1. MONARCA


a. Su carácter burgués

La personalidad de Felipe II fue en casi todo opuesta a la de su padre, el Emperador; y si a éste, por las características de su personalidad, podría denominársele el Rey Caballero, a aquél, por las de la suya, cabría llamarlo el Rey Burgués. ¿Será quizá porque nos encontramos ante representantes de dos mundos, el medioeval, que agoniza y muere con Carlos, y el moderno, que se afirma con Felipe, mundos a los que suele darse como símbolos humanos, respectivamente, el noble o caballero y el burgués o ciudadano? Así es en parte, sin duda. Felipe II resulta a todas luces un monarca más a tono con su tiempo que Carlos V, evidentemente bastante desplazado del suyo. Pero algo más hay, quizá mucho más, que sale a la superficie cuando se remueve el fondo de la compleja psiquis felipense; algo muy propio del individuo, que lo empuja o lleva hacia cierta manera de ser, y que en Felipe fue precisamente la manera de ser que en nuestros días llamamos burguesa.

Muy patentes son las muestras del carácter burgués de Felipe. Gustóle, ante todo, la vida tranquila, sedentaria y sencilla: sintió más bien aversión por la guerra, disgustáronle las aventuras, rehuyó todo lo que pudo los viajes y prefirió a cualesquiera otros placeres los hogareños, la contemplación de la naturaleza y el estudio de las ciencias. No le atrajeron nada la nobleza ni el boato, ni tampoco los alardes de la fantasía y la imaginación. Del Estado, sedújole la parte laboriosa, lo que tiene de empresa, esto es, la organización y la administración; dígase lo que quiera, ni la alta gestión política ni la dirección bélica fueron materias de su predilección; de ahí, en parte, debió provenir su preferencia por los hombres oscuros, salidos de las filas de la burguesía o de la nobleza inferior, que se habían destacado, en la burocracia, por su capacidad para el trabajo y su buen sentido, y en las artes y las ciencias, por su ingenio y tenacidad. Fue rígidamente puritano en su idea de la religión, la moral y la justicia; y se aplicó a sí mismo como norma tan severa concepción, cumpliendo meticulosamente sus obligaciones de católico, de padre y de rey.

Del cumplimiento del deber hizo una verdadera religión. Sólo que, como los demás gobernantes de su tiempo, puso los deberes políticos por encima de todos. Por ello, cuando peligraran o pudieran debilitarse sus reinos, es decir, cuando actuaba la razón de Estado”, tenía que parecerle lícito el sacrificio o la supeditación de cualesquiera otros deberes. Esto es lo que explica las muchas contradicciones de Don Felipe, las frecuentes resquebrajaduras de su tiesura puritana, que sus apologistas de vía estrecha tratan de justificar, o por lo menos de paliar, éticamente, convirtiendo en pecados veniales o ligeras desviaciones morales o jurídicas los torcidos actos que realizó por “razón de Estado”. El intento de “desmaquivelizar” a Felipe, con el propósito de purificarlo, será siempre frustrado por los hechos de su reinado y sólo contribuirá a dificultar la comprensión de éste.


b. Su personalidad gris, acomplejada e introvertida

Poseyó Felipe II una enorme voluntad, pero su inteligencia fue mediana y tarda; y como su imaginación pecó de pobre, poco pudo brillar en un mundo como el español en que abundaba la gente ingeniosa, despierta e imaginativa. Al contemplar a Felipe de cerca se le descubren cualidades más alemanas que españolas. El empaque hispano que adquiere con el tiempo se lo debe más al ambiente en que vivió y a su consonancia con la austeridad del pueblo castellano, que a la idiosincrasia propia. Frente al Emperador, pleno de inteligencia y de viveza, su hijo tiene que aparecérsenos como un hombre gris, a quien sólo la acerada voluntad y el escrupuloso celo en el cumplimiento del deber, hicieron desempeñar con dignidad su papel de gobernante.

Para un monarca que quería imponerse a todos y dirigir en persona sus reinos, la mediocre dotación intelectual de que había sido provisto por la naturaleza tuvo que producirle grandes traumas psíquicos. Si hubiera vivido entre iguales o abandonado la dirección del reino a personas mejor dotadas que él, quizá hubiera escapado a esas lesiones, por lo menos en el grado que las padeció; pero habiendo ocurrido al revés porque su conciencia del deber se lo imponía, no le quedó otro remedio que sufrirlas: tuvo a la fuerza que forjarse hacia el exterior una personalidad ficticia de superioridad y experimentar por dentro las consecuencias de suplantación tan antinatural. Continuamente flagelado por la superioridad efectiva de sus principales servidores, contrajo ese mal psíquico que hoy denominamos complejo; ¿de qué?; dejemos a los psiquiatras el cuidado de tipificarlo. A producir tal complejo contribuyó quizá no poco el Emperador, quien hizo demasiado ostensible a su hijo, ya mayor, la diferencia que había entre ambos.

¡Es tan notorio ese achaque en Felipe! Su desconfianza y su ingratitud, lindantes con lo morboso, no pueden tener otro origen: casi ninguno de los magnates o personajes que le sirvieron se libra de ellas, ni siquiera los que le eran leales como perros. Pudiera pasar que recelara y pagara mal a Don Juan de Austria —que se hallaba poseído de una ambición paranoica— y al duque de Egmont —a quien los sentimientos nacionalistas pusieron al borde de la traición a su señor—; pero nadie se explicará sin hacer intervenir al referido complejo que procediera lo mismo con un Alba, un Requesens, un Toledo o un Velasco, entre muchos otros. Como tampoco puede tener otro origen esa entrega de su mayor confianza a hombres de poca notoriedad —Vázquez, Espinoza, Antonio Pérez…—, que fingían parecérsele y componían su figura a gusto de él, sabiendo muy bien cuánto le agradaba que ésta fuera semejante pero inferior, en todas proporciones, a la suya.

A dicho complejo uniéronse la inasequibilidad de la magistratura cuasi-divinizada y cierta asociabilidad, bien notoria ya en Felipe desde la juventud, para irlo revertiendo paulatinamente hacia su interior, donde construiría, sobre cimientos místicos, afectivos y racionales, uno de los reductos intrapersonales más impenetrables o herméticos que conoce la humanidad. No, Felipe II no fue típicamente un tímido, como asegura Marañón, sino un introvertido. Ahí está todavía bien enhiesta, para demostrarlo, esa perenne creación suya, a la que quiso trasladar, a fin de perpetuarla, su propia personalidad: el Escorial, que tanto desnuda a su fundador, quien adrede o no convirtió en pétreo monumento su meollo humano; el Escorial, refinada persecución del aislamiento y de la “interiorización”. La mayoría de los apologistas actuales de Felipe —Walsh, Pfandl, etc.—, aduciendo hechos que pueden encontrarse en cualquier vida, tratan de impugnar la introversión que achacan a aquél sus detractores. Como si la introversión fuera mácula o denigrante vicio. No parecen darse cuenta esos buenos abogados del Rey Prudente que con su intento más bien empequeñecen al defendido, pues si en algo raya en lo genial Felipe es justamente en la creación de su abroquelado santuario íntimo.

Todo lo antedicho explica muchas cosas y echa por tierra algunas de las grandes cualidades atribuidas a Felipe II. ¿Dónde está a la luz de ello su prudencia? ¿No se desvanece al saber que era tardo por naturaleza y receloso por el complejo de que estaba poseído? Túvose, en efecto, por prudente lo que era hijo de la lentitud en la deliberación y la decisión, y de la desconfianza en las personas que le aconsejaban y que ejecutaban sus órdenes. Todos los perjuicios imputables a la tardanza y la desconfianza de Felipe pesan más, muchísimo más, en contra de este monarca, que a favor de él todos los beneficios atribuibles verdaderamente a la prudencia. Por las causas susodichas, la voluntad misma del segundo Austria, su mejor prenda natural, tornóse a menudo en defecto: en terquedad o tozudez; tacha ésta que impidió al Rey Prudente desistir y desasirse a tiempo de empresas que no convenía continuar, ocasionando con la ciega obstinación gravísimos e irreparables daños a sus reinos; sin que ello dejara de suscitar, eso sí, la admiración pazguata que arranca la gran empresa imposible en pueblos de delirante altivez, y que tiene como salida, cuando el inevitable fracaso sobreviene, esta olímpica frase de resignación: “Todo se ha perdido, menos el honor”.

¿Pudo un rey así compenetrarse y formar un todo inseparable con el pueblo español, como asegura Pfandl, o ser representante auténtico de España y producto típico de la misma, como cree Merriman? Simplificando mucho las cosas cabría admitir la identificación plena de Felipe con la Nación castellana: en ella enraizó, tomó el continente grave de sus hombres y compartió sus mayores ideales. Pero si el gobernante llegó a acercarse al corazón del pueblo castellano, no así la persona o el hombre. Su natural frío, reservado, suspicaz y más bien mezquino, nada tenía de adecuado para conquistar el afecto de los castellanos, cuyo carácter era muy opuesto al de su rey: cordial, franco y generoso. Por muchos esfuerzos que se hagan, no será posible convertir a Felipe en encarnación del tipo castellano, y menos del español, ni fundir a Castilla con Felipe o viceversa. Por incompatibilidad de caracteres lo rechazarían los castellanos, para quienes, quiérase o no, y poniendo aparte la admiración que le profesen como gobernante, Felipe II será siempre, por lo menos, un personaje sombrío y desapacible. En el aspecto humano, este monarca, cuya sonrisa era una daga —así se dijo precisamente en Castilla y cuyas increpaciones eran rayos —ningún soberano español fulminó con ellas a tantos subordinados—, nunca podrá “caerles” bien a los hispanos.


c. Su espíritu racionalista e ilustrado

Afirma Pfandl que Felipe II, “con toda su vinculación arcaica, con todo su rigorismo religioso, fue uno de los representantes más lúcidos del tipo de hombre racional en todo el siglo XVI”. Afirmación cierta en lo que tiene de esencial; es decir, en la caracterización de Felipe como ser y espíritu racionalista, como persona que vive y se alimenta de la razón, que en ella se recrea, y que con ella guía sus actos y concibe y construye su propio mundo. Aunque en nuestros días autores interesados en “humanizar al Solitario del Escorial exhiben con profusión estampas de la vida familiar y social de este monarca en que la ternura paternal rebosa y la diablura y el desenfado juvenil chispean, no quitan ni una pizca de verdad al antiguo aserto de que Felipe fue persona en que el sentimiento y la imaginación se eclipsaron casi por completo ante la razón. Si aquellos autores nos devuelven al hombre, que otros habían convertido en monstruo, también, probablemente sin proponérselo, destacan más el cogollo racionalista de nuestro personaje al descubrir nuevos perfiles del virtuosismo calculador con que la razón manejó a sus compañeras anímicas desde que, entrado Felipe en la madurez, se convierte en su dueña y señora.

Aunque no fuera más que por las inclinaciones y preferencias de este monarca, su racionalismo quedaría bien probado. Para él, como individuo, lo primero era la observación y el discurso: se acercaba a las cosas, principalmente a las naturales, para pensar sobre ellas; sentía curiosidad por todo lo extraño o exótico y procuraba obtenerlo y buscar quien se lo explicara; reflexionaba continuamente sobre aquello a que se dedicaba, y tanto perseguía y medía mentalmente las causas y los efectos de las cosas y los pros y contras de las soluciones, que aplazaba sin cesar la hora de la decisión. Pudo esto haber contribuido mucho a su “prudencia”, y quién sabe si no sería también causa de sus sopesadas reacciones, de su parsimonioso actuar, de su grave porte y de su concienzuda manera de estudiar cualquiera clase de asuntos, desde los más importantes hasta los más baladíes. Secuela de su racionalismo es su afición a las ciencias, en particular a las naturales y las matemáticas, y su entrega a las empresas ilustradas, afición y entrega que nadie contradice hoy. Los libros de ciencia eran sus mejores compañeros en las pocas horas que le dejaban libres los asuntos públicos, e incluso no le abandonaban cuando iba de camino; y los sabios figuraban casi siempre en su séquito y con ellos solía departir en los momentos de asueto.

Atrajéronle sobremanera las empresas ilustradas; en ellas, a pesar de hallarse en permanente bancarrota, gastó enormes sumas, para entonces, que sustrajo a las fauces siempre abiertas de las necesidades bélicas. Patentízase su pasión por este orden de empresas en el Escorial, cifra y símbolo de todas, que quiso convertir en depósito de las ciencias, drenando hacia él manantiales del saber que existían en Europa y en España. El registro y la estimación de las empresas ilustradas felipenses no han sido hechos aún y serán tareas arduas para quien las acometa, pues las llamas y otros elementos destructores, ensañándose reiteradamente en el salomónico santuario, han borrado gran parte de las huellas dejadas por dichas empresas.

Al conocimiento del país dirigióse una de las principales empresas del rey racionalista. Quiso éste poseer cartas geográficas de los distintos reinos peninsulares y, para trazarlas, contrató los servicios del geómetra Pedro Esquivel y varios agrimensores y delineantes, equipo al que añadió un paisajista y dibujante, el flamenco Antonis van Wyngaerde, para que pintara estampas de las más bellas y típicas ciudades españolas. Complemento de esta empresa fueron las relaciones geográficas, demográficas e históricas que solicitó de los municipios del país mediante un largo y puntualizado cuestionario, y asimismo el censo que mandó levantar en 1574. Casi todos los resultados de tales labores fueron a parar al Monasterio del Escorial, donde aún quedan, como impresionante muestra de ellas, las partes que el fuego respetó. Claro está que ninguna de esas obras pudo ser acabada ni siquiera con la imperfección que los medios técnicos actuales imponían; faltáronle a Felipe tiempo y recursos, y a los encargados de llevarlas a cabo, sobre todo a los magistrados y particulares, el interés y el empeño que el soberano ponía en empresas de esta clase.

La curiosidad y el amor por la naturaleza convirtieron a Felipe en coleccionista casi maniático de plantas y animales: en Aranjuez y el Escorial reuniólos en grandes cantidades, vivos y disecados, y de los que no podía obtener así encargaba pinturas y dibujos. A petición del famoso Andrés Laguna, estableció en Aranjuez un jardín botánico, adonde fueron traídas muchas plantas americanas, y en particular medicinales. Di cese que también tuvo en dicho real sitio una casa de fieras o parque zoológico; quizá no llegara a tanto, es decir, a lo que hoy entendemos por tales establecimientos; pero lo cierto es que juntó allí muchos animales de la Península y exóticos, no faltando entre éstos fieras difíciles de conseguir entonces, como leones, elefantes, rinocerontes, avestruces, garzas africanas, etc.

Otras predilecciones de Felipe, las ciencias exactas y la astronomía, condujéronle a prestar ayuda a sus cultivadores y a interesarse por sus proyectos y estudios. De las exhortaciones que le hizo el arquitecto Juan Herrera, uno de los sabios españoles más próximos a él, deriva la creación en Madrid, el año 1588, de una academia de ciencias exactas. Además de matemáticas, se enseñaron en ella astronomía, cosmografía, náutica y varias ramas de la ingeniería civil y militar, y contó entre sus profesores al mismo Herrera, que la presidió, a Labaña, a Ondériz y a Gregorio. Es fama que el rey alentó y promovió todo cuanto pudo esta institución, a la que dotó del más perfecto instrumental conocido a la sazón en Europa. Consagró también particulares esfuerzos a las investigaciones astronómicas, y singularmente a las que entonces obsesionaban más a la humanidad, esto es, las observaciones de los eclipses: dio órdenes para que éstas se hicieran en todas partes cuando se presentara la ocasión, pero además, en una muy señalada, el eclipse de sol del año 1557, puso en marcha todo un plan sistemático para la captación y estudio del fenómeno girando a sus funcionarios unas largas instrucciones, cuya elaboración encargó al célebre cosmógrafo Juan López de Velasco.

Ciérrase aquí el capítulo de las principales empresas científicas felipenses, para abrir en seguida el de las humanísticas, no menores a sus hermanas en magnitud y trascendencia.

Sobre todas éstas descuellan las de salvamento y recolección de papeles, libros y objetos históricos. Hasta el siglo XVIII no habrá en Europa monarcas que puedan medir estatura con Felipe en cuanto a realizaciones de tal índole concierne. ¿No era ya mucho para entonces la creación de un gran archivo de la Corona, al que fueron a parar documentos que andaban regados por todas partes de España? Diole el monarca como albergue un monumental edificio, el Castillo de Simancas. La cosecha de papeles históricos que en éste almacenó ordenadamente fue inmensa: aparte de los allí acumulados en informes montones desde mucho antes, los concentrados anárquicamente y por toneladas en Valladolid durante el levantamiento de los comuneros. En Simancas, arreglado por Herrera para recibir adecuadamente a tan preciosos y multitudinarios huéspedes, acomodólos amorosamente el archivero mayor del reino, Diego de Ayala, quien consagró la vida a su cuidado y conservación. Como añadido de esta labor cabe considerar la búsqueda e inventario de los manuscritos antiguos que poseían los monasterios del Norte y el Noreste de España, tareas que el soberano cometió al cronista castellano Ambrosio de Morales.

El salvador y asegurador de documentos casi empalidece al lado del coleccionista de libros, y particularmente de escritos raros y antiguos. Maniáticamente los buscó y pacientemente fue poblando con ellos su biblioteca del Escorial, que se convirtió con el tiempo en espléndido y casi sin par depósito de manuscritos, códices e incunables valiosísimos. Diestrísimos sabuesos empleó en la labor de descubrir y cazar presas: a Arias Montano en los Países Bajos; a los cronistas oficiales Ambrosio de Morales y Jerónimo de Zurita en España; a don Diego Guzmán de Silva en Venecia; a Francisco de Alava en París... Recuerdo especial merece la obra del morisco Alonso del Castillo, a quien Felipe confió la rama arábiga de la empresa. Tan bien cumplió su menester este notable bibliógrafo que pronto el Escorial pudo enorgullecerse de poseer una de las colecciones de manuscritos árabes mejores del mundo; el mismo Castillo la catalogó con esmero y el índice que formó fue publicado por el alemán Ottinger en 1668 como parte de su Biblioteca Oriental, impresa en Heidelberg.

La pasión coleccionista del rey huraño se vertió también sobre otros objetos: sobre los instrumentos cosmográficos y geográficos —mapas y cartas, globos terrestres y celestes— y sobre los trofeos de guerra y las armas. Con aquéllos alhajó algunas salas del Escorial, y con éstos formó un verdadero museo en las caballerizas reales, donde aún continúan exhibiéndose, con los acrecimientos de los siglos posteriores, en nuestros días.

Todavía hay que hacer un lugar a ciertas empresas ilustradas de Felipe clasificables como inferiores cuando se las compara con las precedentes; en primer término, a la impresión en Basilea de las obras de San Isidoro de Sevilla y a la preparación y publicación en Amberes de la Políglota Regia bajo el cuidado del eximio Arias Montano; y en segundo término, a la formación de crónicas e historias de los diversos reinos hispanos, en la que ocupó principalmente a Morales, para los de Castilla, y a Zurita, para los de Aragón.

Nótase mucho el menor peso que en la balanza de las dotes de Felipe tuvo la imaginación. Artes y artistas quedaron mucho más atrás en su estimación que las ciencias y sus cultivadores. Verdad es que amó la música y que tuvo en su Corte una de las mejores orquestas de Europa; como también lo es que, por agradarle mucho la pintura, protegió y mantuvo cerca de sí a numerosos artistas del pincel, extranjeros y nacionales, entre los que se cuentan el Ticiano, Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz. Pero es asimismo verdad que no supo entender al genial Greco, artista al que retiró su protección cuando éste dio fin a su celebérrimo San Mauricio y lo presentó a su favorecedor; y que tampoco la literatura fue santo de gran relieve en el altar de sus gustos, llegando el bajo culto por ella a tornarse en desamor cuando del teatro se trataba.


d. Su religiosidad. El creyente ejemplar y campeón del catolicismo

¿Pudo haber sido Felipe II ese creyente ejemplar que nos pintan crónicas y relatos contemporáneos y que una persistente tradición mantiene a flote hasta hoy? Sí y no.

En nada como en lo tocante a la religión fue tan escindido el soberano español por su doble condición de individuo particular y gobernante. Si separamos al uno del otro, y examinamos luego el proceder religioso de ambos, nos percataremos de que el primero —el fiel común— destaca en la grey por la sumisión a los pastores y la rígida observancia de los preceptos, mientras que el segundo —el cabeza de reinos— se revuelve contra pastores y preceptos, procurando plegarlos a sus intereses: cuando de éstos se trataba, cuando los reales dominios podían experimentar algún daño o correr algún peligro, la mansa y obediente oveja se trocaba en agresiva e indómita fiera.

Walsh busca a esto una explicación retorcida: la paradójica personalidad de Felipe, con la que pretende desentrañar también otros aspectos oscuros de su vida. Puede que, como en cualquiera otra, hubiera bastante de paradójico en la personalidad de ese monarca. Pero había otros motivos, más claros y externos, de su actitud. ¿No venía de lejos la estrecha intervención de los reyes españoles en los asuntos internos de la Iglesia nacional, que los irá convirtiendo paulatinamente en verdaderos jefes de ella? ¿No se veían obligados los gobernantes del siglo XVI a supeditar la Iglesia al Estado y la religión a la política cuando los cuidados de la sociedad civil lo exigían? Piénsese que a los soberanos europeos del XVI no les faltaban razones en que apoyar tal supeditación, y que los teólogos de entonces, comprendiéndolas, les pertrecharon con una doctrina justificadora. Sin un poder civil fuerte, ¿qué hubiera sido de la Iglesia en los países católicos? Y sin ciertos actos anticatólicos con que cargaban los gobernantes laicos de las Naciones dependientes de Roma en lo espiritual, ¿no hubiera perecido quizá, o sufrido graves perjuicios, la sociedad pastoreada por el Sumo Pontífice? Estas u otras preguntas pudieron haber formulado los soberanos católicos cuando se les pidiera exhibir los porqués de sus acciones.

La teoría, por su lado, púsolos en fáciles condiciones de defensa al hacerlos responsables sólo ante Dios de su gestión gubernativa y al demarcarles un campo, el temporal o civil, de su exclusiva competencia. Cuando lidió con Roma, que fue muy a menudo, supo muy bien Felipe “apretar” con las razones positivas y esgrimir la doctrina justificativa cuando la polémica trascendía al público: las razones, demasiado crudas, y a veces inmorales, operaban de puertas adentro, y las teorías, sus taparrabos, de puertas afuera. De otros argumentos, tan poderosos o más que los anteriores, pudo valerse Felipe, y no dejó de hacerlo en cuanta ocasión se le presentaba, para rechazar las continuas quejas y recriminaciones de los Papas; a saber, la naturaleza de gobernantes temporales que éstos tenían y la falibilidad inherente a su condición humana. Si los pontífices regían un Estado, y para defenderlo o aumentarlo promovían guerras y concertaban alianzas con otros príncipes, ¿cómo no entrar a veces en colisión con ellos o mantener posiciones políticas contrarias a las suyas, tanto más cuanto que los dominios papales y los de Felipe eran limítrofes y los sucesores de San Pedro veían con malos ojos la hegemonía de cualquier potencia extranjera en Italia? Y si junto a eso, los Papas podían equivocarse en sus determinaciones, incluso en las de índole religiosa, ¿por qué someterse ciegamente a ellas y no examinar su conveniencia, y atenerse, en definitiva, al juicio propio? Por esta escabrosa senda de la justificación amparadora de todo llegó Felipe II demasiado lejos, siguiéndole casi sin reparos el cuerpo eclesiástico español. Tanto abusó de su bien respaldado poder que los Papas, aun los que le fueron más propicios, le acusaron de oprimir a la Iglesia. Las vejaciones y atropellos de que se quejaron pueden encontrarse en cualquiera historia: usurpación de derechos, violación de reglas, sin exceptuar las del mismo Concilio de Trento, obtención de subsidios mediante presiones y amaños, despojo de propiedades y rentas eclesiásticas, etc. Por todo ello, Walsh, el historiador que trata con más benevolencia a Felipe II, llega a concluir que éste, sin herejía ni cisma, tuvo en su mano el poder religioso casi tan plenamente como Enrique VIII; los resultados, según dicho historiador, fueron diferentes, mas, potencialmente, la actitud fue la misma: con todos sus servicios a la Santa Sede y todas sus protestas de devoción, Felipe daba frecuentemente la impresión lastimosa de que deseaba ver al Papa reverenciado por los demás hombres, pero que él se consideraba, por el hecho de ser rey de España, una especie de superpapa. Nada de extraño tiene, pues, que un pontífice tan ponderado como Pío V ofreciera en 1569 sus oraciones para que la Iglesia de Cristo se liberase de la tiranía del gobierno español, ni que en la sede papal se advirtiese una gran sensación de alivio cuando fue conocida allí la derrota de la Armada Invencible.

Una de las cosas que más ha contribuido a que Felipe II fuera considerado como creyente ejemplar son los pretendidos servicios por él prestados a la Iglesia Católica en cuanto comunidad universal. En razón de esos servicios, que tan ditirámbicamente han calificado casi todos los historiadores españoles, Felipe pasó a la posteridad aureolado con el título de Campeón de la Cristiandad. Un mito más que la crítica ha echado por tierra. Ante lo evidente, hasta Walsh y Pfandl, máximos apologistas actuales del Terror de los Infieles, rebaten la tradicional leyenda, poniendo las cosas en su sitio. La confusión, deliberadamente explotada, y por nadie más que el mismo Felipe, entre enemigos del rey y enemigos de la religión, ha sido la causa de que se le atribuyera tal título. Que peleó denodadamente contra los turcos y los protestantes; cierto es, pero lo hizo para la defensa de sus reinos y no precisamente para la de la religión. La política de Felipe II respecto de la reina cismática de Inglaterra comprueba mejor que nada lo aseverado. Fuele fácil al soberano español contribuir a derribar a Isabel, en situación insegura durante algún tiempo. A ello le apremiaba el Papa y le urgían los perseguidos católicos ingleses. Pero, ¿qué precio le hubiera costado a Felipe esa empresa? No era cuestión de hombres ni de recursos, sino de Poder: el resultado del derrocamiento de Isabel hubiera sido la unión de Francia e Inglaterra, ya que la persona llamada a heredar el trono inglés era María Estuardo, esposa de Francisco II. “El precio que se pedía a Felipe para conservar el catolicismo en la Europa occidental —dice Walsh— era, pues, el sacrificio del imperialismo español. Era un precio que no podía pagar.” Lo cual parecía obligado, en sus circunstancias. Si hubiera procedido de otra manera, y sido su entrega a la causa del catolicismo tan plena como se dice, sus reinos hubiesen terminado por ser presa de sus émulos políticos. ¿Cuánto hubiera dado el catolicísimo monarca de Francia por que Felipe hubiese caído en esos cepos —en todos los que so pretexto de defensa de la religión pudiese haberle tendido?; como asimismo, ¿cuánto hubiere dado Felipe por que el soberano francés sintiese escrúpulos de conciencia, y, para no perjudicar a la religión, hubiese abandonado su alianza con los turcos o sus ligas con los protestantes?

El mismo rigor extremado que Felipe puso en la extirpación de las herejías internas converge hacia el mismo centro explicativo. ¿No tenía la política del Poder dos vertientes: la nacional y la internacional?; ¿no estaban indisolublemente unidas la fuerza exterior y la interior? A ésta había que dedicarle, por consiguiente, tantos o mayores cuidados que a aquélla, pues, en definitiva, la precedía. Y bien sabía el monarca español que la unidad constituía la principal raíz del poder interno; y asimismo sabía bien cuán inconsistente era la unidad hispana. No se apoyaba ésta, en rigor, más que sobre dos pivotes: monarquía y religión. Para percatarse de las consecuencias que hubiera traído a España la división religiosa, sólo necesitaba Felipe dirigir la vista a Europa. Si las herejías hubiesen triunfado en algunas partes de sus reinos peninsulares, ¿no cabía esperar fuertes luchas internas y probablemente la ruptura del conjunto aún mal soldado? La preservación de la unidad religiosa era a la sazón un imperativo para quien quisiese evitar el deterioro de la unidad política.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ