6. LA MERMA DE LA POBLACIÓN INDÍGENA Y LA HETEROGENEIDAD ÉTNICA


Para la población de la Nueva España es decisiva la segunda mitad del xvi, pues durante ella se estabiliza el número de los habitantes indígenas tras un abrupto descenso; se agudiza la heterogeneidad racial al crecer la masa humana de origen africano y desarrollarse el mestizaje; y se echan las bases definitivas de la distribución y agrupación de los diferentes núcleos de población con el afirmado de los asentamientos urbanos y rurales españoles y el emprendimiento de una política tendiente a mantener separada a la población indígena y a reunir a la que andaba dispersa.

Escasísimos eran los blancos, negros y mestizos en la Nueva España cuando la regía Felipe II; todavía los indios constituían casi toda su población. Un cálculo hecho para el año 1570 cifra en 3.500,000 los habitantes de la colonia, y hace ascender a 30,000 el número de españoles y a 25,000 el de negros y mestizos; el resto, 3.445,000, era la cantidad que correspondía a la población indígena. (En las postrimerías de la dominación hispana los blancos y los mestizos, en conjunto, se acercaban a la cifra alcanzada por los indios: 3.700,000 sumaban éstos, y 3.100,000 aquéllos).

Al declinar el siglo XVI la población indígena había sufrido una gran merma, estimada en un millón de individuos aproximadamente, mientras que los habitantes blancos debieron subir a cerca de 100,000, los mestizos a otro tanto y los negros y mulatos a unos 30,000. Siguió en pie, sin embargo, la diferencia abrumadora. El nivel a que cae entonces la población indígena será el más bajo de la época colonial; desde ese momento comenzará a remontarse e irá ascendiendo lentamente, aunque con altibajos, hasta rebasar en 1810 los tres millones y medio que se dice sumaba en 1570.

La relativa simplicidad del conjunto étnico inicial —blancos e indios— se desvaneció pronto; convirtióse en extrema complejidad a partir del momento en que negros, mestizos, mulatos y lobos empezaron a abundar. Fuertes preocupaciones causa a las autoridades desde mediados de siglo la entrada en escena de esos nuevos contingentes raciales, que venían a complicar los problemas de la colonia con su diferente idiosincrasia y personalidad. No hay virrey de estos tiempos que no albergue aquellas preocupaciones ni deje de pregonar el temor que le produce el susodicho aumento: Mendoza, Velasco el Viejo, Martín Enríquez... Concuerdan todos en que se trata de gente mal inclinada, difícil de sujetar y de la que cabía esperar las mayores maldades. La cuestión era ciertamente peliaguda para quienes entonces la encaraban, pues tenían que habérselas con una legión de gente desarraigada o sin asideros familiares o sociales que reclamaba un tratamiento especial. Nunca se lograría, debido a ello, ajustar o acomodar enteramente a este elemento de la población colonial; sus rebeldías esporádicas y sus numerosos y continuos desbordamientos dan fe de lo mal que encajaba en las hormas en que se le metió.

A la distribución de la población sobre el ámbito novohispano contribuyó mucho la diversidad de razas: los españoles agrupáronse principalmente en los grandes centros urbanos, por ellos y para ellos creados —México, Veracruz, Guadalajara, Puebla, Oaxaca, etc.—, mientras que los indios siguieron enclavados en sus antiguas comunidades —Texcoco, Cholula, Tlaxcala, Tlaxiaco, Yanhuitlán, etc. Quedarán divididos, por consiguiente, los pueblos de la Nueva España en pueblos de indios y pueblos de españoles, cada grupo con organización y régimen legal peculiares. A los otros componentes de la población —negros, mulatos, mestizos y castas— no les dejaron la ley ni sus propias posibilidades otra solución que la de vivir en torno de los españoles, bien en las ciudades o bien en las minas o las haciendas agrícolas y ganaderas.

Para reforzar y mantener esa separación de los indígenas y los otros grupos raciales, la Corona dispuso que en los pueblos y reducciones de indios no pudiesen vivir blancos, negros, mulatos o mestizos; y en la misma colonia se forjó la norma que privaba a los naturales del derecho a residir en los pueblos de españoles, permitiéndoles sólo establecerse a su vera o proximidad en barrios especiales. Dentro del casco de la ciudad española no pudieron vivir más que los indios artesanos que tenían tienda y los criados o naborí os que estuviesen alojados en la casa de sus amos. Todos los indios que venían a la ciudad a vender víveres, trabajar, etc., debían retirarse a los barrios indígenas en cuanto declinaba el día.

Frustró la realidad, como en otros muchos casos, los propósitos de la Corona. A pesar de las reiteradas medidas de ésta, los españoles se fueron introduciendo paulatinamente en los pueblos indígenas y junto con ellos los negros y las diversas clases de mestizos. Necesidades económicas —el ejercicio de la agricultura, la ganadería y el comercio— justificaron la penetración. A fines de siglo había ya grupos considerables de españoles en Texcoco, Cholula, Toluca, Tlaxcala y otros pueblos indígenas importantes. Lo mismo ocurrió, y también por interés de los hispanos que no podían pasar sin el servicio de los naturales, con la norma prohibitiva del establecimiento de indios en pueblos españoles. Sin embargo, no se alteró por ello fundamentalmente la composición y el régimen de las poblaciones pertenecientes a cada grupo étnico. La transformación sólo ocurriría mucho más tarde, al concluir la época colonial, y únicamente afectaría a las grandes ciudades indígenas.

Entre las consecuencias más trascendentales de la dominación española hay que contar el acomodamiento de la población indígena a las exigencias y solicitaciones de la colonización hispana, acomodamiento del que resultó con el tiempo una distribución de los naturales sobre el territorio mexicano muy distinta de la prehispánica. Dos factores contribuyeron principalmente a ella: uno fue la actividad económica de los españoles, que produjo la concentración de numerosos obreros indígenas en las minas, las haciendas ganaderas y agrícolas, y los obrajes e industrias de las ciudades; y otro la concentración o reducción de los indios diseminados.

Ojeada especial merecen las congregaciones indígenas, y ello no sólo por lo que supusieron para la colonia sino también por lo claramente que reflejan la personalidad felipense los métodos adoptados para llevarlas a cabo. La congregación de los indios o su reducción a pueblos fue ya punto principal de la política indigenista de la Corona en el período insular. En México recomendáronla pronto los religiosos como el medio más adecuado para cristianizar y civilizar (a la manera europea, se entiende) a los muchos indios que vivían sueltos o en pequeños grupos, muy alejados o desligados de sus repúblicas. Y como los monarcas vieran cuánto convenía a sus intereses, ya que podía contribuir sobremanera al doble control religioso y civil de los nuevos súbditos, acogiéronla de buen grado. Mas no queriendo imponerla a los indios, dejáronla a su voluntad y encargaron a los religiosos de ganarse ésta mediante la persuasión. Algunas lograron realizarse de tal manera, pero los resultados no podían satisfacer ni a la Corona ni a los religiosos. Así las cosas, Felipe II, quizá después de meditarlo mucho, adoptó en 1591 una de sus terminantes decisiones: el sistema de la congregación voluntaria sería cambiado por el opuesto, de la congregación forzosa y total o en masa.

A las apremiantes excitaciones de aquel monarca para que las congregaciones forzosas se efectuasen a cualquier costo, respondieron los virreyes mexicanos con diferente empeño. Velasco, el Mozo, púsolo grande en el planteamiento y el comienzo de la ejecución. Expidió las oportunas ordenanzas, aplicables a todos los indios dispersos, nombró comisarios especiales para realizar las operaciones de reducción e hizo que éstos empezaran su labor por las comarcas agrestes más cercanas a México, habitadas principalmente por indios otomíes. Pero los frutos cosechados de inmediato —incendios de pueblos, huidas en masa a regiones inhabitadas, suicidios individuales y colectivos, etc.— atenuaron su celo y, deponiendo el rigor inicial, suspendió la obra emprendida e informó al monarca de los grandes inconvenientes que se seguían de la reducción general.

Su sucesor, el conde de Monterrey, que trajo instrucciones del soberano para continuar la empresa sin arredrarse por nada, se consagró de lleno a ella, y no retrocedió efectivamente ante ningún obstáculo, aunque aprovechó las experiencias anteriores para rectificar el procedimiento de ejecución, que en conjunto constituía un plan de modificación social casi sin precedente en la Historia. La gran operación constó de dos partes y se verificó con arreglo a intrucciones precisas y detalladas. En primer lugar se hizo la demarcación de los nuevos pueblos y el señalamiento de sus términos por cien comisarios, quienes debían efectuar la relación geográfica de los lugares —clima, tierras, aguas, productos, etc.—, e informar sobre la conveniencia del terreno elegido para las congregaciones, oyendo a los doctrineros y recogiendo las alegaciones de los indios. Los expedientes resultantes eran elevados al virrey para su aprobación. Recaída ésta, venía la segunda parte, el establecimiento del pueblo-congregación. Para esta fase de la operación fueron nombrados nuevos comisarios, otros cien, a quienes se proveyó de nuevas instrucciones. Conforme a ellas, los comisarios debían proceder: al trazado del pueblo, señalando sus calles y plazas, y en ésta los lugares para la iglesia, el cabildo, la cárcel y la casa de comunidad; al reparto de los solares para casas y huertas de los habitantes; a la distribución de las tierras de labranza y a la fijación de las de comunidad y los pastizales; a la organización de las cuadrillas de indios que se ocuparían de los trabajos, etc. Además, y para evitar el desmoronamiento de las reducciones, ordenó el conde de Monterrey que las justicias apresasen y devolviesen a sus pueblos a los congregados que los abandonasen, y que una vez edificadas las casas de la nueva población fuesen quemadas las antiguas habitaciones de los reducidos. El mismo virrey dirigió la empresa, y aun la ejecución en algunos lugares, o envió allí donde ofrecía mayores dificultades personas de su confianza, con las que sostenía frecuente correspondencia. No admitió causa dilatoria alguna y ordenó a los comisarios ejecutores que no suspendieran la congregación aun cuando contra ella fuesen alegados por los indios o los doctrineros motivos que les parecieren justos.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ