CAPÍTULO IV


Del amor y el deseo de lo útil, y si para

practicar dignamente la vida

contemplativa conviene despreciar

o renunciar a las riquezas


Dijimos antes que jamás acaece que lo útil se ame y se desee a la vez, sino que se desea cuando nos falta, y cuando se alcanza y está en nuestro poder se ama y se goza de ello en una como unión y propiedad. Mas aunque esto sea verdad y gocemos de los particulares bienes poseídos, al punto se despiertan en nosotros nuevos deseos de cosas que no tenemos, y así, quienes procuran y codician con ansia las cosas útiles, se atormentan con múltiples e inacabables deseos; pues aunque algunos se apaguen y desvanezcan con la posesión de algunos bienes, apenas fenecidos surgen y se agrandan otros mucho mayores, llenando de tal ansiedad al hombre que su codicia y ambición nunca pueden saciarse, antes desea más cuanto más posee, tal como los que, queriendo apagar su sed con una mala bebida, más avivan su ansia de beber cuanto más beben. Así pues, si el deseo de lo útil es desenfrenado se llama ambición o concupiscencia, y si moderado, satisfacción; virtud ésta tan excelente que, según algunos, no son los que nadan en la abundancia quienes con más razón pueden llamarse ricos, sino los que viven tranquila y plácidamente con lo que tienen. Hemos considerado uno de los extremos de esta virtud, que es el apetito de lo superfluo; el extremo opuesto, que es el desprecio de lo necesario, se llama negligencia.

Hubo entre los estoicos y académicos quienes opinaran que las riquezas y toda suerte de bienes familiares debían despreciarse y, si fuere necesario, suprimirse, y aun algunos que de hecho los abandonaran y desecharan por amor de la vida contemplativa. Y el mismo Cristo Señor Nuestro, suprema e infinita sabiduría del Eterno Padre, confirmó esta sentencia al declarar que debemos menospreciar las riquezas, que son bienaventurados los pobres de espíritu, que les es tan difícil a los ricos entrar en el reino de los cielos como a un camello pasar por el ojo de una aguja, y otras enseñanzas semejantes por donde se conoce claramente que las riquezas y el apetito de ellas son impedimentos para la vida contemplativa, que es la más perfecta y feliz.

Los peripatéticos, por el contrario, piensan que las riquezas deben adquirirse, conservarse y usarse en su oportunidad, como convenientes que son y aun necesarias para el ejercicio de las virtudes morales y cívicas, y en general para la vida que llaman activa o práctica. Y aunque no sean dignas, dicen, de llamarse virtud, son sobremanera útiles para practicar la liberalidad, la magnificencia, la llamada limosna y demás acciones benéficas. Porque no bastada para realizar dichas acciones el solo impulso de la voluntad diligente y bien dispuesta, ya que la virtud es un hábito que se adquiere a través de muchas acciones, que suelen mejorar con la práctica.

Mas no por eso debe pensarse que estos filósofos están en desacuerdo; pues aunque los peripatéticos afirman (cosa que no niegan los estoicos) que para practicar la mayor parte de las virtudes morales, en que no estriba la felicidad, sirven mucho las riquezas, no achacan a vicio o negligencia que los estoicos hayan despreciado aun lo que parece necesario y no se hayan preocupado por adquirir y conservar los bienes familiares. Y es que éstos sentían tedio aun de lo necesario para la conservación de la vida, por su afán de entregarse más eficaz y plenamente a la contemplación, para la cual sabían muy bien que son impedimento las riquezas, pues ocupan el ánimo y lo apartan de la vida contemplativa, donde se halla el fin mismo del alma y por ende su beatitud suprema. A causa de lo cual han de menospreciarse no sólo las riquezas, sino también las virtudes que a veces las siguen, con tal que éstas no se cambien en vicios, sino en otras virtudes más altas y más próximas a la última felicidad. Así pues, sólo parecen no convenir entre sí unos y otros en que los estoicos, por el anhelo de una vida mejor, cuidan poco de las cosas que podrían servir y ayudar para el ejercicio de las virtudes morales que requieren el auxilio de los bienes útiles -cosa que harían también los peripatéticos-, como quienes, en pleno mediodía y bajo el esplendor de la luz solar, desdeñan la de una candela; mayormente cuando saben que los halagos de la fortuna son fomento de los vicios antes que estímulo y acicate para practicar las virtudes.

Los peripatéticos, por su parte, al considerar necesarias las riquezas para el ejercicio de las virtudes morales, quisieron sólo mostrar estas virtudes inferiores a fin de que, quienes no cuidan de adquirir las más altas e insignes, se apliquen por lo menos a éstas. Pero unos y otros tienen por cierto que es de indolentes e insensatos no procurar lo necesario para el ejercicio de las virtudes que no se alcanzan por la contemplación intelectual, y caer en cambio en el vicio opuesto a la ambición, que es el otro de los extremos en cuyo medio se sitúa la satisfacción, excelente y noble virtud que gobierna el deseo de los bienes útiles.

Porque el amor desenfrenado de las cosas útiles ya adquiridas es la avaricia, vicio torpe, vil y muy nocivo para el género humano; pues cuando es exagerado el amor de las riquezas, suscita en sus dueños un afán excesivo de conservarlas y defenderlas, que es impedimento para distribuirlas debidamente. El deseo moderado de conservarlas, no sin su conveniente distribución, es el término medio decoroso y digno de un hombre noble, y se llama liberalidad. Y por último, la falta de amor de las mismas, su derroche y su distribución inmoderada, se oponen a la avaricia y se llaman prodigalidad; de suerte que el pródigo no está más libre de culpa que el avaro, pues uno y otro persiguen los extremos, donde se encuentra siempre el amor de las cosas viles. Sólo el liberal, pues, es digno de llamarse honesto y diligente, pues con laudable ponderación elige el término medio en que se asienta la virtud.

TOMO VI.

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