Francisco Hernández en la geografía


RUBÉN LÓPEZ RECÉNDEZ


Desde el punto de vista de la concepción contemporánea de la geografía, es muy aven­turado emitir un juicio objetivo y total acerca del valor geográfico de la obra del doctor Francisco Hernández; para verdaderamente justipreciarlo es menester trasladarse a la época de Felipe II, que le tocó vivir. Sería injusto evaluar sus mere­cimientos a la luz del conocimiento actual, pues éste, que ya difiere del tradicional, se aparta, con mayor razón, del que se tenía en el siglo XVI.

Sin embargo, una prueba palpable del interés científico del doctor Hernández se desprende del hecho de que a la expedición que él dirigía se hubiese agregado un geógrafo, Francisco Domín­guez, que tenía la obligación de “tomar las al­turas y medidas de los territorios de América, para levantar un mapa preciso de estos nuevos dominios”.1

Más aún, Francisco Hernández había sido designado Protomédico, y consecuentemente, en su nombramiento no se menciona que tuviera el encargo de realizar trabajos de índole geográfica; pero el geógrafo informa al rey que el doctor Francisco Hernández, además de las funciones que le competen, ha tomado a su cargo “la des­cripción de esta Nueva España, mediante la cual fuese puesta y regulada esta tierra debaxo de razón de cuenta de sphera, como lo ha hecho Ptolomeo en su tiempo a todas las partes orientales deste orbe”.2

A pesar de su condición de naturalista, o muy probablemente por ella misma, Hernández poseía amplios conocimientos geográficos, como se des­prende de sus comentarios a Plinio y de su “Geo­grafía de Asia”,3 obra inédita, pero de gran in­terés y originalidad, en la que se recopila todo lo que en esa época se conocía de dicho continente.

Además, la valía de Hernández se acrecienta si se toman en cuenta los obstáculos que hubo de vencer, entre otros, que el geógrafo con él co­misionado, Francisco Domínguez, instigado por el virrey, dejase inconcluso su trabajo; además, que el propio virrey, por sedicente mandato del rey, mandara “a la Real Audiencia que hiciese demarcar la Tierra”,4 para lo cual “se había nombrado cosmógrafo cronista del Consejo de Indias a Juan López de Velasco, dándose ordenanzas para hacer las tablas de cosmographía de Indias y todo lo demás que toca a su oficio”.5

Otro impedimento no menos grave para la obra geográfica de Francisco Hernández es el hecho de que, precisamente por las interpretaciones equivocadas (para no calificarlas de dolosas), hubiera momento en que tres geógrafos tuvieran a su cargo el quehacer geográfico.

Empero, es el mismo Hernández quien sigue con el encargo, y de él dependerá el geógrafo que realice el trabajo material.

En síntesis, parece que un destino adverso se ensañara con la obra del doctor Hernández; su trabajo se ve entorpecido por intrigas de índole política, hasta que conjuradas, así sea parcialmen­te, el geógrafo inicialmente designado, Francis­co Domínguez, por interés político y económi­co decide continuar su trabajo bajo la dirección del propio Hernández; pero todo con gran len­titud, sin que se conozca de manera cierta en qué consistió su trabajo, aunque de las cartas que el propio Domínguez escribió al rey se deduzca que “anda tomando las alturas y demarcando la tie­rra”,6 levanta “el mapa de la Audiencia de México”,7 y “la descripción de todo lo hecho desta Nueva España en un cuerpo a manera de universal, el cual está descripto en ocho vitelas de Flandes”.8 Asimismo, el propio Domínguez hizo un informe sobre la manera de evitar las inundaciones de la ciudad.

Es verdaderamente sensible que no podamos disponer de algunas fuentes que nos darían luces cabales, claras y concretas acerca de la obra geo­gráfica de Francisco Hernández; sin embargo, algunos datos sí son insoslayables; por ejemplo, sabemos que escribió la “Corografía”9 de la Nueva España, si bien “los datos geográficos no están acabados”,10 toda vez que Francisco Do­mínguez, el 8 de abril de 1581, escribe que el doc­tor Francisco Hernández llevó al rey los “primeros borradores”.11

Asimismo, otros autores también hacen refe­rencia a los trabajos geográficos de Hernández, como, por ejemplo, “descripciones del sitio, de las provincias, tierras y lugares de aquellas Indias y Mundo Nuevo, repartiéndolas por sus climas”.12

Todo lo apuntado nos lleva a la conclusión de que, si el doctor Francisco Hernández era esen­cialmente naturalista, entre sus conocimientos y trabajos no debe desdeñarse sino, antes bien, enaltecerse su obra geográfica como parte de su emi­nente labor de investigador y hombre de ciencia.

Más aún, se ha cometido una injusticia al no mencionar entre los historiadores de Indias a Francisco Hernández, pues si bien colectivamente aquéllos son englobados por un calificativo ge­nérico como especialistas en una ciencia diferen­te de la geografía, sus descripciones se adelantan con mucho a la realidad geográfica de su tiempo e, incluso, de épocas más recientes. Corrobora­ción de ello es el hecho de que, por ejemplo, José Ma. Martínez Val13 no mencione en lo absoluto al doctor Hernández.

Como traductor de los libros III a VI de la His­toria natural de Cayo Plinio Segundo,14 esto es, de la parte geográfica de dicha obra, Francisco Hernández es, por decir lo menos, sumamente creativo. Así, no ve el texto que traduce como un monumento intocable de la antigüedad clási­ca, sino como algo muy vivo y útil para el hom­bre de su tiempo, y si bien lo vierte respetando con gran pulcritud intelectual su texto, añade notas y comentarios que lo corrigen, actualizan, amplían y enriquecen a tal grado que equivalen a una nueva creación.

De hecho, lo que Hernández llama su “interpretación” es frecuentemente más larga que el tex­to que le sirve de base, si bien, al no mezclarse con éste —como fue costumbre en otros traducto­res e intérpretes de la época—, sino al mantenerse escrupulosamente separado del mismo, lo con­vierte en un modelo cuidadosamente respetado sobre el que el traductor puede hacer virtuosísticos bordados que le permiten volcar libremen­te toda su erudición y conocimiento. Empero, su trabajo, lejos de obedecer a los empeños de la vanidad, tiene un claro propósito utilitario: se trata no tanto de reproducir una obra de valor histórico como de ofrecer conocimientos útiles a sus contemporáneos; es decir, de una tarea de finalidad eminentemente pragmática.

Si bien cuando dice: “cuanto más yo que soy el menor de todos y que hago principal profe­sión de otras cosas muy diferentes” confiesa no ser especialista en la geografía, demuestra que está muy enterado de la materia y del estado que guar­da el arte geográfico en su época, al decir: “otras cosas havía más generales y necesarias para el conocimiento perfecto de aquesta facultad, como fuera dezir la utilidad de la geographía, la dife­rencia que hay entre ella y la cosmographía, corographía y topographía, lo que es menester para hazer descripciones en plano o en redondo del mundo o de cualquier parte de él, o entender las hechas de otros, como son los eclipses, longitu­des y latitudes, distancias de ciudades, climas, paralelos, diversidad de días en cada región, las millas que corresponden en cualquier círculo ma­yor o menor a cada grado, términos desta facul­tad, historias y peregrinaciones antiguas y moder­nas, mudanzas de nombres y de ciudades, o las que del todo se han perdido o fundado de nuevo, división general antigua y moderna del mundo, y la correspondencia de ambas y cómo no ha siempre guardado nuestro autor el debido orden de describir la Tierra” (libro VI, capítulo XXXIV, p. 301). Incluso, al comparar a Plinio con Ptolomeo, y examinar entre sí sus procedimientos así como frente a los conocimientos geográficos re­cién adquiridos en su tiempo, demuestra cierto virtuosismo en la materia, como ocurre en el siguiente pasaje:

Divide en este capítulo nuestro autor la Tierra habi­table por paralelos y las distancias o intervalos de éstos por las sombras y gnomon, que llaman también ombligo, porque cuanto éste se aparta más del Sol ha­ze más larga la sombra, de do viene que en Egipto y en el círculo que por él pasa, en el tiempo del equi­noccio, se haze la sombra poco mayor que la mitad del gnomon. En la región de Venecia y su paralelo, que dista de la equinoccial 40 grados, por abrazar la mitad de la cuarta de la esphera, es la sombra igual al gnomon y ansí va creciendo según que el paralelo del Sol se va apartando. Ptolomeo divide también la Tierra que él supo ser habitada, con secciones o lí­neas paralelas cuyas distancias no distinguió con som­bras y gnomon, como Plinio, pero por la diversidad de los mayores días unos entre otros excediendo por una cuarta de hora los unos a los otros intervalos. Son estos paralelos unas líneas circulares que distan por todas partes igualmente, las unas, como digo, de las otras, pero no por iguales grados o partes de meridia­nos. Ni a iguales grados destos paralelos corresponden iguales distancias o millas en la Tierra, antes tanto más cuanto son los paralelos más llegados a la equinoccial, o mayores y hasta de Ptolomeo se tiene por me­jor manera de dividir la Tierra. Verdad es que en nues­tros tiempos, a causa de la mayor declinación del Sol y de haverse descubierto muchas más tierras hazia todas cuatro partes del mundo y mayormente hazia occidente y mediodía, ni el mundo de los paralelos ni el asceso de los días mayores corresponde al de los antiguos, lo cual es causa que sea menester mayor diligencia cual algunos modernos han, sobre Ptolomeo, hecho, añadidas para mayor claridad y verdad tablas a do se acudirá, porque la ocasión no sufre que más nos estendamos (ibid.).

Dicho virtuosismo, aunado a gran sentido de la lógica, le permite, incluso, hacer un comentario enmendatorio del original, si bien, modesta­mente, al final deja abierta la cuestión, con sano criterio científico, en vista de lo oscuro del asunto y de la falta de material empírico que pruebe cual­quier posible punto de vista.

(Del Milliario). Está tan viciado (según yo creo) este texto que sería desatino gastar mucho tiempo en hazerlo que significase alguna sentencia que tuviese subs­tancia y verdad, pues, en fin, más ha de ser adivinar que no acertar. Porque el ámbito de Roma fue de 13 mil 200 pasos (aunque Leandro lee 20 mil) y el diá­metro ha por fuerza de ser una tercera parte y un setavo, poco más o menos. Fuera de la razón parece que tenga el diámetro de Roma 30 765 pasos siendo el ámbito cual havemos dicho. También tiene dificul­tad lo que dize ser las puertas 37, pero de manera que se pasen siete y dize se cuenten una vez porque si quie­re dezir que hecho esto quedan 37, danse ya a entender haver sido primero 55, lo cual es ageno de toda ver­dad, y si dize que de las 37 se pasen siete y se dejen de contar 11, que es lo mismo que contar 12 una vez, no sé para qué cuentan las que se cerraron y dexaron de ser si no es para dar a entender que fueron o, ¿por qué se han de contar 12 una vez si realmente eran 12? De la suma de los nombres de que tenemos noticia no se puede conjeturar cosa, pues son muchos y di­versos, ya de diversas, ya de unas mismas puertas. De aquí ha venido que muchos leen 37, otros 36, otros 32 y otros 24, contando en ellas las 14 que hay, hoy, a cada: la Aurelia, que son la Flummentana, que des­pués se dixo Flamminia y agora del Pópulo; la Colla­tina, que después se dixo Pinciana; la Agonense, que después se dixo Quirinal, después Collatina y, en fin, Salaria; la puerta Viminal, que agora llamamos de Sancta Inés; la Gabrusa, hoy de San Lorenzo; la Esquilina o Labicana, que después se llamó Prenestina y hoy la Mayor; la Celimontana, que después se dixo Asinaria y agora de San Juan; la Ferentina, que des­pués se llamó Latina; la Capena, que después Apia y agora de San Sebastián; la Trigémina, que después se dixo Ostiense y agora de San Pablo; la Naval, que después llamaron Portuense; la Janiculense, que se dixo después Pancraciana o de San Pancracio; la Fontinal, dicha después Septimiana; la puerta Aurelia, acerca de la Mole de Adriano, que después dexó de ser. Iten otras diez que sospechan ser las que havía en tiempo de Plinio, conviene saber: la Querquetularia o Querquetulana, en el Viminal; la Piacular, la Catularia, Minucia, Dingiona, Sangualis, Naevia, la Randúscula o Randusculana, Lavernal, Libitinense, Triumphal en el Vaticano Trastiberini, fuera del número.

Estos mismos dizen que podrían ser las siete que Plinio dexó de contar, porque se perdieron las cua­tro de Rómulo, conviene a saber: la de Mucion o Trigonia; la Rumanula, que después se dixo la Puerta Vieja del Palacio, y la Carmental, que después se dixo Malvada, y Tarpeya, a las cuales cuatro añaden otras tres que son: la Saturnia, después llamada Pandana; la Ratumena; la Salutar, en el collado Quirinal, de manera que cada uno modera el número de las puertas de Roma que Plinio pone según le dicta su alvedrío y le parece más verisímil.

También haze dificultad ser el semidiámetro, que pone hasta las postreras casas, tan monstruoso que se­ría de 120 mil pasos. En tan grande dubda quiero, aun­que parezca atrevimiento, dezir mi sospecha y es que Plinio haya querido dar a entender no el diámetro del circuito sino la suma que hazen los semidiámetros que van desde el Milliario hasta cada una de las puertas, los cuales todos son iguales y éstos dize que suman 30 766 pasos. Leo puertas 32, no 37, que bien será lí­cito conjeturar en tanta variedad de lecciones o letras, pues siendo el ámbito de 13 200 y su diámetro 4 400, poco más o menos, si se multiplican 4 400 por 14 puertas que quedan, quitadas 11 y 7, que son 18, harán poco más o menos la suma que Plinio pone por derecho de toda Roma. Persuádeme a esto ver que cuadra en tal número, no pudiendo de otra ma­nera cuadrar y, también, que hablando del diámetro que va hasta las postreras casas, dize que se ha de contar por los vicos, porque dezir (según veo lo afir­man algunos) que hable del diámetro de Roma con­tando los arrabales, téngolo por desvarío pues no havía Plinio de asignar ámbito de una cosa y diáme­tro de otra, cuanto más que luego señala el que se cons­tituye hasta las casas postreras (libro III, capí­tulo V, pp. 171-172).

Por otra parte, a pesar de su erudición y uni­versalismo, no reconociéndose a sí mismo como geógrafo, aunque evidentemente tiene los méri­tos para ello, marca cuidadosamente los límites de su tarea, como ocurre en este pasaje: “No me detendré todas vezes en confirmar lo que de semejantes negocios afirmaré por huir prolixidad, que será muy necesario hazerlo por haver em­prendido cosa inmensa aunque a los lectores, se­gún creo, agradable. A los cuales aseguro de no dezir cosa temerariamente, antes considerándo­la y examinándola primero con los autores e in­formación de los que están avisados del continuo caminar y experiencia de los viajes, haziendo de él acta e inclinando al que, entre ellos, me pare­ciera allegarse más a la verdad en negocio, como he dicho, de tanta dificultad y dubda, tomando yo a mis solas el trabajo y enfado que havía de dar siendo prolixo, a trueco de que los que se dig­naren de ver estas vigilias den algún crédito a mis palabras teniéndose alguna confianza de su autor” (libro III, capítulo I, p. 143).

Adicionalmente señala el carácter pragmático de su comentario, y la actualización del texto pliniano, de modo muy claro y de manera que establezca límites a su empresa. Así, nos dice:

Incúmbenos procurar en la declaración que intentan en estos libros de geographía, allende de otras cosas, que se conformen y apropien los nombres antiguos a las poblaciones de hoy, y los nombres de hoy con las antiguas, ora duren, ora hayan perecido. Lo cual, si no siempre siguiere, pido se mire la dificultad de lo que emprendo a causa de las ruinas y destrucción, mayormente de Hespaña, donde tanta devastación y estrago han causado los bárbaros que a ella han pe­netrado. Porque las graduaciones de que nos pudié­ramos servir o no las alcanzaron a dar los antiguos o las han corrompido, junto con los verdaderos nom­bres de las ciudades, los escriptores de libros e impre­sores. Y aunque en esto no hubiera estrago, ¿quién podrá agora tornarlas a tomar por todo el mundo y, cotejándolas con las antiguas, hallar su asiento jun­tas, y ansí, finalmente, concordar lo antiguo y mo­derno? Y ya que se pudiese hazer, ¿qué aprovecharía estando tantas poblaciones antiguas subvertidas del todo y aun anihiladas, pues Antonino que con sus viages y otros autores que con los asientos y distancias de pueblos pudieran ayudar en algo nuestro trabajo e intento, o tienen los números o los nombres de los lugares mudados y corrompidos? La mayor culpa se imputa a los tipógraphos, pero no están los autores del todo libres della, pues es cierto no haver dado al­guno hasta hoy perfección a esta cosa ni aun casi se puede esperar que la den los que nos sucederán. Ha­ze este socorro más sin provecho la mudanza de los viages a causa de haver los ríos, como dize Plinio, tor­cido sus rebueltas, o de haverse allanado otras aspe­rezas que serían antes inaccesibles; las inscripciones y otras memorias gravadas en mármoles o monedas desenterradas, o se han gastado con el tiempo y orín, llevado a otras partes, tornándose a enterrar, u ocul­tándose en otros modernos edificios, con grande per­juicio nuestro y de la antigüedad. Si acudimos a los autores modernos, hallárnoslos tan llenos de errores que sólo pudieran dar materia de reprehenderlos si no pretendiéramos brevedad y tractar de cosas que sean más para aprovechamiento y doctrina de la pos­teridad, que no para infamia de los autores o ambi­ción nuestra (libro III, capítulo I, pp. 142-143).

Abundando en ello, también señala:

Síguense agora en el texto 53 ciudades que havrían ya en tiempo de Plinio perecido, de quien no hay que hablar porque carecen de nombres modernos, que es una de las cosas que yo procuro enseñar en estos co­mentarios, porque la razón de sus apellidos antiguos, origen y cosas que han pasado por ellas se puede, por la mayor parte, hallar en los autores (libro III, capí­tulo V, p. 172).

Y, finalmente, delimita su tarea con una modes­tia que no corresponde a la realización lograda, de la siguiente manera:

Antes pido al benigno lector licencia para acabar con la parte desta obra que toca a geographía, en que se ha dado razón del discurso de Plinio en ella, castigan­do lugares depravados declarándolos difíciles, y con­ferido lo antiguo con lo moderno, bien sé que según la dificultad desta materia, mudanzas de nombres y regiones, errores de los antiguos, depravaciones de códices y negligencia de modernos, apenas habrá quien pueda, cotejado lo antiguo con lo de hoy, hazer per­fecta doctrina, en particular deste tan excelente nego­cio, cuanto más yo, que soy el menor de todos y que hago principal profesión de otras cosas muy diferen­tes [.. .], pero porque otros antiguos y modernos han procurado de lo hazer y no es al presente nuestro in­tento enseñar lo general desta facultad a los que del todo carecen della dilatando inmensamente este libro, sino sólo ayudar a los que de los principios del todo no carecen, para entender lo que en particular refiere nuestro autor, no nos culpará nadie por lo que se dexa de dezir entendiendo que no sin deliberación y con­sejo lo havemos callado. Antes terná en algo al be­nigno lector mi voluntad que ha sido del bien común y público aprovechamiento a honra y gloria de Dios, nuestro Señor, que sea por siempre bendito y loado (libro VI, capítulo XXXIV, p. 301).

Ello no obsta, empero, para que critique los errores de los geógrafos de su tiempo, como ocurre, por ejemplo, en este punto: “Heme estendido más de lo que me dé licencia mi presupuesto y la profesión que hago de brevedad por ser este negocio mal entendido de geógraphos y ansí es­cribirse, debuxarse en los mapas muchas cosas to­cantes a este río, muy de otra manera que en la verdad pasan” (libro III, capítulo I, p. 144), con lo que nuevamente ratifica sus calificaciones en esta materia.

Todas estas precauciones que le dicta a Hernán­dez su prudencia científica y su modestia no impi­den, sin embargo, que emprenda, a su vez, incur­siones en el terreno de una geografía descriptiva muy minuciosa, reveladora de un gran conoci­miento del mundo conocido de su tiempo y muy particularmente de su España natal, de la cual, como veremos más adelante, es orgulloso repre­sentante. Así, el siguiente comentario acerca del Guadiana resulta ejemplar:

(Por Guadiana). Palabra es compuesta de Guad, que significa en arábigo río, y Ana, que era su propio nom­bre acerca de los latinos, de manera que quiere tanto dezir como no Ana. Es éste uno de los caudalosos de Hespaña. Va gran trecho guiado de oriente a ponien­te, sin término notable, apartado igualmente de Gua­dalquivir y, llegado a Badajoz o poco más abaxo, se trastorna a mediodía hasta llegar a la mar [...]. Tie­ne, pues, este río su nacimiento en dos partes, ambas en término de la Osa, del Campo de Montiel. El pri­mero, en los Compoñones y, el segundo y más princi­pal en el castillo que llaman de Rocha Frida, celebra­do en los cantares hespañoles, a donde viene algunos años de más arriba. Antes que se junten estas dos fuen­tes haze cada brazo su laguna: el de Rocha Frida, la de San Pedro, y el de los Compoñones, la de Conce­jo. Juntados poco más abaxo de Rocha Frida, hazen una laguna que dizen la Colgada y, luego, la de Ruidera. Creen algunos tener otro tercero origen en la caverna de donde dizen venir agua por debaxo de tie­rra a la Colgada, a la cual también acude de Sazedilla otro arroyo, entre éste y las lagunas. A la banda de septentrión se hallan ruinas del antiguo Laminio, lla­madas hoy la ciudad de Lagos. Húndese Guadiana baxo de Argamasilla y vase hundiendo poco a poco. Algunas vezes va agua por cima, sin hundirse, hasta juntarse con lo de abaxo. Torna a salir Guadiana en­tre Villarrubia y Manzanares, no lexos de Villarrubia de los Ojos; corre Argamasilla por medio. Por razón de aquestas ocultaciones y nacimientos, dize Plinio que gusta de nacer muchas vezes, en lo cual erró no pocas Barreiros, y con él otros modernos, diziendo que nace en las montañas de Consuegra, como no naz­ca sino en el campo de Montiel, que dista notable­mente de las sobredichas montañas; y en que llama ojos sus fuentes, lo cual es error porque los ojos que llaman de Guadiana son donde sale la última vez, co­mo acostumbren los hespañoles a dezir fuentes el naci­miento de los ríos y bocas por las que se derraman en el mar, lo cual también hazen los latinos y griegos aunque sé que los hebreos y árabes, no teniendo vo­cablo propio para significar la fuente, la llaman taina antalma, que quiere dezir ojo de agua, a diferencia del de la cara, que ellos nombran taina antalraz. Y erró en que pensó que las sierras de Consuegra son, acerca de los latinos, los campos Laminitanos y, Laminio, Consuegra, la cual, como ya he dicho antes, es Consaburum, distincta de Laminio, y distante, según An­tonino, de él por 35 mil pasos y de Murum por 38 mil. Entra este río en el Océano por dos bocas, una junto a Lepe y otra baxo de la villa de Ayamonte, cinco leguas una de otra poco más o menos. No es de sólo el río Guadiana ocultarse y dexar en algunas partes campos libres para el pasto de los ganados y otras necesidades humanas, antes también de otros muchos de que los geógraphos hazen mención y, entre los demás, de Alfeo, río de la Morea, que llaman Fochio de la Villica, del cual testifican venir por debaxo de la mar sin mezclarse con otras saladas aguas a Çaragoça, de Sicilia y hazen allí la fuente de Aretusa cuyos amores dieron deleitoso y fértil materia a los poetas (ibid.).

Sin embargo, como hombre de su tiempo, uni­versitario, renacentista y producto de un momen­to de gran esplendor en España, no siempre resul­ta tan objetivo, e incapaz de renunciar a hacer sutilmente gala no sólo de su erudición, sino de sus entusiasmos. Así, nos habla de Grecia de la siguiente manera:

Llama Plinio Grecia lo que Ptolomeo Helias, salvo que Ptolomeo encierra en su Helias a Etolia y Locros, las cuales Plinio descrive por sí, como él y Ptolomeo, a Epiro y Morea. Cuyas partes son Achaia, Elis, Mes- senia, Lacónice y Argolis y, enmedio déstas, Arcadia.

   Y ansí la Grecia, según Ptolomeo, tiene, por occi­dente, a Epiro o Albania; por el septentrión, a Mace­donia y parte del mar Egeo; por el oriente, lo postre­ro de Sunio, cabo que está en el mar Egeo, y, por el mediodía, el mar Adriático, desde el río Cheloo por la costa del seno Corinthiaco, tiniendo de la una par­te el Isthmo y de la otra al mar Crético, hasta el cabo Sunio, que diximos estar en el mar Egeo. Strabón la comienza a contar desde el seno Ambracio, que está entre Epiro y Acarnania, y atribúyele todo lo que des­de este golfo se acuesta a oriente y a la Morea, que tiene contraria, la cual, dexada a la mano derecha, la estiende hasta el mar Egeo.

   Pero Plinio, haviendo tractado de la Magna Grecia en el tercero libro, que está en Italia, habla de Grecia y Ática en este capítulo, que es diversa de aquélla, pu­niéndola en este tercero seno de Europa con las de­más provincias que se ve en el texto. Fue esta provin­cia, antiguamente, la más célebre del mundo en todas artes y ciencias y, no menos, andando el tiempo, en la verdadera religión. Hoy está ocupada de turcos mahometas, con grande agravio de la christiandad y, sus ciudades, por el suelo o mudadas y, sus gentes, muy bárbaras y ajenas de toda doctrina y cultura. Las cua­les se llamaron de muchas y diversas maneras por mu­chas razones que al presente no quiero pararme a declarar, ansí como acheos, dólopes, dores, pelasgos, dañaos, hellenes, iones, mirmidones y argivos. Con­tiene en sí las regiones, ciudades, montes y ríos que Plinio refiere en el texto, de algunos de los cuales haremos, en el discurso deste comentario, particular mención.

   Ansí que lo primero de Grecia dize ser Ática, la cual se termina por la parte de oriente con el mar Egeo; por el ocaso con Megaris; por el norte con Beo­da, y por el mediodía con el golfo Sarónico; dízese hoy el ducado de Atenas (libro IV, capítulo VII, pp. 204-205).

Aquí quisiéramos, además, subrayar el siguiente pasaje:

Hoy está ocupada de turcos mahometas, con grave agravio de la christiandad y, sus ciudades, por el suelo o mudadas y, sus gentes, muy bárbaras y ajenas de toda doctrina y cultura

que revela los intereses e incluso las pasiones po­líticas de nuestro autor, implicando que ya entonces la geografía tenía también una dimensión política, como subrayaron en nuestra propia épo­ca Mackinder y Haushofer.

El filhelenismo de Hernández también se revela en este estupendo pasaje acerca de Atenas:

Fue esta ciudad entre los antiguos por muchas y suficientísimas razones tan estimada y alabada, como to­dos saben, y aunque fuera mejor callar que dezir della poco, no dexaré de referir algo de su sitio. Está, pues, Atenas, que hoy llaman Sethine, entre el templo de Diana, pequeño, o hermita, y Eleusine. Tiene, de la parte de septentrión, el río Asopo y, del mediodía, el Archipiélago. Tiene muchas islas cercanas que le eran causa de grande deleite y comodidad. En ella estava un templo famoso de Diana y un alcázar, alaba­do, con libros enteros, de los escriptores. No quiero referir sus escuelas y letras de todos géneros que en ella florescieron, que no tiene necesidad de mi loor; sólo me plaze dezir que solían tener los atenienses un puerto llamado Phalero, ayuntado a la ciudad con un muro y, después, haziendo los medos ímpetu a Áti­ca, Themístocles, capitán de los atenienses, viendo que otro puerto llamado Píreo era más cómodo, persua­dió a los ciudadanos que, dexado Phalero, edificasen el Píreo y ansí encerraron con un muro a Phalero, Píreo y Munichia, el cual era de piedras acomodadas entre sí y asidas con láminas de hierro, tan ancho que podían ir por él dos carros contrarios sin que se to­pasen. Era Munichia un lugarejo murado, con un her­moso puerto, el cual abrazava el Pireo y los demás puertos, junto con el atarazana famosa de Philón, y era todo este lugar capaz de 400 navios, porque no embiavan los atenienses menos a la guerra. Súfrase haverme alargado tanto en Atenas pues es muy poco todo para lo que pudiera dezirse (libro IV, capítulo VII, p. 205)

con el que no hace sino colocarse en el comien­zo de una tradición cultural que se mantiene viva y vigorosa hasta el día de hoy.

Por otra parte, sus conocimientos no se limi­tan a la geografía física de su mundo, sino que revela ser un profundo conocedor de la geogra­fía humana del mismo, aportando una serie de datos etnológicos y etnohistóricos excelentemen­te localizados en el espacio y que, cuando tienen un fuerte carácter histórico por ser ya en su épo­ca remotos en el tiempo, se entienden, sin em­bargo, como algo vivo y explicativo del mundo presente. Así, nos describe con estas palabras el origen de la población de España:

(Bástulos). Llamávase todo lo que hoy dezimos Andaluzía primero Bética a causa de Betis, río o pueblo, o como a otros les parece del rey Beto, el cual por dezirse también Turdetano, quieren haver sido causa que la misma provincia se llamase por otro nombre Turdetania. Esta se dividió después en tres partes por­que los que habitaron la más occidental de las riberas de Guadiana se quedaron con nombre de turdetanos, y los que estavan encima de los bástulos y habitavan lo mediterráneo, hazia la Tarraconense, se llamaron túrdulos, y los que debaxo déstos, por las riberas del Mediterráneo, bástulos. Llama a éstos también Pto- lomeo pinos, y hoy, por la mayor parte, son los del reino de Granada, y dellos haze al presente Plinio mención. (Iberos). Algunos creen haver dado la Iberia asiática denominación a Hespaña y a su río Ibero y, principalmente, a la región Iberia que comenzó a par de él a denominarse ansí, contra el parecer de los que, por el contrario, sienten haver dado Hespaña origen y nombre a la Iberia asiática, afirmando que Hespaña se dize Iberia del río Ibero o Ebro y, el río, de Ibero, rey y sucesor de Túbal, del cual Ibero dizen que pa­sando por este río edificó una ciudad que se conservó mucho tiempo y llamó, de su nombre, al río y a ella. Otros afirman no haver sido Ebro el Ibero que dio nombre a toda Hespaña, sino el río Tincto, llamado antiguamente Ibero, y ansí quieren haverse dicho más propiamente Iberia la región que está cerca de donde este río entra en el mar, que es entre Elva y Palos hasta el puerto de San Vicente. (Persas). Vinieron con el rey Nabuchdanasar, segundo deste nombre, persas y chaldeos, según testifican Josepho y Strabón y aun, co­mo dizen algunos, también hebreos. Y ansí quieren haver dado nombres a no pocas ciudades de Hespaña que duran hasta el día de hoy, como Aceca y Escalo­na, Yepes, Maqueda y otros semejantes, los cuales nombres fueron primero de ciudades de Palestina. (Phenices). Vinieron éstos de Tyro y Sydón, ciudades no vulgares de Syria, la primera vez, según se persua­den algunos, en el año 322 antes que Jesuchristo, Se­ñor y Redemptor nuestro, naciese, trahiendo por ca­pitán a Sicheo, marido de la reina Dido. A causa de sus tratos tornaron a venir con Pigmaleón, el de 828, a habitar en Hespaña, con cobdicia de la plata que se havía llevado de los montes Pyrineos. La primera vez que vinieron aportaron a la isla de Cádiz, donde fueron recebidos amorosamente de los crithieos que descendían de los que antes havían venido allí con Hércules, el griego. (Celtas). Las primeras gentes que vinieron en Hespaña, después de agotada la línea de los reyes antiguos, fueron los celtas, naturales de Francia y habitadores de la Provenza, donde fueron edifica­das después Narbona, Mompeller y Marsella, porque como los tiempos se fuesen mejorando en Hespaña, después de una grande falta de aguas que havía prece­dido, volvieron los absentes a sus tierras, mayormen­te los que se quedaron más cerca, y con ellos, estos celtas brachatos. Los hespañoles que se bolvieron to­maron asiento junto de una parte de tierra que viene de las vertientes orientales de los montes Idúbedas, que hoy llaman de Oca, hasta las riberas del río Ibero o Ebro, a cuya causa ellos también se dezían iberos. Apártanse los griegos deste parecer afirmando haver sido la causa de su venida ciertas pendencias que tu­vieron con aquellos hespañoles cercanos a Ebro sobre los términos. Aunque después, como diremos en su lugar, vinieron en tanta conformidad que mezclados los unos con los otros se llamaron con nombre com­puesto celtíberos y se fueron, poco a poco, estendiendo hasta los confines de las que se solían llamar Bética y Lusitania, con más las riberas del mar que den­tro de sus límites se contenía. (Carthagineses). Todos saben haver pasado de África a Hespaña carthagine­ses. Y no fueron solas estas cinco naciones las que a ellas vinieron, pues consta de las historias haverla tam­bién poblado diversos linages de griegos (a quien por la mayor parte nuestra descendencia se atribuye), afri­canos, egiptios, troyanos, vándalos, alanos, suevos, godos, y últimamente árabes, y algunos dellos después de los tiempos de Plinio, de los cuales no hablaremos al presente por no pertenecer a nuestros comentarios (libro III, capítulo I, p. 146).

También nos habla en semejantes términos de Eleusis, en este comentario:

(Eleusis). Barrio es y puerto de Atica, que vulgarmente se dize Antimilo, entre Megaris y Atenas. Aquí se celebravan fiestas y sacrificios estraños a Proserpina y Ceres y aquí halló, según es fama, esta muger, el tri­go. Otras vanidades que de Ceres se cuentan en esta parte callo porque no hazen nuestro propósito;

del monte Himeto:

(Hymetto). Monte es célebre de Ática, no sólo por su excelente miel y mármol tan loado, pero también por una fuente que tiene que haze fértiles y parideras las mugeres que sin esto fueran infecundas y estériles (li­bro IV, capítulo VII, p. 205).

o bien de la antigua costumbre de dar un nombre secreto a los lugares y ciudades:

(La cual nombrar por el otro nombre). Porque tenían las ciudades, aliende del nombre sabido y a todos co­mún, otro oculto y que no era lícito nombrar, y si los contrarios pedían a aquel dios que estava encarga­do de su tutela y amparo, nombrándole también por el nombre propio, se pasase con ellos desamparando sus enemigos, corrían riesgo de su destrucción, aun­que añadían a las palabras sobredichas otras que pue­den verse con lo demás que a este lugar e historia toca en los problemas de Plutarcho, en el capítulo I de Solino y en el IX del tercer libro de Macrobio (libro III, capítulo V, p. 171).

No obstante que todo lo anterior prueba am­pliamente que Hernández es un hombre ampliamente calificado para emprender una tarea como la de Plinio, y ampliarla hasta abarcar los cono­cimientos geográficos adquiridos en sus días, su ambición tiene límites, y señalando insistente­mente que él se reduce a traducir al latino —si bien ya hemos visto cuán creativamente—, deja tal tarea, que reconoce necesaria para la ciencia y la mayor gloria de España, a otros. Así, nos dice que Plinio:

Entiende a Asia y África, que no se havía entonces conocido distinta y claramente otra cosa de lo mu­cho que se ha después descu bieno con el valor y prós­pera fortuna de los invictísimos reyes de Hespaña, don Carlos V, Emperador también de Roma, y don Philippo II, destos nombres, lo cual es tanto que ha mere­cido nombre de Nuevo Mundo, por no dezir de Nue­vos Mundos (libro III, capítulo I, p. 142).

Y hablando de la necesidad de una geografía modernizada, también señala que:

En lo que toca a Hespaña nos hiziera alhaja no pe­queña la graduación que, por mandato del rey don Philippo II, nuestro señor, hizo el maestro Esquivel, hombre docto en matemáticas, si prevenido de la muerte no dexara por acabar grande parte della y, principalmente, la Bética y Lusitania. Porque, aun­que los errores de Ptolomeo en lo antiguo no dieran lugar a que cotejándolo con lo moderno se averigua­ra cosa, pero fuera ayuda no pequeña para que más nos allegáramos a la verdad y a donde ninguno hasta nosotros huviera allegado. Mas espero que entre otros beneficios recebidos de la mano de Dios, Nuestro Se­ñor, por la de nuestro Invictísimo Monarca, se recebirá y conseguirá también éste, dándose perfección a lo moderno de Hespaña y de todos los demás de sus reinos, lo cual, si el resto de los príncipes hiziese en los suyos, gozaría nuestra edad de lo que no goza­ron los que nos precedieron (p. 143).

Y abundando en ello:

Descrivió, según que havemos visto, nuestro autor, en el libro tercero y cuarto, a Europa, repartida en tres senos, prosiguiendo primero sus partes más me­ridionales de occidente a oriente, y volviendo por las que se acuestan a septentrión, no cesó hasta tornar al poniente y parar en Lusitania, sin que ninguna de las cercanas ínsulas dexase de nombrar. Luego, nos dibuxó en el libro quinto, de África, todo lo que en su tiempo se sabía, con más de Asia la Menor y, de la Mayor, algunas regiones. En este libro sexto acaba lo de Asia de que él tuvo noticia y, con ello, todo lo que toca a geographía. Porque sabida cosa es haverse en nuestros tiempos descubierto, ansí de las tres par­tes del Mundo que los antiguos en alguna manera co­nocieron, como del Nuevo, que por la misericordia de Dios y felicidad de los reyes de Hespaña se ha de pocos años acá penetrado, muchas cosas dignas de que algún hombre muy diligente y con favor de algún grandísimo príncipe, en algún tiempo haga con los demás, juntando lo antiguo con lo moderno, muy par­ticular y cumplida descripción e historia geográphica (libro VI, capítulo II, p. 267).

A pesar de los límites que se autoimpone, la labor geográfica de Hernández tiene una veta adi­cional que cabe mencionar: su multicitado inte­rés por España no es sólo de un nativo más de ese país, ni un adorno literario del texto destina­do a aquellos de sus compatriotas que lo llegaron a leer. Se trata de una motivación geopolítica no formulada en claros términos teóricos, pero, por lo mismo, tanto más eficaz en el plano ideológi­co y en el pragmático.

Así, dedica a su país el siguiente comentario, extenso y tan encendido como —en este caso y en contraste con otros pasajes de nuestro autor­poco objetivo por la pasión que lo mueve:

(Abunda casi toda Hespaña). Cógese en Hespaña muy buen pan y vino, azeite y miel en grande cantidad. Cría muy excelentes carnes, lana, seda, sal, oro, pla­ta, azogue, alumbre, plomo, hierro y cobre. Hay en ella canteras de mármol, jaspes y otras piedras de gran­de precio y valor y, por abreviar, árboles, animales y minerales, cuantos son necesarios a la vida de los hombres; es muy sana región.

   El temple de sus gentes, por la mayor parte cálido, el color moreno, y pequeñas las estaturas. Son los hespañoles astutos en la paz, diestros en la guerra, y ani­mosos y sufridores de trabajos más que otras nacio­nes. Las mugeres no son tan abundantes en casta como galanas y graciosas, si las comparamos a las demás. No bebían vino, y ansí va perdiendo este buen uso; procuran, afeitadamente, la hermosura y esto con no sé cuál lícitos medios, aunque son, sin artificio della, natural y bastantemente adornadas. Son los hespañoles grandes disimuladores y, aun de gran parte, ma­liciosos y malévolos, presumptuosos, callados, tem­plados y poco serviciales. Su lenguaje es copioso y grave, aunque mendigado muchas vezes de lenguas extrangeras. Sus perlados son muchos y muy ricos. Tienen dos chancillerías, sin la hermandad, inquisi­ción, audiencias reales y consejos, que conservan la tierra en obediencia de Dios Nuestro Señor y de su rey, el cual tienen al presente muy valeroso y católi­co, por la misericordia inmensa de Dios contra la ca­lamidad destos tiempos.

   Hay muchas universidades donde se enseñan todas las ciencias, muchos monesterios y templos de gran­de santidad y religión y, principalmente, Guadalupe y Monserrat. Son de grande ingenio, aunque están in­fames de cansarse presto de aprender y profesan, sin tiempo, magisterios; son más curiosos en el tractar sus personas que el resto de las naciones, a las cuales todas exceden en el culto de la verdadera y antigua religión y, finalmente, ansí por su ánimo y valor, por sus artes y ciencias, son en todo el mundo estimados y temidos.

   Su paralelo medio tiene con el meridiano la pro­porción que hay de tres a cuatro. Su longitud, según modernas observaciones, es de cuatro grados hasta casi 19, que son 15, y su latitud desde 36 hasta 45, que son nueve y, según la antigua de Ptolomeo, su longi­tud de uno hasta 21 que son 20 y de 35 hasta 47 su latitud, que son 12.

   No es de callar que no hace Plinio mención de todas las ciudades y pueblos principales de Hespaña, antes se dexa muchos que en sus tiempos fueron fa­mosos y otros que se han hecho en los nuestros más principales, entre los cuales, no es el menor Valladolid, pueblo tan excelente como todo el mundo conoce y confiesa. Y Madrid, la cual, si no fuera por la muerte del serenísimo príncipe don Carlos, que pasó, a la sa­zón que esto escribíamos, desta miserable y penosa vida, con inmenso dolor y pena de todos, a la felici­dad y bienaventuranza del cielo, la cual muerte ha enturbiado y escurecido su gloria. Pudiera tenerse Ma­drid por uno de los más excelentes pueblos de su ta­maño que hay en Hespaña. Llamáronla los antiguos Mantua Carpetana, por estar en el reino de Toledo o Carpetana, aunque no falte quien con grande error e invidia maliciosa quiera privarla deste nombre y atri­buirle a un poblezuelo, no lexos della, que llaman Villamanta. Pero ¿cuál es el hombre de tan grosero entendimiento que en su antigüedad pone dubda? Pues allende de no cuadrarle del todo la graduación de Ptolomeo, haze (según lo tenemos mostrado) al caso muy poco; no es posible que un sitio tan saluda­ble y fértil y deleitoso y de tan abundante comarca, que parece haverle Dios criado para que fuese perpe­tuamente casa real de los reyes de Hespaña, no haya sido también de los antiguos hespañoles (que no es­cogerían para su habitación los más desechados luga­res) muy frecuentado. Su asiento es un lugar alto, des­cubierto al norte y visitado de muy sanos y frescos aires que tiemplan el calor del estío y purifican en todos los tiempos el cielo de todo lo que podría ser dañoso, a par del río llamado Guadarrama, que casi por sus haldas, sin ser a sus gentes en un pelo enfer­mo o dañoso, corre. Dízese estar cercado de fuego y fundado sobre agua, por ser los fundamentos de sus cercas de pedernal y es abundantísimo de fuentes de salutíferas y delicadas aguas. Tiene templos y mones­terios muy buenos y muchos y, entre ellos, dos famo­sos por haver sido fundados, el uno, que es San Fran­cisco, por el mismo sancto, y San Domingo el Real, del bienaventurado sancto Domingo. Es de hasta siete mil casas, de las cuales son muchas magníficas y sumptuosas y adornadas de grandes y espaciosos jardines y, la principal entre todas, la real, que es una de las mejores del mundo, siendo no sólo capaz de la magestad real del rey Philippo II, nuestro señor, y de su real prosapia y familia pero de tanto número de consejos; no quiero referir otros superóos edificios, huertos y arboledas que tiene a la redonda de sí, con que el rey nuestro señor la ha ennoblecido, como otras muchas partes de Hespaña haze, con edificios no in­feriores a los que el pueblo romano levantaba en tiem­po de su próspera fortuna y felicidad. Sólo baste que, por su lustre y grande comodidad, se reposa en ella lo más del tiempo la corte con tanto deleite y con­tento de todos, cuanto ella le da, principalmente no agotándose de cosa de cuantas son necesarias para pasar, abundante y sabrosamente, la vida (libro III, capítulo III, pp. 157-158).

Esto no es mero amor patrio; es el discurso de un orgulloso representante del Imperio. Un representante comprometido con la política impe­rial y, por lo mismo, monárquico, cristiano y enemigo de los turcos y del mahometismo, como ya vimos con anterioridad. Y así, la descripción que Hernández hace de África, aparte de mos­trar un escepticismo científicamente sano acerca de las fábulas predominantes respecto de ese con­tinente, también incluye, al lado de datos geo­gráficos enteramente válidos, un apasionado dis­curso antiislámico revelador no sólo del choque de intereses políticos, sino del natural interés de la metrópoli por las tierras que se extendían muy estratégicamente allende Gibraltar y frente a su propio levante. El texto en cuestión dice así:

Ha tractado Plinio, en los libros que preceden a éste, de Europa y de sus tan principales y excelentes regio­nes. En el presente descrive a África, tercera parte del Mundo de las tres que, con los demás geógraphos lati­nos y griegos, alcanzó a conocer.

   Excedida de Asia en grandeza y mayor que Europa, aunque no tan larga, ancha por donde toca al océano Atlántico, de donde se va siempre angostando hasta el Cabo, en que tiene su menor anchura.

   Tomó el nombre de Afer, del linaje de Abraham, si no se llamó ansí (según otros quieren) por estar agena de frío, como sitiada entre los dos trópicos y que no pasa del tercero clima. O (según León Africano) de Iphrico, rey de Arabia Félix, que dizen los eruditos de los moros haver venido allí con exército ahuyen­tado del rey de Asyria; o de faraca, verbo arábigo que significa dividir, a causa de estar divisa de Europa, co­mo diremos, por el mar Mediterráneo y de Egipto y Asia por el Nilo o por el mar Rubro, el cual tiene por término de la vanda de oriente, según quieren al­gunos geógraphos, aunque según Mela, Strabón y Pli­nio tiene por término oriental al río Nilo; de la de occidente al mar Atlántico, de la de septentrión al Líbico y, de la de mediodía, al Austral.

   Contiene dentro de sí las dos Mauritanias, Tingitania y Cesariense (aunque désta apenas tuvo Pomponio no­ticia, según parece de su descripción), Numidia, África Propria, la región Cyrenaica, Lybia Mareotis, las Ethiopías y otros pueblos monstruosos. Según León Africano (que la descrive como hoy se halla y con los nombres que tienen al presente sus ciudades y provincias) incluye a Berbería, Numidia, Libya y la re­gión de los nigritas.

   Fue Africa insigne en tiempo del imperio de los egipcios y cartagineses y, descaeciendo después, tor­nó a florescer al tiempo que Mahoma divulgó su dis­parate y maldita secta, hasta el imperio de los turcos, que tornó a ser abatida totalmente su grandeza. Florescieron las ciencias, primero, entre los egipcios; des­pués fueron transferidas a Grecia e Italia y, venidos ya los godos y longobardos, se pasaron a los moros, que por la traición del sacrilego conde don Julián ocupavan entonces la mayor parte de Hespaña, según se entiende de los árabes, médicos, philósophos, astró­logos y señalados en todas casi las otras ciencias, que en aquel tiempo a bueltas de Córdova y Sevilla, princi­palmente, y por la mayor parte de la Bética, florescían. Habitáronla, fuera de sus naciones, que con nom­bre general dixeron africanas, peños o phenices y griegos.

   Fueron, primero, según refiere León Africano, idó­latras; después, rescibieron la ley de los judíos. Tras esto fueron christianos y dieron últimamente en las vaziedades y desatinos de Mahoma, que ellos llaman Maehomot, en que hoy se tienen pie. Pasaron los ára­bes el Nilo y ocuparon África, dándoles lugar para ello Calipha, tenido entre los moros por cismático, en los 400 años de la Egira, en cuyos 208 fue el prin­cipio de la pestilencial secta de Mahoma y ansí se tomó su lenguaje que hoy está tan estendido en tan­tas y tan diversas partes del Mundo, dexada la lengua africana, la cual, aunque era diferente de la latina, usava de sus letras y characteres. Están agora entre ellos perdidas todas las buenas letras y disciplinas, aun­que me dizen, personas que lo han visto, hallarse en la librería que tiene el xarife en la ciudad de Fez libros muy antiguos y exquisitos, griegos, latinos y arábigos, de muy ancianas y sabrosas historias y otras ciencias, compuestos por excelentes varones en diver­sas facultades.

   Es Africa, por la parte que no se habita, muy esté­ril y llena de fieras y venenosos animales y, por la habitada, tan fértil y amena que dio ocasión a algunos de fingir fábulas estrañas y sacó a los latinos, según dirá Plinio en el capítulo que se sigue, de su paso or­dinario y gravedad acostumbrada, haziéndoles referir ridiculosos cuentos y ficciones. Superfluo sería y no de mi intinción o instituto, dar razón de las plantas y animales que cría y de otras cosas desta manera, aun­que no lo será tocar de pasada algunas. Dígolo porque cría vides tan grandes que dos hombres, asidos de las manos, no pueden abrazarlas, con razimos no infe­riores a su tamaño, y trigo en tanta abundancia que, de una hanega de sembradura, cogen más de ciento; que hay de zanahorias, hinojo y cardos con vástagos o tallos de 12 cobdos en alto, cañas iguales a las índi­cas y espárragos de no menor cantidad. Iten, árboles altísimos, pero en especial el citro, tan encarescido de los antiguos en el atavío o por mejor dezir en el des­perdicio de las mesas, semejante al aciprés silvestre en el tronco, hoja y olor, y diferente de nuestro cidro, que llamaron los antiguos malum medicam, y se tiene por árbol de su género.

   Su longitud y latitud [de África], las horas que tiene el mayor día en sus más principales regiones y ciuda­des, la diferencia dellas a las de Alexandría, la pro­porción de su paralelo medio al meridiano y leguas que corresponden en cualquiera de sus partes a los gra­dos de cada región, iremos diziendo cuando proce­diere particularmente la historia africana (libro V, Descripción de África, pp. 229-230).

Que el interés por África, particularmente por el norte de dicho continente —interés que había de concretarse en la adquisición por parte de la metrópoli de algunas colonias de dicha región— obedecía a un contacto muy real, queda demos­trado por el siguiente pasaje:

(El pueblo Volubil). Esta ciudad es la que llaman Fez hoy. Contar aquí su fundación, amplitud y partes, y entre éstas sus mezquitas, hospitales, colegios, meso­nes, casas, calles de mercaderes y oficiales; iten sus baños, ríos, molinos, huertas, arrabales y enterramien­tos; supersticiones, sectas, vestidos y costumbres, sería cosa más prolixa que necesaria, mayormente siendo tan cerca de Hespaña, que es verisímil lo haya no pocos de nuestras gentes visto (libro V, capítulo I, p. 233).

En resumen, Francisco Hernández, el protomédico de Felipe II de España, no sólo es un gran erudito, sino un profesional geográficamente muy competente, aunque no muy original, que mane­jaba a la perfección la ciencia geográfica de su épo­ca, aun cuando él mismo señala que no constituye su especialidad. Es, además, un científico prag­máticamente orientado que maneja los datos pro­venientes de la antigüedad clásica como una he­rencia viva que debe ser actualizada y enriquecida a fin de ser utilizada. Trabaja sobre esta heren­cia con respeto, pero no sin crítica y comenta­rio y, a partir de ella, señala tareas a la ciencia de su tiempo. También es un típico representante de la clase ilustrada y dirigente de la sociedad im­perial de la que formaba parte y, no obstante su erudición y objetividad, no escapa en su obra a las vinculaciones ideológicas y a los intereses políticos típicos de su grupo. Cabría añadir que tampoco parece haber pretendido colocarse por encima de ellos. La orientación pragmática de su labor estaba, antes bien, a su servicio, y la enor­me obra científica que llevara a cabo en la Nue­va España es parte de este brillante trabajo reali­zado en el nombre de una ciencia comprometida con su metrópoli y su época, antes que en el de la noción, siempre polémica, de una ciencia por la ciencia misma.

En este sentido, quizá debiera constituir un valioso ejemplo para sus descendientes intelectuales más obvios; es decir, los científicos del México de hoy.






1 Germán Somolinos d’Ardois, Vida y obra de Francisco Hernández, en Francisco Hernández, Obras completas, t.I, capítulo VI, “Re­greso a la capital”, inciso f, “El cosmógrafo y sus problemas”, p. 252, Universidad Nacional de México, México, 1960.

2 Ibid., p. 253.

3 Ibid., Véase en el tomo VI de las Obras Completas, p. 497.

4 Ibid.

5 Ibid., p. 254.

6 Ibid., p. 255.

7 Ibid., p. 257.

8 Ibid.

9 Germán Somolinos d’Ardois, Bibliografía del Dr. Francisco Hernández, humanista del siglo XVI, capítulo V, “,Manuscritos inéditos ig­norados y desconocidos de los cuales se tiene noticia por las propias referencias de Hernández” (47), p. 73, Washington, D.C., Unión Panamericana, 1958.

10 Ibid., p. 74.

11 Ibid., p. 75.

12 Ibid.

13 José Ma. Martínez Val, “El paisaje geográfico en los historiadores de Indias”, Revista de Indias, año VI, núm. 20, España, 1945.

14 Cayo Plinio Segundo, citado en: Francisco Hernández, Obras completas, t. IV, Historia natural de Cayo Plinio Segundo, vol. I, Méxi­co, Universidad Nacional de México, 1966.

TOMO VII. COMENTARIOS A LA OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ