, que es aceptada sin ninguna duda por los historiadores, y el principal argumento para asegurar su existencia son precisamente las Ordenanzas y Constituciones de la Hermandad de San Cosme y San Damián, que fueron aprobadas por el Consejo de la General Gobernación del Arzobispado de Toledo el día 18 de marzo de 1583, sancionando y dando vida legal a una organización que desde mucho antes tenía vida propia. La hermandad de los médicos, una vez constituida legalmente, tomó como residencia oficial la sacristía de la iglesia de San Felipe, donde los frailes agustinos le brindaron acomodo. Ahora bien, el que primitivamente hubiera estado establecida en la iglesia parroquial de la Santa Cruz, como la mayoría de los historiadores suponen, se refuerza con el hecho de que cuando muchos años después se producen desavenencias entre los frailes agustinos y los médicos, éstos abandonan el local de la iglesia de San Felipe y, mientras acomodan la capilla que habían comprado en el templo del Carmen Calzado, depositaron sus sagradas imágenes nuevamente en la iglesia de la Santa Cruz.

Con seguridad, Hernández, que al retornar de América pedía en su testamento que lo consideraran corno hermano de la Cofradía de San Martín, al sobrevivir y actuar en su profesión pasó a formar parte de la Hermandad de San Cosme y San Damián, cuyas funciones, además de religiosas, se inmiscuían en gran parte con gestiones administrativas de la profesión. Es probable incluso que Hernández hubiera sido miembro antiguo de la hermandad, antes de su viaje, por lo que durante años asistiera a la iglesia de Santa Cruz y, sintiendo especial devoción por los santos patrones de su oficio, en el momento de su muerte decidiera buscar allí su acomodo definitivo.

Por desgracia, la parroquia de Santa Cruz que ha llegado a nosotros no es la del enterramiento de Hernández, y sólo podemos llegar a saber cómo era por los planos contemporáneos donde aparece dibujada con todo detalle.58 En 1620, sufrió el templo un fuerte incendio que acabó con imágenes, ornamentos y archivos. Reedificado, volvió a incendiarse en 1763 esta vez con tal intensidad que la cúpula se desplomó y sólo quedaron algunos muros. Volvió a reedificarse y, en 1868, por motivos de urbanismo, fue definitivamente demolida y edificada en estilo moderno en la acera de enfrente de donde había estado por espacio de siglos. Con este motivo, el enterramiento de Hernández desapareció definitivamente; hoy reposa debajo de una casa de departamentos construida a fines del siglo pasado. Lo verdaderamente inexplicable es cómo, después de dos violentos incendios, todavía hemos tenido la suerte de que el libro donde se conservaba la constancia de la muerte del protomédico haya sido de lo poco salvado de la quema.

Fallecido Hernández, los hijos continuaron mendigando mercedes al rey, mientras la memoria del protomédico se seguía apagando en la corte. El rey, cada día más misógino y más involucrado en empresas fantásticas, como aquella desdichada armada invencible que lanzara pocos meses después contra Inglaterra, no debió echar mucho de menos a aquel protomédico que le había servido con sumisión, lealtad y abnegación desde su juventud hasta su muerte, y cuya vida había estado a punto de perder muchas veces en la comisión real. Sin embargo, el rey decidió compensar a los herederos. Es casi seguro que el nuevo testamento tenía cláusulas parecidas a las del antiguo donde decía: “Suplico a su majestad que, atento a que tanto tiempo me he ocupado... en su real servicio y tengo una hija donceya, sea servido de les hacer bien y merced”.59

En España, estas últimas voluntades siempre pesaron mucho en el ánimo de aquellos a quienes iban dirigidas, y es probable que el rey, teniendo en cuenta lo razonable de la petición y algo influido por el mensaje de última hora, decidiera otorgar a los herederos una merced de ochocientos ducados, cifra considerable en aquella época, bastante para desmentir a los que aseguran que el rey había perdido el aprecio y la estimación por el protomédico. Estos ducados fueron concedidos más de año y medio después de fallecido Hernández, mediante una cédula fechada el 10 de noviembre de 1588 y en la que se advierte que se otorgan por una sola vez. Lo peregrino de esta merced es la manera de otorgarla. En lugar de disponer que los oficiales de la Hacienda entregaran la cantidad, y acabara el asunto, el estado de las arcas debía ser tan pobre que fue preciso recurrir a una maniobra para conseguir el dinero. El rey envió una cédula, precisamente ese mismo día 10 de noviembre de 1588, al virrey del Perú, que en aquel momento era el marqués de Cañete. En dicha cédula le mandaba vender un oficio de procurador de la Audiencia de esas provincias y que del importe de la venta se le dieran los ochocientos ducados a los herederos del doctor. No obstante lo enrevesado del procedimiento, los herederos podrían haber recibido relativamente pronto el monto de su merced, si no se hubiera cruzado ese genio maléfico que parece actuar en todos los negocios relacionados con Hernández. El virrey dejó de serlo, y aunque esos puestos de procuradores eran bastante codiciados resultó que precisamente éste que nos ocupa tardó bastante tiempo en ser vendido. Por fin, el 12 de mayo de 1591, casi tres años después, el virrey confirmó la venta de dicha procuraduría a un tal Benito de Salvatierra que pagó inmediatamente por ella, en la Ciudad de Lima, trescientos cincuenta mil maravedíes. Pero el dinero no llegó a España; los herederos, probablemente necesitados, recurrieron una y otra vez al rey hasta que éste, siete años después de muerto Hernández, con fecha seis de enero de 1594, envía una nueva cédula al presidente y oidores de la Audiencia Real de Lima, donde hace historia de los hechos y añade: “hasta agora no se les han enviado los dichos ochocientos ducados, y han entendido que están en poder de Gonzalo Fernández de Herrera, vecino de esa ciudad, suplicándome, atento a ello y a su necesidad, mandase que compiliésedes a la persona o personas en cuyo poder estuviesen a que los enviase con toda brevedad, e visto por los de mi Consejo de las Indias fue acordado que debía mandar esta mi cédula, por la cual os mando proveáis que en la primera ocasión se envíen a estos reinos a los herederos del dicho doctor los dichos ochocientos ducados, por su cuenta y riesgo, sin poner en ello impedimento alguno”.60

Ignoramos lo ocurrido después. Si los ducados llegaron o no, es asunto que no trascendió a la historia; la familia de Hernández se desvanece y no volvemos a tener noticias de ninguno de sus descendientes. El hijo no figura entre los médicos de esa época de quienes ha quedado memoria. Quién sabe si, muerto el padre, la familia volvió a sus lugares de origen y se instaló de nuevo en Toledo o en alguna de las fincas de Ajofrín o de la Puebla de Montalbán, donde consta tenían propiedades. El último posible descendiente conocido tal vez sea aquel inspector de la Milicia Nacional de Toledo, llamado don Blas Hernández, que hacia 1830 regaló a las cortes españolas constitucionales el manuscrito latino de las Antigüedades y el Libro de la Conquista que conservaba en su poder.

Con esto acabamos todo lo que sobre la vida del protomédico Francisco Hernández hemos podido saber y en parte adivinar o suponer, a través de los pocos documentos verídicos de su vida que se han conservado hasta hoy. De la misma manera que escribimos al terminar la primera etapa española de su vida, pensamos que, si bien esta biografía no es todo lo detallada ni completa que hubiera sido de desear, en cambio creemos que resulta suficiente para obtener un panorama de la vida del protomédico capaz de permitirnos apreciar lo que fue su trayectoria de humanista estudioso, aventurero audaz y explorador peregrino de la entonces ignota y espléndida naturaleza mexicana. En capítulos sucesivos veremos todavía algunos aspectos de la figura de Hernández que no han cabido en la simple relación de su vida y trataremos de presentar la extraordinaria fuerza con que su obra ha sabido mantenerse incólume hasta el día de hoy, sirviendo, a través de peripecias y aventuras sin cuento, de fuente primordial de conocimiento e inspiración a todo el que ha querido acercarse a estudiar la naturaleza de América.


Convento de Texcoco (Méx.)


Interior del convento de Acolman (Méx.)


Convento de Acolman (Méx.)


Interior del convento de Acolman (Méx.)


Interior del Hospital Real de Indios de México


Dibujo indígena del siglo XVI mostrando el Hospital Real de Indios


El barrio de Santiago de Madrid a fines del siglo XVI






53 Del Paso y Troncoso, en su obra Papeles de Nueva España (Madrid, 1905), tomo IV, pág. 39, en nota a pie de página, dice tener compilados algunos documentos sobre Hernández que piensa publicar; solamente cita dos de los que ha reunido: uno, las Instrucciones de Felipe II al darle el título de protomédico; el otro, El inventario de los libros de hierbas que vinieron de las Indias y se entregaron al Dr. Nardo Antonio. Sin fecha.

54 Sobre la localización y demás datos de este documento véase Germán Somolinos d’Ardois, “La partida de defunción del Dr. Francisco Hernández”, Ciencia, México, 1951, vol. XI, págs. 50-51.

55 Noticia del descubrimiento e impresión de los mss. de Historia Natural de Nueva España del Doctor Francisco Hernández, En la Imprenta Real, 1790. Esta Noticia que fue publicada en facsímil por nosotros hace algunos años, como apéndice al trabajo “Tras la huella de Francisco Hernández; La Ciencia Novohispana del siglo XVIII, Historia Mexicana vol. IV, 2, n. 14, págs. 174-179, octubre de 1954, aparece anonima, sin embargo consta que fue redactada por Casimiro Gómez Ortega, quien incluso utiliza algunos párrafos de los redactados para el prólogo de la edición matritense de Hernández.

56 Véase: Germán Somolinos d’Ardois, La partida… (ob. cit.).

57 Los datos sobre estos primitivos orígenes de la Hermandad de San Cosme y San Damián, así como los datos posteriores de su constitución y vicisitudes, nos fueron enviadas gentilmente por el Dr. León Martín Granizo, de Madrid, en contestación a una consulta nuestra y pertenecen, según creemos, a una obra sobre este tema que tenía en preparación.

58 La iglesia de Santa Cruz aparece claramente dibujada tanto en el plano de F. de Wit, como en el de Texeira; en los dos, los detalles son muy similares. Respecto a los datos de su historia, son en realidad bastante escasos y ha sido necesario recogerlos a través de historias de Madrid, como las de Gil Dávila, Teatro de las grandezas de la Villa de Madrid (Madrid, 1618), Ramón Gómez de la Serna, Elucidario de Madrid (Madrid, 1931), Elías Tormo, Las iglesias del antiguo Madrid (Madrid, 1927), E. J. Parcerisa y J. M. Quadrado, Recuerdos y bellezas de España (Barcelona, 1848).

59 Testamento, párrafo 12.

60 Cédula real que se conserva en el Archivo de Indias de Sevilla, en Lima 581.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ