CAPÍTULO XVIII


Cuál fue el primer amor, y cuándo nació, según el sentir de Platón, el amor intrínseco de Dios


Es el primer amor el del primer amante hacia el primer amado, y como éstos no tuvieron principio, pues son eternos, se infiere que el primer amor tampoco lo tuvo, sino que procediendo ab æterno de ambos, es coeterno con ellos. El primer amante es Dios que conoce y quiere; el primer amado el mismo Dios soberanamente bello; el primer amor, por ende, el de Dios hacia sí mismo. Mas como parece por lo arriba dicho que se hubiera dividido en partes la simplicísima esencia divina, que Dios como amante fuera inferior a sí mismo como amado, y, por último, que algo faltase a Dios al desear su unión como amante consigo mismo como amado, es de advertirse que según la norma de Platón, cuya doctrina explicamos ahora, no puede hablarse del amor intrínseco de Dios, amante y amado, en los términos, maneras y expresiones usados al tratar de los amores del mundo; que, por otra parte, no causa diversidad en su esencia ser amante y amado, antes tal relación intrínseca muestra su perfecta y pura unidad, la cual no existiría si en la divina esencia no se reflejaran, de la belleza amada, el sapiente amante, y de ambos el supremo amor. Y así como son en Dios una sola cosa el cognoscente, lo conocido y el conocimiento mismo, y aunque los contemos como tres y digamos que del amado se informa el amante, y que de ambos como de padre y madre nace el amor, todo ello es una sola y simplicísima esencia o naturaleza en modo alguno divisible o multiplicable, aunque cuando su eterna claridad se refleja en el espejo de nuestro entendimiento se produzca esta trina reflexión.

Y asegura Platón que no es mentido tal conocimiento, ya que nuestro intelecto capta a la Divinidad, que le excede infinitamente, según su propia y limitada naturaleza. Pues no mienten el ojo o el espejo con no poder captar el Sol en toda su claridad y magnitud o el fuego con su ardiente esencia; son ya fieles receptores al recibirlos en cuanto son capaces, aunque no abarquen su total naturaleza. No de otra suerte nuestro espejo intelectual recibe y figura a su modo la esencia divina, y no pudiendo percibir su pura unidad, la multiplica relativa y reflectadamente en tres. Porque no puede lo supremamente luminoso y simple imprimirse en lo menos luminoso sin multiplicación de su luz en luces diversas y menos claras. Como la luz solar dando en las nubes, en las aguas o en un espejo, se transfigura rota en colores múltiples y produce el iris, siendo ella en sí claridad pura y sin color, aunque contiene todos los colores, así la esencia divina, unicísima, se transfigura multiplicada en nuestro entendimiento.

Mas hace en la Divinidad nuestro intelecto tres de uno y no otro número cualquiera, porque es el uno principio del número y alude a la primera forma; insinúa el dos la materia prima, y el tres el primer ente compuesto de ambas. Y como nuestro entendimiento es en sí trino y primer compuesto, no puede comprender la unidad sin dicha trina relación, y distingue por eso, en la divina esencia única, las naturalezas de amado, de amante y de amor. Pero así como el que entiende, lo entendido y la intelección son tres cosas separadas cuando están en potencia, pero una sola e indivisa si se hallan en acto, así amado, amante y amor en potencia son tres, pero en acto uno solo. Y si esto es verdad de todos los amores, ¡cuánto más no lo será del purísimo acto divino en el seno de la suprema unidad! Cada uno de estos tres depende de otro: el amante del amado, y de ambos, como de padres suyos, el amor; y aunque parece repugnar todo origen a la naturaleza divina no sólo es posible, sino también necesario concebir la unidad divina bajo esta forma producente. Mas, por otra parte, tan necesario es a nuestro intelecto multiplicar el uno en tres, como establecer sucesión en dicha trina naturaleza, pues de lo contrario habría tres naturalezas separadas y no una sola, nos engañaría el entendimiento, y no podría concebirse la unidad por multiplicación si tal multiplicación no retuviese la unidad mediante la producción uniente.

De todo lo cual se infiere que, en la divinidad, la mente o sabiduría amante procede ab æterno de la belleza amada, y de una y otra, ab æterno, el amor. El amante, por tanto, es producido pero no nacido, puesto que no tuvo padres, sino un solo antecesor, como la madre Eva procedió del padre Adán, y el caos, madre de la materia, del intelecto divino que es padre del universo. El amor, en cambio, sí tuvo nacimiento, pues fue producido por el padre amado y la madre amante, como todos los hombres por Adán y Eva, y todo el universo por el intelecto y la materia; por donde se ve cuál es la causa de la producción y multiplicación de todos los seres.

Mas volviendo a la cuestión inicial, diremos, en suma, que el amor intrínseco divino nació ab æterno de Dios amante y amado, y es uno en la unidad de Dios y eterno en su eternidad.

TOMO VI.

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