CAPÍTULO VIII


Si puede Dios ser amado,

y si con el amor divino se mezcla

el deseo


Dijimos antes que amamos a Dios tanto más ardientemente cuanto mejor lo conocemos; pero entonces surge la duda de si puede ser amado. Porque si no puede ser comprendido tampoco podrá ser conocido, y si no es conocido tampoco puede ser amado, pues es preciso que todo lo amado sea antes conocido. No parece, desde luego, que podamos comprenderlo, pues lo infinito y perfecto no puede en manera alguna ser comprendido, ni siquiera concebido de modo completo, por lo que es finito e imperfecto.

Y ciertamente, sólo puede Dios ser amado en la medida que es comprendido, de suerte que, no pudiendo nosotros conocerle cabalmente ni comprender su infinita sabiduría, tampoco podemos amarlo digna y debidamente, pues no es capaz nuestra voluntad de amor tan sublime. Mas es propio de nuestra mente conocer según sus fuerzas, no según la inefable grandeza del objeto conocido; y tampoco nuestra voluntad lo ama cuanto debiera amarlo, sino cuanto le es posible amarlo en acto. Ni es preciso que lo que se conozca se comprenda exhaustivamente, sino que basta comprender de ello cuanto se conoce, pues lo conocido se comprende por el cognoscente, no según su grandeza, sino según la potestad de éste. ¿Quién no advierte que un mediano espejo capta la forma de un hombre no según la total naturaleza humana, sino según la receptividad del espejo mismo, que es sólo figurativa y no esencial?

Así también, el fuego es captado por el ojo no en su fuerza ardiente y propiamente ígnea, pues entonces el ojo se que maría, sino sólo según su color y figura. Mas ¿qué ejemplo mejor y más adecuado que el del hemisferio celeste captado por el ojo, tan pequeño, y a través de una partecilla tan insignificante que aseguran algunos ser indivisible? Y es que el ojo capta lo que ve según su propia potestad, tamaño y naturaleza, pero no según la naturaleza y condición del objeto visto. No de otro modo, pues, nuestro entendimiento comprende al infinito Dios en la medida de su capacidad, y no en la del océano inmenso de la esencia divina y de la infinita sabiduría; conocimiento al cual corresponde un amor a Dios proporcional a la condición de la voluntad humana, pero no proporcionado a la bondad de Dios mismo.

No parece inoportuno examinar también aquí si a este amor divino se mezcla el deseo. Y o diría que sí, pero el de ensanchar el humano conocimiento para que, creciendo éste, crezca también el amor a Dios, mejor conocido. Pues como la esencia divina y la divina bondad exceden infinitamente al amor con que las amamos, subsiste siempre en el hombre un venturoso deseo de acrecentar sin límites el conocimiento y el amor divinos, incremento para el cual siempre hay posibilidad de parte del objeto conocido y amado, aunque de parte del hombre puede ocurrir que tales anhelos tengan un límite más allá del cual no pueda elevarse, o que, alcanzado el extremo posible, quede en él un rastro del deseo de conocer lo que aún falta, aunque esto no pueda realizarlo, ni aun siendo bienaventurado, por la preeminencia del objeto sobre la capacidad y condición humanas.

Pero tal deseo subsistente no debe ocasionar tristeza a los bienaventurados, antes debe sedes motivo de indecible alegría el haber llegado al extremo que pudieron lograr en el conocimiento y el amor divinos.

TOMO VI.

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