10. MAYOR PATRIARCALISMO Y DESCENTRALIZACIÓN QUE EN LA METRÓPOLI


Mucho tiempo costó montar y acoplar los rodajes de la máquina gubernamental en la Nueva España. Apenas a mediados de siglo quedaban sólidamente colocados los últimos resortes de ese mecanismo, los más bajos, o sea los corregidores y alcaldes mayores, y aun transcurriría bastante tiempo antes de que se hubiese llegado a delimitar y ajustar la competencia de los principales magistrados y cuerpos políticos. Sólo en las postrimerías de la centuria estaría ya muy asentado el régimen gubernativo de la colonia; régimen que, por cierto, ofrecería caracteres peculiares, es decir, diferentes de los que distinguían a los regímenes de los reinos peninsulares.

En la Nueva España fue más acentuada la índole patriarcal del absolutismo español a consecuencia de la estrecha tutela que la Corona ejerció sobre los indios; y fue además, en la Nueva España, menor el rigor del absolutismo y mayor la descentralización política y administrativa; debiéndose aquello a la lejanía del poder central y al deficiente conocimiento que la Corte tenía de la realidad indiana; y esto, a la enorme extensión de los territorios y a la dificultad de las comunicaciones: la insuficiente información y la imposibilidad de consulta rápida obligaron a los monarcas a dejar mayor libertad de decisión y ordenación a las autoridades coloniales, mientras que las invencibles distancias restaron eficacia a los mandatos y a la fiscalización de los órganos centrales. A causa de los expresados factores fueron mucho mayores las facultades discrecionales de las autoridades americanas que las de sus similares metropolitanas. En las órdenes dadas a los virreyes aparecerán frecuentemente frases como éstas: “proveeréis como viéreis que más convenga”; “como persona que tenéis la cosa presente, proveeréis lo que mejor convenga a nuestro servicio”.

Tuvo la Nueva España como órganos de gobierno un virrey, una audiencia (Nueva Galicia poseyó audiencia propia), varios gobernadores e infinidad de alcaldes mayores o corregidores.

El virrey era el astro mayor del sistema gubernativo. Las leyes de Indias le dieron la categoría de representante de la persona real, y efectivamente eso fue en primer lugar: encarnación y representación de la majestad, la cual se manifestaba en el ceremonial, la corte y la guardia; marcándose sólo la diferencia con el monarca en el uso del palio reservado a éste, aunque se paseara también bajo él al virrey en los recibimientos, a pesar de expresa prohibición legal.

Por razón de cargo, el virrey era jefe de todas las grandes secciones del aparato gubernativo colonial. De la militar, como capitán general; de la política y administrativa, como gobernador del reino; de la judicial, como presidente de la audiencia; de la espiritual o religiosa, como vicepatrono de la Iglesia, y de la fiscal, como superintendente de la real hacienda. Pero sus funciones más específicas, las que ejercía en toda su plenitud y extensión, fueron las militares y las político-administrativas; pues, por lo que toca a las demás, sólo se le atribuía una intervención muy limitada, correspondiendo casi todas ellas, respectivamente, a la audiencia, al arzobispo y los obispos, y a la junta superior de hacienda y oficiales reales.

En la magistratura virreinal novohispana se reflejaron dos rasgos de la suprema institución a que representaba: la condición de centro o cabeza de todos los poderes y el patriarcalismo. Lo primero daba al virrey la posibilidad, y le adjudicaba el deber de intervenir en todo o de estar atento a todo. De ser cumplidor o celoso, no le quedaban al primer magistrado de la colonia muchos momentos de respiro. Por eso decía don Martín Enríquez que si bien en la Península se juzgaba que el oficio de virrey era en la Nueva España muy descansado y que en tierras nuevas no debía haber mucho a que acudir, a él le había desengañado de esto la experiencia y el trabajo que había tenido, pues hallaba que acá sólo el virrey era dueño de todas las cosas que allá estaban repartidas entre muchos, y sólo él había de tener el cuidado que cada uno debía tener en su propio oficio. El patriarcalismo constituía la cabeza de la colonia en la obligación de escuchar a todos los pretendientes a algo, a recibir las más variadas solicitudes de ayuda o protección, a dirimir los pleitos y diferencias entre instituciones y entre familias o personas…; pues nadie se daba por satisfecho hasta que su aspiración, su necesidad, su agravio, o lo que fuese, no eran conocidos y resueltos por aquel jefe. El mismo virrey citado antes, Martín Enríquez, manifestaba en las instrucciones a su sucesor en el cargo, que no había chico ni grande, ni individuo de cualquier estado o condición, que supiese acudir a otro sino a él en toda suerte de negocios, porque hasta los enojos y niñerías que pasaban entre algunos en sus casas les parecía que no tendrían buen suceso sino daban cuenta de ello al delegado del monarca: él había visto que la tierra pedía esto y que el virrey tenía que ser el padre de todos.

Entre los poderes gubernativos del supremo jerarca novohispano destacaban los de reglamentación de la vida colonial conforme a la ley o a falta de ella. Fueron importantísimos estos poderes a causa del poco desarrollo de la legislación central, que sólo contenía por lo regular normas muy generales, y de las grandes lagunas que en ella había. Los virreyes suplieron la doble carencia de normas mediantes las ordenanzas emitidas en virtud de sus facultades reglamentarias. Y tales ordenanzas virreinales constituyen quizá la mayor parte de la legislación colonial; y asimismo la base principal de las disposiciones reales, pues la mayoría de éstas no son otra cosa que ratificación o corroboración de normas dictadas por los virreyes. En la Nueva España casi toda la reglamentación de la vida social y económica —trabajo, minas, ganadería, tributo de los indios, etc., etc.— es obra de los virreyes, que a veces, por participar la audiencia en ella, se manifiesta bajo la forma de autos acordados.

Las facultades graciosas de los virreyes novohispanos fueron bastante extensas, a lo menos en un principio, y se contaron sin duda entre las facultades más apreciadas de aquellos jerarcas por la influencia social que les proporcionaban y por el bienestar y riqueza que mediante ellas creaban; pues las mercedes les sirvieron para atraerse a poderosos que no se contentaban con lo que tenían, premiar a los leales y celosos, nivelar las desigualdades creadas por las circunstancias entre los conquistadores o sus descendientes, proporcionar algunos recursos a los pobladores españoles, a los caciques o a los pueblos de indios, ayudar a instituciones culturales religiosas y humanitarias, y a huérfanos y viudas... De un plumazo, los virreyes podían cambiar completamente el destino de una persona, sacándola de la oscuridad o la penuria. Las mercedes que concedían eran de muy diversa índole: de dinero (en quitas y vacaciones, a los conquistadores y sus descendientes), de aguas, de tierras, etc.; pero las más importantes y frecuentes, las que entre todas constituyeron la gran mayoría, fueron las de tierra: caballerías (para la agricultura), sitios o estancias (para la ganadería), solares, huertas, corrales, sitios para ventas, molinos, batanes, ingenios de moler metales, caleras...

La limitación más molesta para los virreyes mexicanos fue, como en otras partes, la revisión posible de los actos de su peculiar competencia, los gubernativos, por la audiencia. Hay que tener presente que estos actos eran de muy variada índole, comprendiendo desde las disposiciones generales de gobierno —decretos y ordenanzas— hasta las resoluciones y mandatos particulares con que los virreyes respondían a peticiones o reclamaciones de personas en relación con el cumplimiento de provisiones reales o prescripciones, órdenes, etc., virreinales. De modo que si los particulares eran animados por la oposición de la audiencia a la política del virrey, oposición que se traducía en la abundancia de fallos favorables a los agraviados, la gestión de aquella autoridad tenía que ser paralizada u obstaculizada por la continua interferencia del alto tribunal. Así ocurrió, por ejemplo, durante el mandato de Velasco, el Viejo, quien se quejaba al rey de que la comisión que le fue conferida para el gobierno de la tierra era tan limitada y subalternada a la audiencia, que había dado lugar no sólo a la inobservancia de lo por él mandado en cumplimiento de las órdenes reales, sino a atrevimientos en general y particular, tanto “en apelar de las provisiones y no las obedecer del todo”, como en enemistarlo con la república de españoles. De la situación que producía tal traba de las facultades virreinales se hacían eco el P. Bustamante y otros religiosos franciscanos en carta al rey, de 20 de octubre de 1552, en la que manifestaban haber entonces gran confusión en la tierra, así entre los indios y españoles, como entre el virrey y la audiencia, porque él, como jefe de la colonia, quería proveer lo que mejor convenía a la utilidad y buen gobierno del país, y la audiencia por vía de apelación deshacía lo que aquél mandaba y disponía; de lo cual se seguía que los negocios no tenían buena expedición; y además, que la persona del virrey, representante de la del monarca, perdía gran parte de autoridad.

La limitación de los poderes del virrey por la acción judicial de la audiencia y por la intervención de ésta en muchos de los actos virreinales, trajo como consecuencia el enfrentamiento de aquella autoridad y este cuerpo. Las disposiciones reales recomendaban la mayor armonía e inteligencia entre el virrey y los oidores. En las visitas y ordenanzas de las audiencias —decía Mendoza a su sucesor— los monarcas ninguna cosa encargan tanto como la conformidad entre el presidente y oidores, y los oidores entre sí. “Esto he yo hecho cuanto a mí ha sido posible; de esto aviso a V. S. tenga especial cuidado. Pero las relaciones entre el virrey y los oidores como cuerpo fueron, por lo general, tirantes. Los oidores pudieron culpar de esto a los virreyes, muchos de los cuales propendieron a extender sus facultades en detrimento de las de la audiencia, e incurrieron en extralimitaciones y desafueros que el organismo garantizador del derecho estaba obligado a cortar. Los virreyes, a su vez, pudieron atribuir la desarmonía a los oidores, que, juntos, conspiraban siempre que tenían ocasión a disminuir los respetos y facultades del virrey y a ampliar las suyas con pretensiones extravagantes.

La pugna sorda y subterránea entre dichas autoridades, reflejada en mil incidentes menudos que en su mayoría pasan desapercibidos, fue el pan nuestro de cada día en los tiempos coloniales. Los choques trascienden bastante a menudo al público, y no es raro que lo conmuevan, dando lugar a hablillas, discusiones e incluso a la formación de bandos, que alteran no poco la tranquila vida de la capital. Y de tarde en tarde, provocan verdaderas guerras, cruentas o incruentas. Las colisiones graves no pasaron de los primeros tiempos de la colonia, quizá porque los virreyes, según vimos (IIBl), llevaron en ellas la peor parte, lo cual les haría luego ser más cautos en sus relaciones con la audiencia.

En definitiva, como el poder de los representantes del rey tenía muchos límites y en gran medida era compartido por altos organismos, la autoridad y el prestigio de los virreyes dependió, más que de sus facultades, de su moderación en el ejercicio de las mismas y de su tacto y habilidad para evitar los choques o conflictos con la audiencia y los jefes de la Iglesia, y para granjearse el amor o la estimación de los gobernados. Cualquier intento que un virrey hiciera para romper, en beneficio propio, el equilibrio de poderes —gubernativo, judicial y eclesiástico— existente, es decir, para tratar de hacer efectiva su condición engañosa de alter ego del rey, dominando a los demás poderes, estaba condenado al fracaso, por ser contrario a la voluntad expresa de los monarcas, que privaron a su “reflejo” americano de su propio carácter absoluto, y por no ser grato a los gobernados, a quienes no se les podía escapar que el equilibrio del poder constituía una garantía contra los excesos de las principales autoridades.

Dentro del sistema estatal de los Austrias españoles, las audiencias eran tribunales regionales superiores —intermedios entre los jueces locales y los concejos— para lo civil y lo criminal. Pero las audiencias americanas fueron más que esto; extendieron sus facultades a otros campos, reservados en España a los consejos: fueron, como ya indicamos, tribunales administrativos, pues conocían, a petición de parte, de las resoluciones gubernativas de los virreyes; y fueron también gobernadoras de sus distritos en los interregnos, es decir, cuando, faltando el virrey por muerte u otro motivo, no había sido designado sustituto por el monarca.

Por otra parte, las audiencias tuvieron una señalada intervención en el gobierno, bien como consejo del virrey, bien como organismo encargado de realizar ciertos actos de naturaleza gubernativa. Como consejo del virrey, según expusimos antes, la audiencia constituía un cuerpo especial denominado acuerdo. El grado de la intervención del acuerdo en el gobierno y la administración dependió de los virreyes. Unos hubo que no acudieron al acuerdo más que para consultarle, según ordenaba la ley, casos arduos e importantes; mientras que hubo otros que recurrieron a él para casi todo, teniéndole más que como consejo como órgano asociado al gobierno.

Ciertas provincias dependientes de la Nueva España —Yucatán, Nueva Vizcaya, Nuevo León y Nuevo México— fueron regidas por gobernadores, magistrados que estaban investidos de poderes semejantes a los del virrey, aunque sólo en lo político y administrativo. También tuvieron gobernadores algunas ciudades novohispanas, como Veracruz y Tlaxcala, pero estos magistrados sólo en el nombre se diferenciaron de los alcaldes mayores o corregidores.

Las alcaldías mayores fueron establecidas en la Nueva España, al igual que en la antigua, para la administración de justicia en las comarcas que dependían del rey. Poco después de la conquista había alcaldes mayores en Veracruz, Panuco, Coatzacoalcos, Zacatula, Huatulco, Puerto de la Navidad, Colima, Taxco, etc. En 1530 el monarca ordenó a la audiencia que pusiese corregidores en los pueblos de indios dependientes de la Corona, y veinte años después extendió la jurisdicción de estos funcionarios a los pueblos encomendados y declaró comprendidos en ella lo mismo a los indígenas que a los españoles. Pero además de estos corregimientos, que al ser introducidos se denominaron de indios, fueron establecidos otros con el mismo designio que en la Península, es decir, el gobierno de las ciudades. Y ocurrió que, por no haberse puesto ningún cuidado en mantener la diferencia inicial de estos cargos, se produjo pronto la más completa confusión entre ellos: a fines de siglo tendrán ambos casi idénticas funciones e importancia, sin que se sepa por qué se les dan distintos nombres.

Los corregidores o alcaldes mayores, cuyo número ascendía ya a 155 en el año 1569, eran principalmente jefes gubernativos y jueces superiores de sus distritos. En el cumplimiento de la función gubernativa dependían del virrey. Como justicias, conocían en primera instancia de los asuntos que les estaban directamente atribuidos y en segunda de las apelaciones de sentencias dictadas por los alcaldes ordinarios. De sus fallos cabía recurrir ante la audiencia, cuyas órdenes, autos y resoluciones estaban obligados a ejecutar. Si los corregidores y alcaldes mayores no eran profesionales del derecho, debían tener, para el ejercicio de sus facultades judiciales, un asesor letrado. También se confiaban a dichos magistrados funciones de muy diversa índole, verbigracia: de control, como las visitas, que debían efectuar una vez durante su mandato; fiscales, como la intervención en el cobro del tributo; administrativas, como la construcción y conservación de las obras públicas; de tutela y protección de los indios, etc., etc. En términos generales, cabría decir que eran los agentes del poder central colonial, es decir, del que tenía su sede en la capital del virreinato, para toda clase de funciones atribuidas en dicha capital a órganos muy deferentes —virrey, audiencia, oficiales reales, etc.

Dentro de su distrito, en los diferentes pueblos, salvo en el de su residencia, los corregidores o alcaldes mayores podían poner con licencia de los virreyes delegados suyos, que recibieron la denominación de tenientes de corregidor o de alcalde mayor. Estos oficiales tuvieron una gran importancia en la Nueva España por haber ejercido de hecho los poderes de sus mandantes y haber sido las autoridades que, como tales, más se relacionaron con los indios y las personas humildes.

La intervención que sus funciones daban a los corregidores y alcaldes mayores en la vida indígena era enorme: la recaudación de los tributos, la administración y empleo de los bienes de comunidad, la moral pública y la privada, la contratación, el transporte..., en fin, casi todo, de una manera u otra, en tal o cual de sus aspectos, debía o podía caer bajo su competencia. Esto, de derecho, es decir, conforme a sus facultades legales; porque de hecho, sobre todo cuando eran autoritarios o absorbentes, su intervención se volvía abrumadora, pues trataban de imponer en todo su voluntad, y especialmente de manejar a su antojo los concejos indígenas, de lo cual podían deducir no pocos provechos. Huelga casi sacar como consecuencia de lo dicho que los corregidores y alcaldes mayores cercenaron considerablemente, en la realidad, la autonomía que las leyes concedieron a los concejos indígenas. Mediante su autoridad —siempre temida de los indios— y sus manejos —aprovechando las diferencias y banderías que no faltaban nunca en los pueblos—, supieron aquellos magistrados quitar y poner oficiales de república y hacer aprobar a los cabildos las medidas que les interesaban y sus sugestiones sobre la inversión de los fondos y la colocación de los bienes de comunidad.

Creada con el noble propósito de proteger a los indios, la institución del corregimiento se corrompió pronto, degenerando en fuente de enriquecimiento de individuos favorecidos por personajes o influyentes de la Corte. Dos fueron con el tiempo sus mayores filones: el repartimiento de dinero, animales y objetos a los indios, y el comercio de frutos y toda clase de mercaderías dentro de su jurisdicción; reducibles ambos al trato de todo lo que podía ser objeto de buena colocación fuera o dentro del distrito, al que solían considerar como coto mercantil. A los indios les repartían muías, bueyes, aperos de labranza, semillas o dinero antes de la cosecha, y después de ésta les cobraban en frutos por el doble, el triple o más del valor que tenía en la localidad lo repartido o adelantado; y los frutos así obtenidos los llevaban a vender a los lugares donde producían más, como minas, puertos o ciudades. En la explotación económica de sus distritos eran sostenidos o ayudados generalmente por comerciantes adinerados (aviadores), de quienes recibían en préstamo el dinero o los artículos, o con quienes se unían en compañía o sociedad mercantil.

Por debajo de los alcaldes mayores o corregidores se hallaban los cabildos, cuerpos o corporaciones que regían y administraban las ciudades y villas españolas y los pueblos indígenas. Una composición idéntica a la de los peninsulares tuvieron los cabildos españoles novohispanos. Como a éstos, integrábanlos las dos grandes ramas de la gestión pública concejil: la justicia y el regimiento —o la administración—, cuyos respectivos magistrados eran los alcaldes ordinarios y los regidores. Al declinar el XVI, la autonomía de los cabildos novohispanos se había reducido mucho, pues los más de sus miembros, los regidores, eran nombrados por el monarca, las autoridades reales intervenían en sus deliberaciones y elecciones, y sus acuerdos más importantes debían ser aprobados por los virreyes.

Aprovechando las varias formas en que cabía dirigirse al monarca, o sea las súplicas, peticiones, quejas e informaciones, los cabildos hispanos de México lograron influir de manera muy acusada en el gobierno durante las primeras décadas de la colonia. Cuando el asunto objeto de aquéllas interesaba vehementemente a todos los vecinos españoles, reuníanse procuradores de los cabildos más importantes para adoptar las resoluciones —capítulos— que debían ser elevados al soberano y para designar, si procedía, los representantes encargados de entregarlas y de realizar las oportunas gestiones en la corte. Interesantísima, entre esas juntas de procuradores, fue la celebrada el año 1560 en la ciudad de México; a ella asistieron, además de representantes de los cabildos, voceros de los conquistadores, pobladores, comerciantes y mineros. Casi todos los privilegios concedidos por el rey a los colonos españoles fueron solicitados, en nombre de la tierra, por juntas de procuradores.

Los cabildos indígenas tuvieron una composición algo variada. Sus principales miembros fueron el gobernador, los alcaldes ordinarios, los regidores y el alguacil mayor; ellos integraban normalmente el verdadero cabildo. Pero al mismo tiempo que éstos eran elegidos en casi todos los pueblos indígenas ciertos funcionarios de dicho cuerpo, a saber, los mayordomos, los escribanos y los alguaciles de doctrina, algunos de los cuales probablemente formaron parte del cabildo en los pequeños concejos. En Toluca y otros lugares, los tequitlatos eran elegidos al hacerse la renovación anual de las magistraturas concejiles.

La variada composición de los concejos indígenas se reflejó en la forma de repartir los cargos entre los grupos, o lo que es lo mismo, en las maneras de atribuir la elección de los cargos a dichos grupos. Si, como en Tlaxcala, había en el concejo varias cabeceras, el nombramiento de gobernador debía recaer sucesivamente, por rotación, en cada una de ellas. Si, como en Toluca, había varias parcialidades (tres: la de los otomíes, la de los matlatzincas y la de los mexicanos), cada una de ellas designaba un alcalde y dos regidores. Si, como en Zinapécuaro, había una cabecera (el mismo Zinapécuaro) y otro pueblo importante (Acámbaro), la primera elegía un alcalde y la mitad de los regidores y el segundo otro alcalde y la otra mitad de los regidores. Ofrecemos estos pocos casos como ejemplos, pues la distribución de los cargos entre los grupos, a fin de igualar su representación, fue fenómeno general en el sector indígena.

En la elección de los miembros del cabildo indígena no se siguió por lo general la forma española, de la designación por el mismo cuerpo, sino formas muy diversas, en cuyo establecimiento debieron tener gran intervención la costumbre indígena y las respuestas de los virreyes a las peticiones de los gobernantes, la nobleza y el común de los pueblos indígenas. A dos grandes grupos —dentro de los cuales existen infinidad de variedades— cabe reducir las múltiples formas empleadas: uno, el de la elección restringida, por concederse el derecho activo o el pasivo de sufragio, o los dos, sólo a determinadas personas, los nobles (caciques y principales), los gobernantes (los antiguos y los actuales, o sólo los actuales, esto es, el cabildo, como en los pueblos españoles), los ancianos (solos, o con los nobles o los gobernantes), un número reducido de macehuales junto con los nobles, los gobernantes o los ancianos; y otro, el de la elección amplia, por concederse aquel derecho en sus dos aspectos a todos los vecinos. Forma electoral muy curiosa fue la de dos pueblos de la región de Cuernavaca, San Agustín Tonacatepec y Santo Tomás Tetelilla, en los cuales todos los vecinos elegían al gobernador y éste nombraba los alcaldes y demás oficiales de república. En conjunto, adviértese que en los pueblos grandes dominaba la forma aristocrática —la elección por grupos reducidos— y en los pequeños, la democrática.

Las elecciones debían ser aprobadas por el gobernador, corregidor o alcalde mayor del distrito; su confirmación competía al virrey. A los corregidores o alcaldes mayores y a los doctrineros se les prohibía mezclarse en las elecciones, salvo en el caso de recibir comisión del virrey para estar presentes en los comicios al objeto de evitar desórdenes. Sin embargo, así los unos como los otros intervinieron sin orden superior en las elecciones tan a menudo que el ramo de Indios del Archivo General de la Nación está lleno de mandamientos de los virreyes a aquellas autoridades civiles y religiosas para que dejasen a los indios hacer libremente sus elecciones.

En los cabildos indígenas, las funciones se distribuyeron de la misma manera aproximadamente que en los cabildos de los pueblos españoles en que había corregidor o alcalde mayor: al gobernador correspondieron, como al corregidor, funciones de gobierno y judiciales, y la presidencia del cabildo; a los alcaldes, funciones judiciales; a los regidores, funciones administrativas —de limpieza, ornato, mercados, etc.—·, a los alguaciles, funciones de policía; y a los mayordomos, funciones económicas —velar por los fondos públicos, llevar las cuentas, etc. Los cabildos de pueblos importantes tuvieron infinidad de empleados: los escribanos, los alguaciles especiales (para los tianguis, por ejemplo), los fiscales de doctrina (uno por cada cien indios), los tequitlatos (en relación con los tributos y cargas, pero utilizados también para otros menesteres; uno por cada cien indios), los capitanes mandones, o simplemente mandones (para el servicio personal; uno por cada cien indios), los músicos y cantores (para la iglesia y las fiestas públicas), y hasta los relojeros.

Aunque revestidas de la forma de organización española, las comunidades indígenas siguieron en parte muchas de sus costumbres, lo cual se aprecia grosso modo en las distintas y a veces raras modalidades de elección; en el régimen y administración de los bienes comunes; en los oficios dispuestos para obligar al común a cumplir sus deberes (los tequitlatos y los mandones); en los modos de aplicar la justicia, etc., etc. Sólo el estudio detallado de las instituciones políticas prehispánicas, que todavía falta, podrá dilucidar seriamente la cuestión de qué elementos tomaron y aportaron los indígenas al recibir su nuevo régimen local de manos de los españoles.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ