4. DOS MANANTIALES DE LA RIQUEZA CANALIZADOS HACIA LA METRÓPOLI


Por el traslado a Ultramar del sistema gremial y ordenancista dominante en la Península, quedaron desde los orígenes tan petrificados la industria y el comercio de las colonias como lo estaban en la Metrópoli, donde esas ramas de la economía apenas podían moverse ni respirar dentro de las tapias que por todas partes y hasta cualquier altura las cercaban. Mediante reglamentación estaba todo fijado: quiénes, dónde, cuándo y cómo podían ejercer las profesiones artesanales o mercantiles, cuáles habían de ser los materiales, el peso, la medida, calidad y forma de los productos industriales, y a qué precio debía venderse cada uno de éstos y cada una de las mercancías. Para dar tan copiosa y rígida reglamentación y vigilar su cumplimiento estaban los gremios, los cabildos y los monarcas. Lo que uno de ellos dejaba suelto otro lo ataba; lo que no era fiscalizado por los veedores del correspondiente gremio, lo era por los regidores o fieles ejecutores de los concejos, y si no por los funcionarios reales.

Este sistema, heredado del medievo por el absolutismo, fue estrechamente ajustado a otro más general que gobernaba las relaciones económicas de la Metrópoli con las colonias. Respondía el sistema general a un pensamiento básico: los reinos ultramarinos debían ser considerados como organismos económicos complementarios del de su matriz; y así, su función económica en el conjunto quedaba circunscrita a suministrar a España los productos de que ésta carecía y a recibir de ella los artículos que directa o indirectamente pudiera facilitarles; o, en otras palabras, a dar a la Metrópoli lo que ella no producía y a recibir de la Metrópoli lo que ella producía o introducía, absteniéndose, para ello, de producirlo aquí o introducirlo desde aquí. Tal es la sustancia del sistema que por sus caracteres se llamó de monopolio y prohibicionista: de monopolio porque España manejó de manera exclusiva el comercio con los países americanos; y prohibicionista porque España no permitió a sus colonias ultramarinas producir artículos que pudiesen competir con los que le convenía enviarles. Con este régimen se imponían sacrificios, en beneficio de España, a los países que ella estaba creando en América. Sacrificios, por cierto, que no serían objetables en un orden colonial, caracterizado en todos tiempos y en todas partes precisamente por eso: por lo que hoy se llama crudamente explotación económica. Pero sí eran objetables en el caso de España, cuyos monarcas habían declarado que la Nueva España, el Perú, etc., eran reinos, y los habitantes de éstos súbditos de la Corona castellana. Pues si eran partes como las otras de un mismo Estado, ¿por qué se las trataba como dominios o colonias de reinos que debían ser sus iguales? No había, por tanto, correspondencia entre lo legalmente declarado y lo realmente practicado. Tal situación ha dado lugar a una larga polémica que aún no termina. Y durará eternamente, porque nunca se extinguirá esa especie de humanas avestruces que, hundiendo su cabeza en los textos legales, se ponen a salvo de las, para ellas, incómodas y perturbadoras realidades.

En la Nueva España, esos dos grandes rodajes de la economía —el interior y el de la relación con la Metrópoli— quedaron completamente colocados y engranados durante la época de Felipe II.

Para asegurar el monopolio y evitar fraudes a la Hacienda, fue tendido un solo puente marítimo a través del Atlántico que tenía como extremos Veracruz y Cádiz, únicos puertos permitidos para la salida y entrada de las naves. Cerca de Cádiz, en Sevilla, se hallaba el centro o despacho general de todo el comercio con América, la célebre Casa de Contratación, puntual registro y aduana de cuanto entraba hacia España y salía hacia las Indias. La máxima centralización y el más estrecho control fueron alcanzados entre 1564 y 1566 cuando se agrupó a todos los buques en una sola expedición anual, custodiada por navíos de guerra. Al llegar al Caribe se separaban las dos grandes secciones de esa expedición: la destinada a Veracruz, o la flota, y la destinada a Portobelo, o los galeones, cuyo cargamento, después de atravesar por tierra el Istmo de Panamá, seguía por mar hasta el Perú. El regreso lo hacían también juntas y en forma parecida. De igual modo se procedió con el comercio entre México y el Oriente, establecido regularmente a fines de siglo: un solo navío, “el galeón de Filipinas” o “la nao de la China”, que de ambas maneras se le llamó, iba y venía todos los años, arribando y zarpando aquí del puerto de Acapulco.

La concentración y localización del tráfico comercial y marítimo trajeron como consecuencia el manejo casi absoluto del comercio entre la Metrópoli y la Nueva España por consorcios mercantiles de las ciudades de Sevilla y México. Concentraba en la antigua Hispalis el primero de dichos consorcios los artículos que solía demandar el comercio novohispano y con ellos atiborraba la flota, en la que también venían representantes del poderoso grupo hispalense para entrar en tratos con el consorcio mexicano, tratos que terminaban generalmente con la adquisición por éste de la mejor y mayor parte del cargamento. Una vez en sus manos el envío europeo, quedaba a los grandes mercaderes capitalinos la tarea de distribuirlo por toda la Nueva España. Los dos consorcios simplificaban indudablemente el comercio entre la Península y México, pero encarecían considerablemente las mercancías, ya muy castigadas por los impuestos reales y los gastos de acarreo por mar y tierra. Podían decir los del grupo sevillano que gracias a ellos, en su mayoría importadores extranjeros, llegaban a la lejana colonia los ricos y lujosos tejidos fabricados en Italia, Francia y Flandes que lucía la aristocracia novohispana en fiestas, visitas, y paseos; y podían aducir los del grupo novohispano que sin sus grandes y expeditos caudales no hubiera sido hacedero introducir de un golpe tan inmenso número de barriles de vino, vasijas o pellejos de aceite, fardos de telas, etc., ni irlo distribuyendo todo poco a poco entre pequeños comerciantes que pagaban, si acaso, mal y tarde.

Lógico era que, actuando como corazón del tráfico mercantil con la Metrópoli, la ciudad de México se fuera convirtiendo en un emporio comercial. A la sombra del gran comercio floreció el ^pequeño, y al lado de ambos prosperaron las diferentes artesanías, muchas de las cuales eran más bien negocios mixtos, industriales y mercantiles, pues tenían tiendas para el despacho de sus productos. Esta a la vez opulenta y extensa actividad mercantil dio, en lo económico, a la capital de la colonia una fisonomía muy fenicia. Ya la tenía a fines del siglo xvi, cuando, por constarle a la Corona cuán importante era ese nuevo emporio surgido en sus reinos, concedió a los comerciantes mexicanos —los de la capital, se entiende— el privilegio de formar un consulado, privilegio del que gozaban sólo en Castilla las ciudades de Bilbao, Burgos y Sevilla. Esa importancia se acrecería antes que terminase el siglo con un nuevo monopolio, el del comercio con Filipinas, que le brindó también la Corona en la bandeja de plata de otro monopolio suyo.

Como el comercio era entonces el principal imán del dinero, los grandes mercaderes de la capital novohispana acumularon en sus arcas mucha parte del numerario de la colonia, y aprovechando esta circunstancia y el amplio crédito que por sus cuantiosos capitales gozaban, añadieron a su función propia la de banqueros, con lo cual no hacían sino repetir lo ocurrido desde hacía dos siglos o más en Europa. A partir de ese momento, todos los que precisan dinero contante y sonante para alguna empresa o urgencia dirigirán la vista a los opulentos mercaderes de la ciudad de México. También se lanzarán en seguida, realizando otra función de capitalistas, a las inversiones, a la colocación de dinero en empresas no mercantiles, principalmente en las mineras, uniéndose a otros mediante el contrato de sociedad o compañía. Por todos estos motivos hubo ya a fines del XVI en la capital novohispana algunos pulpos financieros que extendían sus tentáculos por todo el territorio y tenían agarrados en sus ventosas a infinidad de empresas y personas. Contadísimos criollos hubo entre los poderosos mercaderes capitalinos. El consulado, o gremio de los mercaderes como dijimos, estaba constituido casi exclusivamente por vascos y montañeses, y hasta tal punto lo dominaban que entre ellos se repartían alternativamente los cargos directivos.

El prohibicionismo, compañero inseparable del monopolio en el sistema que gobernó las relaciones económicas entre la Metrópoli y sus colonias, afectó a dos sectores de las posibilidades productoras de la Nueva España: al agrícola y al industrial. Al primero, porque impidió el cultivo del olivo y de la vid, plantas que crecían bien en algunas regiones de México; al segundo, porque redujo considerablemente la expansión de la industria textil, circunscribiéndola a la fabricación de paños burdos u ordinarios. Con aquella medida trató España de asegurar una salida a dos de sus principales artículos de explotación, el vino y el aceite, que abundaban en la Península y que tenían aquí muchos consumidores entre las clases acomodadas. Con la otra medida, menos justificable, pues España producía pocas telas finas, quisieron los monarcas hispanos reservar a la Metrópoli los beneficios que implicaba la reexportación de los tejidos europeos, géneros de gran demanda en Ultramar, cuyos habitantes, aun los humildes, eran muy dados a la ostentación y al lujo.

Dentro de los marcos puestos por el régimen español, la industria y el comercio novohispanos habían alcanzado ya un alto grado de desarrollo al declinar el siglo xvi. Dos frondosas ramas tuvo aquélla: la gremial y la capitalista. En el taller, que regenteaba un maestro, a cuyas órdenes trabajaban oficiales y aprendices, tuvieron su asiento la mayoría de las industrias: la platería, orfebrería, herrería, bonetería, etc., etc.; y sólo unas pocas se fincaron sobre la fábrica u oficina, propiedad de una persona —patrón o dueño— o de una compañía, formada en general por pocos individuos, y cuyos operarios libres eran jornaleros, es decir, personas que recibían un salario fijado por días o semanas. En esta clase de industria, capitalista por la forma de relación entre el dueño y el trabajador, habría que incluir el obraje —o fábrica de tejidos—, el trapiche —o fábrica de azúcar— y las llamadas en la época colonial oficinas —o fábricas de mantecas, tocinos, jamones, cecinas, etc. La más importante de estas fábricas fue sin duda el obraje, que abundó en las regiones laneras. Como lugar de muchos y grandes obrajes tenía ya fama Tlaxcala a fines de la centuria; en los escritos contemporáneos suele citarse con elogio el de Huamantla, verdadera colmena humana que necesitaba hasta un pastor espiritual propio. En la mayor parte de las fábricas, y singularmente en los trapiches, fueron bastante utilizados los esclavos negros, de cuya mezcla con los indios protestaron frecuentemente los religiosos.

La cría de la seda, industria que los españoles introdujeron poco después de la conquista, alcanzó cierto auge en la época de Felipe II, principalmente en la Mixteca, pero se apagó casi por completo años antes de que concluyera dicha época. Tan abrupto declinar se atribuye a la abundante importación de sedas chinas que siguió a la apertura del tráfico mercantil con el Oriente. Es muy probable que los productos del naciente arte no pudieran resistir, según se afirma, la competencia de los de una industria antiquísima; mas quizá otros factores, como la transformación de la encomienda y el poco provecho que la cría de los gusanos reportaba a los indios, hayan intervenido también en la extinción de una actividad económica iniciada bajo los mejores auspicios.

Los indígenas pudieron mantener a flote sus industrias familiares y caseras: la fabricación de objetos de barro y loza ordinaria, la de petates, mecates, etc., etc. Debióse ello a que fue exigüísima la concurrencia de los españoles en tan amplio campo industrial. Los pocos perjuicios que estos pudieron causar a los indios con el ejercicio de algunas industrias populares hispanas, verbigracia, la cordelería, alpargatería, y locería, resultaron mucho más que compensados con el enorme consumo que los peninsulares y los criollos hicieron de aquellas producciones industriales indígenas. Si por este lado salió bien librada la industria autóctona, no corrió la misma suerte por el lado de las antiguas artesanías, barridas algunas, la orfebrería entre ellas, por las de procedencia peninsular, dentro de las cuales se incrustaron como pudieron sus precarísimos restos.

Como sucedió con tantos otros aspectos de la actividad humana, el comercio interior quedó escindido en dos grandes sectores: el español y el indígena. A los peninsulares y criollos se les reservó, aunque no plenamente, el trato de las mercancías europeas, y a los indios se les dejó el de los productos y frutos del país. En manos de la aristocracia mercantil capitalina estuvo, como dijimos, el tráfico y distribución de los artículos europeos, es decir, el comercio en gran escala de estos efectos. El comercio minorista de los mismos productos en las ciudades y pueblos importantes fue también monopolizado por los españoles.

Fuera de estas lindes quedaba el espacio mercantil dejado a los naturales; espacio que abarcaba, por un lado, los frutos y productos del país, que los indios podían vender en cualquier parte, y, por otro lado, las mercancías de procedencia europea, que, en reducidas cantidades, podían los indígenas vender en los mercados y pueblos pequeños. Documentos de mediados y fines de siglo muestran que los indígenas se aplicaron muy activamente al comercio minorista entre los pueblos de sus comunidades, e incluso, por lo que se refiere a los artículos del país, entre los pueblos indígenas y los españoles; y revelan asimismo dichos documentos que los naturales seguían reciamente asidos a sus tradiciones mercantiles y conservaban sus rutas y géneros de comercio. Testimonios hay de que los mercaderes indígenas de Cholula, México, Tlaltelolco, Azcapotzalco, Huaquechula y Yanhuitlán llegaban todavía en sus andanzas mercantiles hasta Tabasco, Chiapas y Guatemala.

Los tianguis o mercados indígenas adquirieron una nueva importancia en este trecho temporal de la dominación hispana. A la esencial función mercantil que tenían en los grupos autóctonos, unieron la no menos esencial de centros de aprovisionamiento de los pueblos españoles; pues conscientes las autoridades coloniales de la utilidad que el tianguis tenía para el establecimiento de estos núcleos de población, hacia ellos lo canalizaron, y así figuró entre las primeras cosas que procuraban introducir o establecer las villas españolas una vez fundadas. Por consiguiente, los tianguis jugaron en la Nueva España el importante papel que en la Península desempeñaban los mercados locales.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ