CAPÍTULO III


Si puede el deseo tener por objeto lo que no existe


Hay entre los filósofos quienes opinan que el amor tiene por objeto sólo las cosas que existen, pero que el deseo se concibe también de las que no existen realmente, y tratan de probarlo con muchas razones. Primero, porque deseamos los hijos que no hemos engendrado, la completa salud si estamos enfermos, y cosas semejantes que ni poseemos ni existen en parte alguna. Segundo, porque juzgamos cuál cosa existe y cuál no, distinguiendo así la una de la otra, y por ende conocemos las cosas que no existen tanto como las que existen, y podemos entonces desearlas o abominarlas. Tercero, porque si fuera preciso que existieran las cosas que se creen buenas y dignas de desearse, sería siempre cierta la opinión que de las mismas se tuviera, y nadie se engañaría al dar su parecer acerca de ellas; pero vemos que, por el contrario, nos engañamos a menudo, y que son diferentes de como las pensábamos, luego hay que conceder que no es necesario que exista la cosa deseada. Cuarto, porque ¿quién no ve, dicen, que se desea que exista lo que no existe, como las lluvias en la sequía, el tiempo sereno cuando hay vendaval, el retorno del amigo que se halla ausente, y otras cosas semejantes que redunden después en beneficio nuestro? Por donde se ve que el deseo puede ejercitarse sobre cosas que no existen. Quinto, porque es innegable que se desean muchas cosas que no existen ni en sí mismas ni en el que las desea, como la salud y los hijos cuando se carece de ellos. Persuadidos, pues, por todas estas razones, juzgan que el amor tiene por objeto lo que existe, y el deseo, en cambio, lo que no se ha obtenido y también lo que no existe.

Hay quienes opinan, por el contrario (y esta es a mi juicio la opinión que debe seguirse), que nada puede desearse, así como tampoco amarse, que no exista de alguna manera. Porque, dicen, así como es preciso que el conocimiento preceda al amor, así también al deseo, pues si no conocemos algo bajo la especie de bien, no podremos desearlo; pero no puede conocerse lo que no existe, luego es necesario que exista lo que se desea. Y si deseamos hijos, salud u otros bienes que parecen no existir, es porque en alguna manera existen y los conocemos, pues alguna vez gozamos de perfecta salud, y hemos procreado hijos o vemos que otros los tienen; y aunque los hijos y la salud que deseamos no los conozcamos aún en su singularidad, basta que hayamos aprehendido su real y común naturaleza para que podamos desearlos y procurarlos, pues si bien no tienen ser actual, lo tienen en potencia, y si no los podemos amar con verdadero amor, sí con un afecto concebido por imaginación.

Mas no porque las cosas existan como preconocidas y deseadas habrá de ser siempre certero el juicio acerca de ellas, ni estaremos a salvo de ofuscarnos en su apreciación. Aun las cosas mismas que amamos y sus contrarias, vemos que se entremezclan unas y otras; las creemos a menudo buenas cuando son malas, y a veces malas cuando son buenas, y caemos por eso en tantos errores y vicios. Pues así como la verdad y la recta apreciación de las cosas producen en nosotros los mejores y más nobles deseos, de donde derivan todo género de virtudes, conducta honesta y obras dignas de alabanza, de igual suerte el error engendra perversos, indignos y torpes deseos, y despierta aficiones y amores insanos, de donde provienen los yerros y vicios.

Por todo lo dicho, es de razón que tanto el deseo como el amor exijan que su objeto exista. Y no tiene ninguna fuerza para desvirtuar estos argumentos lo que se objetaba en cuarto lugar, porque si deseamos que existan las cosas que no existen, es debido a su previo conocimiento, por ejemplo el de las lluvias que muchas veces hemos visto caer, o porque existe en potencia lo que deseamos que exista realmente; consideración que, si bien se examina, desvanece también lo que se objetó en quinto lugar. Debe tenerse, pues, como cierto, que para desear o amar algo es necesario, primero, que de alguna manera preexista; después, que lo conozca el entendimiento; en seguida, que se juzgue bueno, y que así finalmente suscite el amor y el deseo. Por eso dijo Aristóteles que el ente, lo verdadero y lo bueno convienen y se convierten entre sí.

De todo lo anterior debe inferirse, en lo que a la presente cuestión se refiere, que el deseo no es otra cosa sino un movimiento de la voluntad por el cual queremos que exista y nos pertenezca algo que juzgamos bueno y de que carecemos, y el amor un anhelo de gozar, con unión, de algo que asimismo se considera bueno.

TOMO VI.

ESCRITOS VARIOS