CAPÍTULO X


Si la felicidad consiste en amar o en conocer a Dios


Suelen muchos dudar si la felicidad consiste en amar o en entender a Dios. Algunos opinan que está puesta en el amor, porque no parece debido que se finque y constituya sino en el acto supremo del alma que tenga por objeto a Dios, puesto que tal acto es el último fin del hombre. Pues siendo de razón que primero se conozca y se ame luego la Divinidad, se sigue que la felicidad ha de consistir no en el conocimiento, sino en el amor de Dios, que es el acto último. Aducen también como prueba importante la delectación, que se considera debe ser muy grande en la felicidad, y que es movimiento de la voluntad, y dicen por eso que el acto verdaderamente feliz ha de referirse principalmente a ésta, y no al conocimiento, que tiene mucho menos de gozoso.

Otros, por el contrario, sostienen que la felicidad estriba en el acto principal y en la facultad más espiritual de nuestra alma, y que siendo el entendimiento la facultad superior, y más distante de la materia que la voluntad, se sigue que la felicidad no puede consistir en el amor a Dios, que es acto de la voluntad. Dicen sin embargo que el amor y el gozo, como por añadidura, siguen al conocimiento mismo, pero que ninguno de ellos puede considerarse como fin. Y para explicar esto, al parecer dudoso, agregan que la felicidad consiste en el acto supremo de nuestra alma como en su verdadero fin, y en la más noble y espiritual de sus facultades, que es la intelectiva; y que aunque no puede negarse que el amor exige como necesario un conocimiento precedente, no se sigue de ello que el amor divino sea el acto último del alma, pues debe saberse que hay dos maneras de conocimiento de lo que se ama y desea, uno que precede al amor y le da origen, pero no tiene poder de obrar la unión perfecta, y otro que sigue al amor como efecto suyo, plenamente unitivo, pues no es sino un goce de unión y fusión perfectas. Así el conocimiento primero del pan lleva a los hambrientos al amor y deseo del mismo, pues si antes no lo conociesen con sus ojos, no podrían amarlo ni desearlo; pero merced a este amor y deseo llegamos por fin al conocimiento verdadero, propio e íntimo del pan mismo, que es fin del deseo y se consuma cuando lo comemos, pues sólo se conoce verdaderamente el pan cuando se ha gustado. Lo mismo le ocurre al hombre con la mujer, que conociéndola sólo por la vista, la ama y apetece, amor del cual pasa después al conocimiento unitivo, fin del deseo. Y lo mismo puede decirse de todo lo demás que se ama y apetece, pues en cada cosa amor y deseo son medios que nos conducen, del conocimiento imperfecto, a la perfecta unión que es el fin verdadero de esos dos afectos de la voluntad.

Si se examina la naturaleza de dichos afectos, se encuentra que no difieren mucho del amor y el deseo de la mente, aunque hayamos hablado ahora de amor y deseo sin hacer su distinción. Diremos, pues, que el amor puede definirse como un deseo de tener, con unión máxima, algo que se considera bueno. Y aunque el deseo suponga, como dije en otro lugar, ausencia de la cosa deseada, afirmo ahora que, aunque el objeto bueno exista y se posea, puede sin embargo desearse todavía, no para tenerlo, pues ya se ha conseguido, sino para gozarlo en una unión con conocimiento, goce que, si no se tiene todavía, puede desearse con una gran vehemencia. Tal deseo se llama propiamente amor, pero no el que se ejercita sobre lo que no se tiene y se quiere obtener.

Mas volviendo ahora a la cuestión inicial, digamos que al amor de Dios debe preceder el conocimiento que podamos lograr de objeto tan supremo, pues conociendo su perfección, si bien no plenamente, lo amamos y deseamos gozar de él en unión con conocimiento, y perfecta en la medida de nuestras fuerzas. Y ocurre a veces que con tal amor y tan vehemente deseo nos abstraemos en su contemplación que nuestro intelecto, como al influjo de una singular gracia divina, se remonta hasta inefables alturas que no podrían alcanzar por sí solos los vuelos de la especulación humana.

Y a tal punto se une y funde entonces con el mismo Dios, que se siente ya ser como parte divina más bien que forma humana, y su deseo y su amor están henchidos de mayor gozo que aquel amor y deseo primeros. Podrían empero subsistir el amor y el deseo en tal felicidad que excede a la comprensión humana; no ciertamente de alcanzar ese conocimiento de unión, que ya tendríamos, sino de prolongar el gozo de la unión divina, que es sin duda el sumo y verdadero amor.

Pero no me atrevería a decir que ha ya en el acto de beatitud algún placer, si no es en el momento de alcanzarlo (como sucede al adquirir lo que deseábamos y de que carecíamos) , pues casi siempre los placeres derivan del suplemento de un defecto y de la composición de la cosa deseada; pero al disfrutar en acto de la beatísima unión, no quedaría vestigio de defecto, antes el alma reposaría en la perfecta unidad, quietud inefable que excede a todo deleite, a toda alegría y a todo gozo.

Diré pues, en suma, que la felicidad no consiste ni en el acto de conocer a Dios que engendra en nosotros amor hacia él, ni en este amor que sucede a dicho conocimiento, sino sólo en el acto de unión íntima con Dios y de divino conocimiento suyo por la unión misma. Tal conocimiento se considera perfección suma del entendimiento creado, y tal acto de unión su fin último y beato, en que nuestro intelecto debe llamarse ya más bien divino que humano. Por eso las Sagradas Escrituras, después de enseñarnos primero que debemos reconocer la perfecta y pura unidad de la esencia divina, en seguida que hemos de anteponer el amor de Dios a la satisfacción de los deseos, a los placeres de los sentidos y aun a cualquier virtud del alma y de la voluntad racionales, agregan por fin que de ese modo nos unamos con Dios. También en otro pasaje nos prometen la suprema beatitud con estas solas palabras: “Y os uniréis con Dios.” Y no nos prometen otro bien, ni la vida perdurable, ni la gloria sempiterna, ni la suprema alegría, ni el gozo inefable, ni la luz infinita, ni cosa alguna semejante a éstas, pues el solo nombre de unión divina expresa mejor la suprema beatitud, porque contiene todo el bien y toda la perfección del alma inteligente y su única y verdadera felicidad.

Mas en la presente vida raras veces se alcanza tal beatitud, y si alguno por ventura lo lograse no podría prolongarla por mucho tiempo. Unido nuestro entendimiento y atado como está a la materia de este cuerpo mortal, los que viviendo todavía llegaron a tan sublime unión, no pudieron, impedidos por estos lazos, hacerla durable. Se dice empero de algunos cuyas almas superiores y privilegiadas, ya próximas a salir de esta vida, abandonaron por completo su cuerpo y permanecieron largamente en unión con Dios, hasta que desatados los lazos corpóreos entraron a gozar perpetuamente de la beata unión con la luz increada, de la que participan también los seres angélicos y las inteligencias puras que mueven los cuerpos celestes, cada uno según el grado de su dignidad y perfección.

TOMO VI.

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