a) Madrid, el rey y la corte


MEDIADO el mes de octubre de 1577, Hernández, después de haber dado instrucciones detalladas al alcaide del Alcázar sevillano sobre lo que debía hacerse con sus plantas y semillas, emprendió, desandando el mismo camino que siete años antes había recorrido al iniciar su aventura, el viaje de regreso a la corte. La vuelta, probablemente a lomo de muía o en litera, se efectuó por el camino real que corría entre las ciudades de Sevilla y Madrid cruzando serranías y llanuras jalonadas por ventas, posadas y hospederías donde el viajero descansaba y tomaba refrigerio. La escarpada topografía del suelo español obligaba a los caminos a desviarse para evitar puertos, sin que por ello pudieran soslayarse subidas y bajadas continuas que, en el penoso estado de los caminos, en invierno llenos de lodos y en verano cubiertos con una espesa capa de polvo, hacían interminables las jornadas. No menos de quince días eran necesarios para recorrer el camino entre las dos ciudades, si el viajero quería ir con una cierta comodidad y sin agotar las cabalgaduras. Dado el precario estado del protomédico es de suponer que el viaje debió de transcurrir con cierta calma impuesta por su propia salud.

Era frecuente hacer las jornadas pasando por Toledo. De si el protomédico lo hizo así no ha quedado constancia, pero es muy probable que en su retorno pasara por esa población, que tantos recuerdos tenía para él, y donde debería reunirse con sus hijas internadas en el Convento de San Juan de la Penitencia. Dos días más de viaje, una noche en Illescas y se llegaba a Madrid, centro geográfico de España y político de un imperio tan extenso, tan heterogéneo y tan complejo, que si geográficamente justificaba la frase de que en los territorios españoles nunca se ponía el sol, políticamente también explicaba el desbarajuste administrativo de unos gobernantes que no podían conocer y menos comprender la mayor parte del territorio que dirigían. A Hernández le agradaba Madrid. Precisamente, en su equipaje llevaba la traducción del Plinio donde, comentando el capítulo dedicado a España, había escrito su opinión sobre la entonces corte de España. Dice así: “Su asiento es en lugar descubierto al norte y visitado de muy sanos y frescos ayres que tiemplan el calor del estío y purifican en todos tiempos el cielo de todo lo que podría ser dañoso, a par de el ryo llamado Guadarrama que casi por sus haldas, sin ser a sus gentes en un pelo enfermo o dañoso, corre. Dícese estar cercado de fuego y fundado sobre agua, por ser los fundamentos de sus cercas de pedernal y él abundantísimo de fuentes salutíferas y delicadas aguas. Tiene templos y monasterios muy buenos y muchos, y entre ellos dos famosos, por haber sido fundados el uno, que es San Francisco, por el mismo santo, y Santo Domingo el Real del bienaventurado Santo Domingo. Es de hasta 7 000 casas de las cuales son muchas magníficas y sumptuosas y adornadas de grandes y espaciosos jardines, y la principal entre todas la real, que es una de las mejores del mundo siendo no sólo capaz de la magestad del rey Philippe II, nuestro señor, y de su real prosapia y familia... No quiero referir otros superbos edificios, huertas y arboledas que tiene a la redonda de sí, con que el rey nuestro señor lo ha ennoblecido. Como otras muchas partes de Hespaña, hasse con edificios no inferiores a los que el pueblo romano levantaba en tiempos de su próspera fortuna y felicidad. Sólo baste que por su lustre y grande conmodidad se reposa en ella, lo más del tiempo, la corte, con tanto deleyte y contento de todos, quanto ella le da, principalmente no agotándose de cosa de quan- tas son necesarias para pasar abundante y sabrosamente la vida.”1

Ojalá pudiera llegar a gozar de esa vida sabrosa que, con tanto contento y deleite, afirma que llevan los madrileños de la corte. Sin embargo, las noticias que por otros caminos tenemos del Madrid donde Hernández había llegado para recibir el premio de sus trabajos, no son tan optimistas ni halagüeñas. Los viajeros contemporáneos que escriben sobre la corte española la pintan como ciudad alegre, refugio de galanes, bellas damas y aventureros, que, sin oficio ni beneficio conocido, deambulan por la Calle Mayor, cruzan la Puerta del Sol, ombligo de la ciudad y de España, y recalan al caer la tarde en el aristocrático paseo vespertino del Prado. Todos, es verdad, alaban sus aires secos, sutiles y sanos. El primitivo nombre árabe de la ciudad no quiere decir otra cosa que lugar ventoso. El agua era abundante y las fuentes surgían por doquier. Sin embargo era la ciudad más maloliente del mundo, las casas no tenían letrinas y por las calles corrían en arroyos las basuras y los detritus más inmundos.2

Si bien es verdad que había casas suntuosas, también es cierto que la mayor parte eran de adobe y de una sola planta. El rey había impuesto una gabela sobre todos los segundos pisos de la capital. Contribución extraña que obligaba al propietario a entregar al rey, para uso de sus dependientes y empleados, todas las segundas plantas de las casas edificadas. El propietario podía comprar a la corona su propia casa. Con ello quedaba libre del compromiso, pero en realidad eran pocos los que lo hacían por el excesivo precio que ponía la administración real a esos departamentos sobre los que tenía derecho y gracias a los cuales podía alojar, sin demasiadas dificultades, a la enorme masa de servidores y visitantes oficiales que continuamente afluían a los negocios de la corte.

Hernández, a partir de esos meses finales de 1577, se convirtió en vecino de Madrid. El hombre que había recorrido media España y medio mundo, al volver de su aventura americana queda anclado en un puerto seguro. La corte le acoge nuevamente; ahora ya no es el impetuoso médico que busca fortuna y fama, los años y las calamidades le han quebrado la salud y Madrid se convertirá en su asilo. Desde su retorno hasta el final de sus días, Hernández habitará en el corazón de España. Probablemente recibió alojamiento en uno de esos pisos altos que el rey había reservado en todas las casas para vivienda de sus servidores. Desgraciadamente no sabemos la calle en que se encontraba la casa que le fue asignada, pero podemos, en cambio, afirmar que estaba en la parroquia de Santiago, si tenemos en cuenta que allí vivía cuando pocos meses después hace testamento. La parroquia de Santiago, entonces regida por una vieja iglesia, que mandó demoler José Bonaparte a principios del siglo pasado, pero que podemos conocer gracias al mapa de Texeira, era una de las parroquias más pequeñas de Madrid, contigua a la de San Juan, también muy reducida y las dos muy próximas al palacio real, razón por la cual, ambas parroquias estaban en gran parte ocupadas por dependientes palatinos.

Ahora bien, si Hernández había cambiado durante esos siete años de ausencia, la corte también había sufrido modificaciones. El ambiente y la psicología cortesana que había encontrado Hernández cuando, hacia 1563, se relacionó con el rey y sus colaboradores, y dejado al embarcar en 1570, era todavía lo que pudiéramos llamar un ambiente de corte toledana. Sin embargo, con el traslado a Madrid, no sólo se modificó la localización de la corte, sino que también hubo un cambio psicológico en el ambiente. Aumentó el poder central, la corte se amplió y tuvo más movimiento que en la estrecha Toledo, cambiaron los intereses de la gente que rodeaba al monarca y hasta cambiaron estas personas en su mayor parte. Hubo durante ese tiempo en el ambiente cortesano un algo misterioso, que envolvía los hechos y las personas, y que alguien ha descrito como influencias inconscientes infiltradas de suavidad loyolesca.3 Sea lo que fuere, la realidad es que, de la España abandonada por Hernández en el transcurso del año 1570 a la España que se encuentra a su regreso, hacia fines de 1577, hay diferencias notables. Se nota que ha habido cambio de ambiente, de libertades y de fisonomía. El mismo equilibrio de las órdenes religiosas, que ya describimos considerándolas como fuerzas políticas, está desplazado. Unas y otras suben y caen en la conquista de los puestos prominentes. Son los años de preponderancia política de Antonio Pérez, la figura de apariencia secundaria, que tan sutilmente ha estudiado Marañón en fecha reciente, y que tanto influyó en ese inaparente pero perceptible cambio ambiental.

El mismo rey se encuentra cambiado. Ha envejecido prematuramente; un escrito anónimo de 1577 nos dice que “sus cabellos rubios comienzan a blanquear”,4 la gota (sigamos, con la tradición, culpando a esa vaga enfermedad de todas las lacerías reales) aparecía periódicamente y, además, unos terribles dolores de cabeza no le permiten descansar.5 Sufre molestias de estómago que parecen acentuarse con determinadas comidas, por lo que nos cuenta el mismo escrito anónimo: “no toma ni frutas ni pescados, nutriéndose solamente de alimentos muy sustanciosos”. Durante estos años, Felipe, que en su juventud se mofaba de los médicos, se ha convertido en un paciente y resignado enfermo, cuyo temperamento melancólico se marca cada vez con mayor intensidad en la creciente tendencia de recogerse en la soledad.

La política española del momento estaba muy enrevesada y pasaba por crisis delicadas; ese año de 1578 es pródigo en acontecimientos importantes. Los asuntos de Flandes distraían la atención del rey y absorbían su tiempo. La gran intriga para conseguir el trono de Portugal estaba ya en movimiento, esperando solamente el momento oportuno, que llegó en agosto, para desencadenarse a fondo. La propia cámara real era un semillero de enredos, odios y desavenencias entre los componentes del propio grupo de colaboradores reales más directos, creándose conflictos entre ellos, que explotaron públicamente con la muerte de Escobedo. Antonio Pérez, el ministro más inmoral, actuaba de modo que en ocasiones causaba gran inquietud a Felipe II. Es el año en que muere D. Juan de Austria y año también en que el rey recibe el hijo que será su heredero.

Por todo lo que acabamos de apuntar más arriba pensamos que la llegaba de Hernández a España ocurre en un momento bastante desfavorable para que el rey pudiese recibirlo con toda la atención y la calma que merecía. Es muy posible que la visita a su majestad no pudiera celebrarse con la premura que el protomédico deseaba. Felipe II, durante esos últimos meses del año 1577 y los primeros de 1578, hace viajes con mucha frecuencia a su refugio de El Escorial, a punto de darse por terminado. Probablemente buscaba dentro de sus espesos muros paz para su espíritu en continua contradicción. El drama interno de Felipe II no es ninguna novedad. Hombre débil, de espíritu delicado, incapaz de violencias y resoluciones prontas, que por motivo de su posición tiene que enfrentarse continuamente a situaciones que exijen, en su resolución, la energía y la decisión de un gobernante ejecutivo capaz de mantener con todo vigor y sin prejuicios doctrinales la rectoría del Imperio.6

Con el rey en El Escorial y la salud quebrantada de Hernández, resultaría probablemente difícil establecer un contacto directo entre ambos que, de haberse efectuado, era también difícil hubiese sido con toda la calma que un negocio como éste precisaba. Es indudable que en la audiencia real el protomédico quería enseñar al rey lo que había hecho, mostrarle y explicarle sus libros, sus dibujos, las curiosidades que traía y los mapas a medio acabar que le había dado Domínguez. Esta era la satisfacción espiritual del viaje; la alabanza regia compensaba de los trabajos sufridos y la vanidad de Hernández quedaba colmada. Pero era necesario también tratar de la parte práctica de la expedición; esos libros y esos dibujos se habían hecho para algo más que enseñarlos al rey. Era indispensable mandarlos imprimir para que la obra, tantas veces comparada con la que escribiera Aristóteles por orden del emperador Alejandro el Magno, fuese admiración del mundo y pudieran utilizarla los estudiosos. Sin este paso final, la expedición no hubiera tenido objeto y, entonces, el tiempo y el enorme gasto hubieran sido perdidos. Es más, quedaba aún el punto de la recompensa, que, si bien se solicitaba humildemente en los documentos, sabemos que también se discutía y regateaba en la práctica.

Todo eso no podía tratarse en una sola visita; se precisaban nuevas reuniones que probablemente el rey, apurado de tiempo, con asuntos graves que resolver y problemas internos hasta en su propio gabinete, difícilmente podía conceder.

Es indudable que, dado el interés que el rey tenía puesto en todo lo que Hernández había hecho, la entrevista con el protomédico hubo de celebrarse tan pronto como este último llegó a Madrid. Sabemos que el rey tenía siempre tiempo para los pequeños problemas y para ocuparse de todos los detalles de lo que pasaba en su reino, y el resultado de este viaje le había interesado lo suficiente para suponer que deseaba conocer directamente lo que allí se había realizado. Es casi seguro que Hernández fue bien recibido por el rey. Ahora bien, la impresión que se saca de los pocos datos que sobre este momento de la vida de Hernández tenemos es que la acogida real fue amable, pero sin demasiado calor.

Fuera que los problemas grandes del momento absorbieran la atención real o fuera que las muchas preocupaciones impidieran al rey ocuparse de asuntos secundarios, el hecho que se trasluce o se adivina de los pocos datos que tenemos hace pensar que, cuando llegó el momento tan ansiado por Hernández de enfrentarse al rey y poner sus libros y dibujos sobre la mesa real, la atención y el interés del rey por aquella obra era muy distinta de lo que había sido cuando ocho años antes estuvo redactando minuciosamente las instrucciones de lo que debía de hacerse. La obra plació al rey, y los maravillosos originales donde estaban “todos los animales y plantas que se ha podido ver en las Indias Occidentales, en sus mismos nativos colores. El mismo color que el árbol y la yerba tiene, en rayz, tronco, ramas, hojas, flores, frutos. El que tiene el caymán, el araña, la culebra, la serpiente, el conejo, el perro y el peze con sus escamas; las hermosísimas plumas de tantas diferencias de aues; los pies y el pico y aun los mismos talles, colores y vestidos de los hombres, y los hornatos de sus galas y de sus fiestas y la manera de sus corros y bayles y sacrificios, cosa que tiene sumo deleyte y variedad en mirarse”,7 fueron recogidos por el rey y depositados en su Consejo probablemente en espera de una solución definitiva sobre cómo, cuándo y dónde habían de imprimirse.

Hernández, enfermo, pasó a terminar de envejecer en las antesalas de palacio donde tantos otros pasaban su vida, con frecuencia en vano, pidiendo la real gracia de una merced, una recompensa o simplemente un poco de pan.

Han dicho con frecuencia algunos autores que Hernández, al retornar a su patria, encontró perdida la gracia real. Esto nos parece falso o tal vez mal interpretado. La pérdida de la gracia o del favor real era un grave problema para cualquier cortesano de la época de Felipe II, de tal importancia que con frecuencia llegaba a costar la vida del alejado de la corte. Este favor se perdía por hechos o dichos que molestaban al rey y se acompañaba casi siempre de destierros, en los cuales, aunque el desterrado pudiera llevar vida holgada, el verdadero castigo era la pesadumbre de la lejanía y de la pérdida de aquella gracia “tan maravillosa cuando se tenía, tan atroz cuando se había perdido”.8

En el caso de Hernández no hay un solo indicio que permita hablar de una pérdida del favor real. Es verdad que en esta época se queja y se siente desamparado, pero no es un problema de caída en desgracia. Para nosotros, Hernández, como ya venimos apuntando, sufre en esta época las consecuencias de lo que pudiéramos llamar olvido o desinterés. Durante su ausencia han cambiado los intereses reales; han cambiado las personas que rodean al rey; los amigos de Hernández, como Ovando y Montano, han muerto o están lejos. Se ha complicado el mecanismo de la corte y la obra que, cuando fue encargada al protomédico , era esperada con ilusión, al recibirla de manos de un hombre que había perdido el brío y el vigor para defenderla, es vista con indiferencia.






1 Plinio, libro III, cap. III, f. 265 r. También en Primeros borradores, vol. I, f. 114 r.

2 Son muchos los viajeros y cronistas que describen Madrid en esos años finales del siglo XVI y en los primeros del XVII. No todos son imparciales ni verídicos; sin embargo, para llegar a tener una idea aproximada de lo que era la corte en aquellos momentos basta examinar los planos contemporáneos, como el de Witt, de fines del siglo XVI, o el de Texeira, algo posterior, 1656, así como las descripciones de los viajeros y diplomáticos que recorrieron la península en aquellos años.

3 G. Marañón, Antonio Pérez (Buenos Aires, 1947).

4 La descripción del rey, en ese año de 1577, aparece en un manuscrito anónimo fechado en dicho año, que recoge L. P. Gachard en su obra Relations des ambassadeurs veinitiens sur Charles Quint et Philippe II, Bruselas, 1856.

5 Marañón, con esa perspicacia médico histórica que tan innegablemente posee, duda mucho del diagnósticoclásico de gota y escribe “A estos embates de fuera, hay que añadir que en este mismo año (1568) sufrió su primer ataque de gota; de gota o de la enfermedad articular y ulcerosa que le atormentó hasta su muerte, contribuyendo a su depresión. Cada vez soy menos amigo de los diagnósticos retrospectivos por razones que en otra parte he expuesto y que la experiencia no hace más que reforzar; pero sin querer se piensa en una infección que entonces andaba suelta en Europa y que él pudo adquirir heredada de Carlos V. Padeció éste los mismos males que Felipe: depresiones y dolores articulares y además otros de cabeza, tan intensos que sus médicos le aconsejaron que llevara la cabeza rapada, de donde surgió esa moda entre los caballeros de la corte. Con esta hipótesis se explican la serie inacabable de abortos de sus mujeres; la gran erupción que sufrió doña Isabel de Valois en la luna de miel; la anosmia que Felipe padeció desde joven; el aspecto envejecido, prematuramente desdentado y con los labios siempre resquebrajados, que se percibe en los retratos y con que le describe Guido de Volterra; y aquella espantosa podredumbre de su cuerpo, de arriba a abajo llagado y supurante, de sus últimos días. Todo ello es difícil de explicar por la simple gota.” Este párrafo aparece acompañado de una nota donde recalca lo de la anosmia al decir: “No se ha llamado la atención sobre la anosmia de Felipe II que conocemos por Antonio Pérez: ‘Felipe II mi amo, nunca olió ni conoció diferencia de olores.’ Gracias a esta falta de olfato debió sufrir mucho menos que los que le rodeaban en los días terribles de su última enfermedad, en que hasta uno de sus médicos se desvaneció por el hedor de la regia alcoba.” De aceptarse esta hipótesis, nada despreciable, Felipe II habría sido uno más de los muchos príncipes de la época cuya salud estuvo minada por la entonces floreciente lues.

Tampoco es desdeñable el hecho, frecuentemente comprobado, de que muchos de estos enfermos de gota fueran, en realidad, enfermos vasculares, con procesos endoarteríticos y trastornos tróficos de las extremidades por riego defectuoso.

6 Un estudio de conjunto de la vida de Felipe II, fácilmente asequible y donde todos estos problemas se pueden encontrar tratados con amplitud y detalle, junto con cierta imparcialidad, no obstante la nacionalidad y el matiz religioso del autor, es en el libro de W. T. Walsh, Felipe II (Madrid, 1943).

7 Fray José de Sigüenza, Historia de la orden de San de Gerónimo (Madrid, 1605), pág. 590 del tomo II de la reedición de Bailly Baillière (Madrid, 1907).

8 El problema de la pérdida de la grada real está tratado con frecuencia en la tan citada obra de Marañón, Antonio Pérez, donde relata incluso el hecho de que la pesadumbre de su pérdida hizo morir a un hombre tan íntegro como Rodrigo Vázquez de Arce, el juez retratado por el Greco, quien al verse destituido murió de pena. Respecto al problema, en su conjunto, creemos que es suficiente copiar las propias palabras de Marañón para dar una idea cabal de lo que ello representaba: “Aun cuando se ha hablado mucho de esto, el lector actual de la historia de aquellos siglos no se da cuenta suficiente de lo que era la gracia del rey y de lo que la lucha por poseerla y conservarla, o la desdicha de perderla, influía en la vida política de la nación. El monarca, entonces, no era sólo un señor absoluto de vidas y haciendas como lo puede ser un dictador de hoy, sino un señor absoluto de vidas y haciendas al que no se podía discutir ni siquiera desde el fondo recóndito de la conciencia; porque su omnipoder era no ya legítimo, sino sagrado, como debido al designio de Dios. Había, pues, que ganar su gracia como la de Dios mismo; y si se perdía, no había nada que hacer, fuera de resignarse. La misma injusticia regia se aceptaba con la conformidad con que se acepta lo que nos parece injusto si viene de Dios. El mayor castigo para un cortesano era el destierro, aunque éste en sí no fuera duro, aunque sólo consistiera en vivir en su propia casa; ya que significaba el no disfrutar de la presencia real; casi como el réprobo, sumido en el infierno, se duele más que de los tormentos materiales infinitos, de la ausencia de Dios. No era, por ello, raro que varones formados en los campos de batalla o en la soledad austera del estudio, al perder la gracia real murieran de pesadumbre. Y todo esto explica que el poseerla era el verdadero objetivo de la política de aquellos hombres; y que cada uno de ellos fuera capaz de todo, desde luego de renunciar a sus convicciones en política extranjera o interior, con tal de no perderla.” (Antonio Pérez, tomo I, pág. 36.)

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ