8. LA VICTORIA DEL TRABAJO FORZOSO


El problema del aprovechamiento de la mano de obra indígena por los españoles entró en crisis pocos años antes de que Felipe II heredara el trono. Habíase resuelto a raíz de la conquista mediante la encomienda, que daba derecho a exigir servicios de los indios; pero como los encomenderos abusaron de esta facultad, la Corona se la fue reduciendo y terminó por retirársela completamente en 1549. Peor momento no pudo haber escogido el Emperador, pues por entonces comenzaba la era de la plata en la Nueva España y la necesidad de brazos para las labores mineras se volvió más imperiosa que nunca, De la grey española brotó un clamor casi general de protesta, al que se unieron algunos de los religiosos impugnadores del servicio personal prestado a los encomenderos. Argumentaron así los hispano-mexicanos: ¿iba a perderse por falta de brazos tan enorme riqueza apenas desflorada, que convertiría a la Nueva España en país prosperísimo y a los Césares hispanos en los monarcas más poderosos del mundo?; y si los oriundos de España eran pocos y reacios a emplearse en bajos menesteres, ¿quiénes, fuera de los indios, numerosos y paupérrimos, podían suministrar la mano de obra necesaria no sólo para la minería, sino también para otras empresas económicas exigidas por el progreso material de la colonia? Bien sabían peninsulares y criollos que los naturales, pequeños labradores en su inmensa mayoría, no se prestarían a trabajar por un jornal; pero puesto que sus raquíticas parcelas sólo exigían breves jornadas de labor al año y se pasaban lo más de él holgando, creían no ser contrario a la equidad que se les forzase a dar algunos días de servicio pagado, aduciendo al efecto que, sobre no causarles perjuicio en sus intereses, se les rendía el beneficio directo de la percepción de un salario y el indirecto del aumento general de la riqueza.

De nuevo la Riqueza y el Poder pesaron más que la Justicia. Carlos, comprensivo para quienes creando riqueza engrosaban su poder, resolvió el caso en favor de los empresarios españoles, y en instrucciones que envió al virrey don Luis de Velasco para autorizarle a repartir indios con destino a las minas, haciendas, ingenios, etc., vertió estas contradictorias palabras: “se les dará a entender (a los indios) que son libres, vasallos de su majestad y no esclavos ni sujetos a servidumbre alguna..., pero que tengan entendido que han de trabajar para su sustentación y que no ha de quedar a su voluntad, sino que si no quisieren trabajar, que sepan que han de ser compelidos a ello, pagándoseles”.

Al poner en práctica las órdenes del Emperador, los virreyes que dependieron de Felipe II crearon el procedimiento más equitativo posible para el reparto del servicio forzoso: distribuyeron toda la carga del trabajo necesario entre todos los indios, de manera que a cada uno de éstos correspondiera aproximadamente la misma parte de aquella carga. Para la prestación del trabajo se recurrió al sistema de turno —a la tanda o rueda, como se le llamó—, señalándose la proporción del 4 por 100 para lo más del año (la sencilla) y el 10 por 100 para la época del deshierbe y la siega (la dobla). El 4 por 100 suponía anualmente para cada indio tres semanas de trabajo, las cuales, en virtud del turno, estaban separadas por espacios iguales; así pues, cada indio venía a dar una semana de labor cada cuatro meses.

Con ser equitativa la distribución del servicio personal, y además de remunerado, relativamente pequeño el trabajo que imponía, no por eso dejó de irrogar grandes perjuicios a los indios. Como mayores señálanse los abusos a que dio lugar por parte de cuantos, con autoridad o sin ella, intervenían en su reparto o participaban en su disfrute, y las perturbaciones que ocasionó en la familia indígena. La separación temporal de los esposos ocasionada por él produjo muchas separaciones definitivas, pues los indios de reparto, sobre todo en las minas y en las poblaciones, solían contraer nuevos lazos o aficionarse a la vida viciosa de los centros urbanos o ser atraídos por los altos salarios de las explotaciones mineras, y se quedaban como trabajadores ordinarios en los lugares donde prestaban el servicio obligatorio. Precisamente por los efectos disolventes que producía en la familia indígena consideráronlo muchos religiosos como un verdadero azote de la sociedad colonial y pidieron con dramática insistencia su abolición al monarca.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ