TRABAJOS FILOSÓFICOS



INTRODUCCIÓN DE ELSA CECILIA FROST. TEXTOS TRADUCIDOS POR JOSÉ ROJO NAVARRO



LOS INTERESES FILOSÓFICOS DE FRANCISCO HERNÁNDEZ


ELSA CECILIA FROST



“A la espada y al compás, más, más, más y más.” Esta divisa, adoptada por Bernardo Vargas Machuca, de hecho lo caracteriza no sólo a él, sino a varias generaciones españolas de los siglos XVI y XVIl. El afán de conquistar y descubrir, de andar y ver, de inquirir y experimentar, de conocer, en suma, se encuentra tanto en soldados como en marinos, en frailes como en gobernantes, en comerciantes como en mineros, en juristas como en médicos. Esta curiosidad insaciable —que para muchos es el sello del Renacimiento— encontró un amplio campo en las “tierras nuevamente descubiertas”, que presentaron a sus descubridores enigmas y secretos insospechados, ya se tratara de la geografía, de la flora y la fauna, o de los usos y costumbres de los hombres que las habitaban. La conjunción de estos dos factores —el ansia de saber y la novedad de la tierra— hizo que se olvidaran límites y que los relatos y las crónicas desbordaran lo que pudiéramos llamar el oficio de quienes los escribieron. Así, soldados casi analfabetos fueron capaces de reencontrar viejas fórmulas poéticas y dar a sus crónicas el tono de la leyenda. Frailes misioneros se empeñaron en saber el secreto de las extrañas culturas: “puesto que los predicadores y confesores, médicos son de las almas {y} para curar las enfermedades espirituales conviene que tengan experiencia de las medicinas y de las enfermedades espirituales”. Graves letrados ensayaron la mano en la descripción geográfica y aun intentaron solucionar el serio problema teológico de si el Evangelio había sido predicado en todo el mundo conforme al mandato de Cristo o si esta gente, por oculto juicio de Dios, había vivido sin la gracia del Salvador por dieciséis siglos. Y un médico maduro, llamado Francisco Hernández, no sólo dejó la salud en “las selvas hostiles y los pérfidos ríos” de la Nueva España, buscando descifrar el enigma de la naturaleza americana, sino que encontró tiempo para acabar de traducir y comentar a Plinio, redactar una doctrina cristiana en verso, plantearse problemas de filosofía aristotélica y estoica y aun escribir sobre la historia prehispánica y la conquista de México.

Sin embargo, si hacemos a un lado los casos verdaderamente excepcionales, este paso de un tema a otro, de lo que ahora llamaríamos de un terreno científico a otro, no es tan sorprendente como puede parecer a primera vista. Recordemos tan sólo la vieja frase que equipara a la filosofía con un añejo tronco del que han ido desgajándose todas las otras disciplinas. Filosofía fue en su origen simple amor a la sabiduría y en ella encontraron cabida, durante muchos siglos, todas las inquietudes intelectuales del hombre. Filósofo era quien se planteaba la interrogación acerca de lo que es posible saber, acerca de lo que el hombre debe hacer o acerca de lo que puede esperar. Es decir, era filósofo todo aquel que investigaba sistemáticamente cualquier problema humano, usado este calificativo en su más amplio sentido, o sea, no sólo como lo perteneciente al hombre, sino como todo aquello que le atañe de un modo o de otro. Antropología, psicología, gnoseología, ética y saber de salvación eran filosofía, pero con el mismo título lo eran la cosmología, las matemáticas y la física. Y aun, si el criterio para juzgar qué es filosofía fuera el temporal, habría que decir que la física fue precisamente el núcleo del que se formó y por ello, quizá, su parte más irreductible. Una simple ojeada a la temática de los grandes filósofos de la antigüedad y aun de la época moderna nos puede convencer de la amplitud de los intereses agrupados bajo el rubro común de filosofía. Lo que es más, esta unidad omnicomprensiva del afán humano por alcanzar la verdad recibió lo que pudiera llamarse una sanción oficial al establecerse las primeras universidades europeas. Fuera cual fuera la profesión elegida —y no había muchas donde elegir— el estudiante debía cursar primero el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música), que juntos comprendían las llamadas siete artes liberales. Sólo después de este preámbulo podía iniciarse la especialización. Es verdad que estos estudios no implicaban un gran conocimiento filosófico, ya que sólo se manejaba la dialéctica o lógica que, de acuerdo con Aristóteles, es una propedéutica filosófica y no una rama de la filosofía misma. Pero el papel preponderante que el Filósofo empezó a representar a partir del siglo XII —cuando tanto la escuela de Toledo como Jacobo de Venecia iniciaron la gran labor de traducción que había de entregar la obra aristotélica a los filósofos y teólogos medievales— hizo que para mediados del siglo XIII fuera inimaginable que alguien obtuviera una licenciatura en artes sin conocer todos los libros de Aristóteles. Desde luego, cabe preguntarse por qué esta fascinación de la Edad Media por el Estagirita, cuando parecería más natural que la especulación cristiana hubiera hecho uso de la filosofía platónica, mucho más afín a su propio espíritu. De hecho así fue, pues cuando el cristianismo tuvo que defenderse de los ataques teóricos del paganismo echó mano de ideas platónicas o neoplatónicas y durante siglos el pensamiento cristiano estuvo dominado por el platonismo. Pero —como ya dije— a partir del siglo XII, el Occidente de Europa recibió de golpe toda la tradición científica y filosófica de griegos y árabes: “Euclides, Tolomeo, Galeno, los matemáticos y astrónomos árabes, Avicena, Alfarabi, Avicebrón, pero sobre todo Aristóteles cuya figura domina la tradición científica tanto de griegos como de árabes”.1 La consecuencia más importante de este nuevo conocimiento fue, sin duda, el plantear ante la mente medieval la cuestión de las relaciones entre la religión y la ciencia y la filosofía. Por una parte estos sistemas le descubrieron un nuevo panorama. No eran una simple adición a los conocimientos tradicionales, sino que se trataba precisamente de sistemas completos y coherentes que intentaban dar cuenta de toda la realidad. Y, por otra parte, no podía escapar a su atención que eran del todo independientes metodológicamente de la teología. Su verdad era una verdad aparte de la revelación, ya que había sido alcanzada por los filósofos y científicos griegos y sus comentaristas griegos e islámicos. El sistema aristotélico, en particular, deslumbró al hombre medieval como el “ne plus ultra de la actividad humana intelectual, puesto que constituía el esfuerzo más sostenido y amplio de la mente humana”2 por dar una explicación del universo. Pero no se les ocultaba que, a nombre de la razón, contradecía en parte la doctrina cristiana y, por ello, o se le rechazaba o se le aceptaba sólo parcialmente, al “separar sus elementos físicos de los metafísicos o aceptar su explicación de los fenómenos naturales y rechazar su teoría del ser espiritual”.3 De hecho, el aristotelismo era un reto a los dogmas fundamentales del cristianismo (como lo era también para los del judaismo o el Islam). De ahí que, durante toda la primera mitad del siglo XIII, la enseñanza de Aristóteles —fuera en los textos mismos o en comentarios, en público o en privado— estuviera prohibida, si bien los estatutos de la universidad de París ordenaban el estudio de la lógica, conocida de antiguo, en la traducción de Boecio. Pero las condenas rara vez sirven para algo más que para avivar el interés por lo condenado y así, a despecho del papa y de los obispos, hubo universidades, como la de Tolosa, que atraían estudiantes ofreciéndoles precisamente aquello que las autoridades eclesiásticas prohibían. La situación era peligrosa, pues lo que estaba en juego era ni más ni menos que la vida del pensamiento mismo. Al enfrentarse la razón con la fe hubo casos, como el del Islam, en que la primera fue sacrificada a la segunda, y es indiscutible que para los defensores de la ortodoxia cristiana así debía ocurrir también ahora. Después de todo, la filosofía no tenía más utilidad que ser defensa de la fe “frente a la perversidad de los herejes o a las objeciones de los insensatos”,4 lo realmente importante para el hombre era alcanzar la vida eterna y para ello poco había de servirle el conocimiento de la filosofía de Aristóteles o de cualquiera de sus comentaristas. En esta crisis, la supervivencia del pensamiento fue posible gracias a hombres como Tomás de York, Alberto Magno y Tomás de Aquino, cuya vitalidad religiosa les permitió enfrentarse al conflicto y encontrar la solución. No fue fácil, y todavía en 1277, tres años después de muerto el Aquitense, se intentó excluir el tomismo de París y Oxford.

Si bien Alberto Magno y Tomás de York respondieron cada uno a su modo al reto que presentaba Aristóteles, su labor no puede compararse, en modo alguno, a la de Tomás de Aquino, pues lo que el dominico hizo no fue —como afirman sus detractores— “bautizar” a Aristóteles, ni meterlo como fuera dentro de los moldes del pensamiento cristiano, sino encontrar una solución al problema entre la verdad racional y la verdad revelada que, aún hoy, a pesar de los siglos transcurridos, no puede menos que sorprender por su sencillez y claridad. Para la firme fe religiosa de Tomás, el problema no pasa de ser un falso problema, ya que si bien pertenecen a órdenes distintos, la razón y la fe no se contradicen, ni entran en conflicto. Todo lo contrario, hay entre estos dos órdenes tal armonía y concordancia que la razón es confirmada y, por así decirlo, desarrollada por la fe. A su vez, la inteligencia humana —creada por Dios— no niega la revelación, la complementa. La clave de esta armonía está en no pedir a la razón lo que ésta no puede dar. Pues, frente a la tradición agustiniano-platónica que hace del hombre un ser espiritual aprisionado temporalmente en la carne, Tomás de Aquino hace suyos los principios de la física aristotélica y los aplica a la naturaleza humana: así, la materia es el principio de individuación en el hombre, en tanto que el alma es la forma del cuerpo. El ser humano es parte de la naturaleza y, de acuerdo con el orden de ésta, “el alma intelectual ocupa la posición inferior entre las sustancias intelectuales. Pues no tiene un conocimiento naturalmente innato de la verdad, como lo tienen los ángeles, sino que tiene que reunir su conocimiento a partir de las cosas materiales percibidas por los sentidos”5 O lo que es lo mismo, el hombre no es un espíritu puro entregado a la contemplación de la realidad absoluta, sino que su inteligencia, consustancial a la materia y sujeta a las condiciones espacio-temporales, sólo puede construir un orden inteligible a partir de los datos de la experiencia sensible, que sistematiza la actividad científica de la razón. Es decir, por una parte, “la razón humana es distintivamente animal, la forma más baja y oscura de inteligencia; por la otra es el principio de orden espiritual en la naturaleza y su función esencial es reducir el caos ininteligible del mundo material a la razón y el orden”.6 En otras palabras, la razón es el instrumento para conocer este mundo y la aceptación de este postulado tomista abrió el camino a la actividad científica, permitió la reconquista del mundo perdido de la ciencia griega y también la anexión del mundo ajeno del pensamiento islámico y todo ello —y éste es el logro más importante de santo Tomás— sin que la cultura medieval perdiera su continuidad espiritual ni sus valores religiosos específicos.

Pero en la medida misma en que el dominico logró integrar los principios aristotélicos a la estructura del pensamiento cristiano, el tomismo había de resultar relativamente estéril. Pues al irse imponiendo en el mundo intelectual —aunque su supremacía no haya sido nunca absoluta— cayó en una mera repetición, en una disputa sobre cuestiones superfluas y por ello en un cierto descrédito que, sin embargo, no había de tocar al propio Aristóteles. Éste, como dice Jaeger:7 “es la única gran figura de la filosofía y la literatura antiguas que no ha tenido jamás un renacimiento. Todos sabían que era una potencia con la que había que contar”. . . cuando menos en el terreno científico y filosófico, ya que su mundo unitario, articulado con toda precisión hasta los más pequeños detalles, ejerce una atracción singular. Así el Renacimiento, más que de rechazar a Aristóteles junto con la despreciada escolástica, trató de volver al verdadero Aristóteles, aquel cuya “filosofía divina se oculta —según su editor Lefevre d’Étaples— bajo las apariencias naturales como el fuego en el pedernal”: Aristoteles ex Aristotele. Sólo en un terreno se rechazó la tradición aristotélica y es aquel que puede llamarse el propiamente religioso. Al volver los ojos hacia el Evangelio, los hombres renacentistas no necesitaron, para comprenderlo, ni de la escolástica ni de Aristóteles. Puede decirse, por tanto, que a partir del Renacimiento y durante todo el siglo XVI, el mundo intelectual europeo mantiene una actitud doble hacia Aristóteles. Por una parte, la admiración ilimitada por su obra que conlleva el deseo de conocer los textos primitivos para interpretarlos lo más fielmente que sea posible. De ahí las numerosas ediciones del corpus aristotélico, entre las cuales se cuentan algunas españolas, y los no menos numerosos comentarios, Compendios y traducciones al latín o a las lenguas vernáculas.8 Y por la otra, el desinterés, por no decir rechazo, de quienes no quieren —como Erasmo— otra filosofía que no sea la del Evangelio.

El rodeo ha sido largo pero conveniente, porque servirá tanto para explicar el interés de Francisco Hernández por la filosofía aristotélica como para ver si existe el erasmismo que se le ha atribuido. El interés es evidente, pues de los seis manuscritos hernandinos sobre temas filosóficos que han llegado hasta nosotros, cinco se refieren a Aristóteles o a su escuela. Así, a primera vista, Hernández nos resulta, como era de esperarse en un médico, mucho más “científico” que erasmista. No conviene, desde luego, apresurarse a sacar conclusiones y han de ser los textos del propio Hernández los que nos hagan ver sus inclinaciones.

Pero antes de seguir adelante, creo necesario aclarar por qué hablo de seis escritos filosóficos de Hernández, cuando Somolinos en su “Bibliografía hernandina”9 menciona sólo cinco. 1) Compendio de philosophía moral según Aristóteles en las Éthicas que escriuió a Nicómacho, por el D.F.H.M. de Phi. 2o., libro primero; 2) Libro primero de los phísicos que tract a de los principios de ciencia natural; 3) Quaestionum stoicarum liber unus Francisco Hernando medico at que histórico Philippi secundi Re gis Hispaniarum et Indiarum et totius novi orbis medico primario authore; 4) Problematum stoicorum liber unus eodem authore y 5) Problemata seu erotemata philosophica, secu{n}dum mentem Peripateticorum, et eorum principis Aristotelis. Doctore Francisco Hernando Protomedico, et histórico Philippi secundi authore. Reconozco que lo que he hecho es desglosar este último manuscrito, ya que en él se advierte claramente la presencia de un segundo trabajo: Problemata mor alia ex mente Aristotelis que, según se verá, está emparentado con el primero, pero le es independiente. También conviene advertir que —como ya señaló Somolinos— no se trata de una traducción de textos aristotélicos, según se creyó en un principio, sino de resúmenes y comentarios. El más antiguo de ellos (que Somolinos bautizó con el nombre de Compendios aristotélicos ) comprende dos trabajos distintos, si bien muy cercanos tanto por su estilo como por su contenido. Puede fecharse —de acuerdo con la prueba que proporciona el texto mismo al referirse a la construcción de El Escorial— entre 1565 y 1568. Su doble título es: Compendio de filosofía moral según Aristóteles en las “Éticas” que escribió a Nicómaco, por el D.F.H.M. de fi., 2o., libro primero y Libro primero de los “Físicos” que trata de estos principios de la ciencia natural. Ninguno es un resumen completo. En el primero encontramos sólo seis de los diez libros de la Ética a Nicómaco y el segundo está formado por cinco libros que —a pesar de los títulos que llevan y que hacen pensar en otras tantas obras aristotélicas: sicos, Del cielo y del mundo, De la generación y corrupción, De lo que se hace en lo alto y primero de la virtud celeste baja (?), Del ánima— no corresponden estrictamente a ningún texto de Aristóteles, como veremos después.

Por lo que se refiere al Compendio de filosofía moral, éste sí sigue paso a paso el texto aristotélico aunque abreviándolo tan radicalmente que varios largos capítulos (por ejemplo, el VI del primer libro) acaban por ser sólo unas cuantas líneas. Pero además, al resumir, Hernández lo hace de tal forma que la prosa seca y lúcida de Aristóteles se convierte en un modo coloquial, impresión que confirman las interpolaciones que nos van surgiendo al paso. Otra diferencia la constituyen los “Argumentos” que, muy a la moda de la época, antepone a cada uno de los libros. Es de notarse, además, que si bien el contenido del libro sexto corresponde al del texto aristotélico, hay un cierto desfase en los capítulos, que de trece se convierten en diez. Hernández no hace, por lo común, ningún comentario a lo que va compendiando y, cuando lo hace, puede afirmarse que será casi siempre para agradar al rey o para guardarse de algún problema con la omnipresente Inquisición. Así, usa a Felipe II como ejemplo tanto de magnificencia: “Ejemplo tenemos de esta ilustre virtud, como de casi todas las demás, en el rey nuestro señor, si echamos los ojos por sus heroicas obras. Si no díganlo los príncipes cristianos con quien no pocas veces ha sido magnífico, díganlo las obras hechas en ornamentos y culto de Dios, y de la república”;10 como de justicia: “Florece tan ilustremente en el rey Felipe esta virtud que parece haberle Dios escogido para tener en peso la justicia en estos soberbios y enconados tiempos, con tanta igualdad que ni la calidad de las personas, ni la dificultad de los negocios, ni el desenfrenamiento de esta edad es parte para estorbarla, dígalo Flandes y, en suma, el Viejo y el Nuevo Mundo donde se gobierna todo con tanta igualdad que ni los pequeños hacen desacato a los mayores, ni los grandes tiranizan los pequeños, y así se espera será siempre mientras nos guardare Dios tan buen rey y de sus consejeros no recibiere engaño.”11

Casi por demás está señalar que el elogio al rey es aquí tan completo que la última frase no es más que una disculpa de cualquier mal que pudiere causar al atribuir éste a engaño de sus servidores más inmediatos. Actitud que, desde luego, no es privativa de Hernández.

Sus protestas de ortodoxia no son muy numerosas. Encontramos la primera al final del “Argumento del libro primero”, donde —dirigiéndose al rey— advierte “que aquí no se trata de la felicidad verdadera que la fe y Escritura Sagrada nos enseñan, sino de la que, según Aristóteles, la lumbre natural había investigado y hallado, lo cual fue necesario avisar porque si alguno se topare que no suene bien a las orejas piadosas se entienda ser de solo el parecer de Aristóteles, el cual, aunque fue excelente filósofo, se debe menospreciar todas las veces que no atinare a la verdad que la fe ortodoxa y escritos sagrados distinta y claramente nos enseñan”.

Más adelante, en el capítulo V de este mismo primer libro, en el que Aristóteles se plantea el problema de a qué tipo de vida va unida la felicidad, Hernández —en un apéndice— da un giro al problema y éste se convierte en el de la infelicidad de los justos, por lo que, saliéndose del contexto, comenta: “Parecióle a Aristóteles, y a muchos de los antiguos, consistir la felicidad en las cosas humanas y conseguir los hombres en la carne su más dichoso fin, pero la fe nos descubre este engaño y enseña que está puesta en entender y amar la cosa más excelente que es Dios. Lo cual, aunque en esta vida acontezca a los buenos en enigma y espejo, pero cara a cara solamente después de la muerte en la gloria de Dios, donde, y no en otra parte, se halla aquel estado perfecto en que concurren, sin mezcla alguna de mal, la universidad de todos los bienes”.

Todavía encontramos un tercer comentario que destaca el valor incomparable de la doctrina cristiana frente a la del “gentil”. Aristóteles, al analizar las características de los actos voluntarios, afirma que cuando se soporta la deshonra o el dolor a cambio de algo grande y bello la acción es loable. Para Hernández, por el contrario, “no es lícito cometer la menor de las culpas, porque de allí se sigan algunos bienes”, así lo tiene averiguado según nos dice “toda la escuela de los teólogos, contra el parecer de Aristóteles”. Es más, las frases finales de este pequeño apéndice hacen hincapié en que el parecer del Estagirita debe desecharse —aparentemente en todos los casos en que vaya contra la opinión de la Iglesia—, para allegarnos “al de los filósofos cristianos, como certísimo y muy verdadero”.

Son estos tres casos los únicos en que Hernández se enfrenta al texto aristotélico y en los tres se apoya, más que en el Evangelio, como lo haría un discípulo de Erasmo, en la autoridad de la Iglesia. Toda su actitud aquí es antítesis de la de quienes se planteaban el problema del saber humano en los términos evangélicos: “¿qué aprovecha al hombre ganar el mundo, si pierde el alma?”12 Para Hernández tanto la filosofía aristotélica como la teología tienen un valor que no está en discusión.

Por aquí y por allá aparecen en el texto hernandino términos que, aun de no existir los comentarios mencionados, permitirían ver que se trata de un cristiano, ya que, con toda naturalidad, cambia el plural aristotélico “dioses” en Dios y llama “pecado” a toda acción que pueda calificarse de mala, sin que se moleste en dar la razón del cambio y tampoco parezca tener conciencia de lo que implica.

Si volvemos ahora a los comentarios restantes, nos encontraremos con tres casos en los que intenta aclarar la doctrina aristotélica mediante ejemplos familiares. España, nos asegura, es campo propicio para ver lo que es un “codicioso de honra”, pues por temor a la infamia (que viene a ser su contrario) “se ponen las vidas a cada paso en el tablero”.13 Cita en otra ocasión las palabras de un personaje de la corte, don Hernando Cardona, y recuerda, al tratar de la “buena conversación”, a muchas personas principales a las que decide no nombrar.14

Queda un último comentario hernandino, el que cierra el capítulo I del libro cuarto, que resulta enigmático. El tema es aquí la liberalidad y de pronto el tono objetivo de Aristóteles que, a pesar de las interpolaciones, puede decirse que es también el de Hernández, cambia por completo para convertirse en una denuncia. Nuestro médico reconoce que toca a todos —sobre todo a los grandes señores y a los reyes— dispensar los bienes que poseen, pero lo grave es que hay, entre estos últimos, quienes se olvidan de que es necesario retener mucho para conservar a la patria “y con prodigalidad la destruyen, siendo forzados a quitar a sus súbditos pobres lo que desenfrenadamente dan a sus privados ricos y, aun dando a los beneméritos, crían amparadores de sus repúblicas y, dando a los que no lo merecen, engordan lobos que las tiranicen y desbaraten y, lo que es peor, que el uno aborrece al otro después que ni al uno queda qué dar ni al otro qué recibir”.

Quizá no se trate más que de una consideración general, aunque el tono parece indicar algo más que eso. Pero, de ser así, ¿qué hecho lleva al cauteloso Hernández a salirse de sus casillas? ¿Quién es el rey o gran señor que engorda lobos que desbaratan el rebaño?

Al terminar aquí este somero examen del primer Compendio de Hernández algo se ha sacado ya en claro: su evidente interés “científico” por la filosofía aristotélica, del que dará pruebas también en los escritos siguientes; trabajos de los que se ha dicho que no forman una unidad y que resultan aún más inexplicables por lo que a su utilidad se refiere.

Somolinos, en su “Bibliografía hernandina”,15 considera que el manuscrito llamado Libro primero de los “Físicos”... es un Compendio de la Física aristotélica, que “consta de ocho libros”, al que se ha añadido un “resumen del primer libro del alma”, si bien añade: “Comparando los originales de Aristóteles con lo escrito por Hernández se observa que no llevan correlación precisa los temas de los libros aristotélicos con los temas tratados en los Compendios de éste”. El problema que plantean es de hecho aún más complicado, ya que —a pesar de la numeración corrida tanto en las páginas del manuscrito como en el orden de los capítulos— parecen ser cinco trabajos diversos aunque todos tengan un trasfondo aristotélico. No son Compendios ni mucho menos meras traducciones. Si con algo guardan mayor semejanza es con fichas de trabajo a las que se agrega un comentario con vistas a un escrito posterior. Pero si de esto se trata ¿por qué les dio Hernández una cierta continuidad al dividirlos por capítulos? La forma es desconcertante y será necesario un análisis más detallado.

Así, si los cotejamos con los textos aristotélicos, el Libro primero de los Físicos que trata de los principios de la ciencia natural resulta ser un resumen en dieciocho capítulos de toda la Physica.

Mejor suerte —aunque sólo relativa— corre el tratado aristotélico de menor extensión, De caelo, cuyos dos primeros libros (de un total de cuatro) se convierten en los veinte capítulos del Libro segundo del cielo y del mundo.

El Libro tercero de la generación y corrupción trata en veinticinco capítulos el contenido del libro II del De generatione et corruptione, y el misterioso Libro cuarto de lo que se hace en lo alto y primero de la virtud celeste baja, identificado al final del manuscrito como “Libro de los Meteorológicos”, se refiere efectivamente a los cuatro libros de la Meteorológica, aunque en un orden anárquico y en veintiocho capítulos.

El último trabajo del manuscrito hernandino, ya identificado hace tiempo con el De anima aristotélico, no es sin embargo un resumen del libro primero de esta obra, sino más bien anotaciones sobre los libros II y III, repartidas en treinticuatro capítulos. De modo que la primera impresión se confirma y los cinco libros se inspiran en otras tantas obras aristotélicas.

La brevedad misma del texto nos hace ver que poco puede ser lo que Hernández aporte al conocimiento e interpretación de Aristóteles. Aunque los llame libros y los divida en capítulos, de hecho, son apuntes que se reducen a unas cuantas líneas. Sin embargo, haciendo a un lado el aspecto que pudiéramos llamar anecdótico, por ejemplo, la decidida afición de Hernández por la astrología de la que da prueba a todo lo largo del manuscrito,16 puede descubrirse, para nuestra sorpresa, que hay entre los cinco libros un hilo conductor. De modo que, por apretado que sea el resumen de los textos aristotélicos y a pesar del cambio en el orden de éstos, el propósito de Hernández parece ser el escribir un pequeño Compendio que bien pudiera llevar el título “De la naturaleza”. Se trataría, en consecuencia, de un libro único, si bien formado por resúmenes de cinco obras de Aristóteles.

En efecto, si leemos el manuscrito de corrido veremos que empieza por los principios de la ciencia natural para terminar con un estudio del hombre, formando así un todo completo y cerrado. Que ésta haya sido la intención ‘de Hernández queda de manifiesto por las frases iniciales de cada libro que sirven claramente de enlace con el que les antecede. Así, el llamado Libro segundo del cielo y del mundo principia con estas palabras: “Habiendo explicado la razón del movimiento universal, será bien descender a doctrina particular de las cosas naturales”. El tercero —De la generación y corrupción— afirma a su vez: “Ya habernos hablado del cuerpo incorruptible, ahora diremos de los que están sujetos a corromperse y engendrarse”. El cuarto —cuyo título inicial rompe la secuencia aristotélica— no es tan explícito, si bien advierte que: “Como estas cosas bajas están continuadas en las superiores, es necesario gobernarse por su fuerza y virtud...” Por último, el Del ánima asienta de nuevo la continuidad al afirmar que “explicada la naturaleza y sustancia de las cosas que carecen de ánima, será bien se digan las que participan de ella”. De este modo, y muy aristotélicamente, el Compendio trata en forma muy general los principios de la naturaleza en cuanto tal, pasa a estudiar el movimiento y su contrario, el reposo (holganza lo llama Hernández), el vacío y el tiempo y termina con el Motor inmóvil (libro I). A esto sigue el estudio del cielo como aquella parte en que el movimiento es sólo local (circular), pasa a los orbes celestes y su movimiento, las estrellas y el sol, los eclipses, los círculos del cielo y el movimiento de los planetas para terminar con la tierra (libro II). Y ya en ésta, se ocupa de los cambios cualitativos característicos del mundo sublunar, de los cuatro elementos y sus transformaciones, semejanzas y desemejanzas (libro III). Con el libro cuarto volvemos a “lo alto” para ver su efecto en la tierra y habla de vapores, exhalaciones, cometas, la vía láctea; vientos; terremotos; truenos, relámpagos y rayos; granizo, nieve, rocío y heladas (“que no difieren en especie”); del agua —sea de lluvia, fuentes o mares—; de los sabores y la cocción; de los metales y las piedras y finalmente de la podredumbre. Pero como la ciencia natural no quedaría completa si no se hablase de biología y de psicología, Hernández toma del De anima aristotélico aquello que conviene a su propósito, redondeándolo con distinciones de marcado tinte escolástico, y dedica todo su quinto libro a explicar la naturaleza y propiedades del alma.

Este breve análisis ha permitido no sólo conocer mejor las fuentes aristotélicas de las que se sirvió Hernández, sino establecer que el último libro no es un texto distinto que se haya agregado a los cuatro primeros por mera conveniencia (como se agregaron éstos al Compendio de filosofía moral), sino que forma un todo consecuente con ellos. Pero aún quedan varios problemas en pie, pues si se trata de un Compendio de filosofía natural, ¿cuál era el uso al que lo destinaba Hernández? Por otra parte, lo esquemático de muchos capítulos parece indicar que, si bien Hernández había establecido ya claramente el plan de su obra, había aún mucho que trabajar a fin de lograr el pequeño manual que seguramente se había propuesto.

Por demás está decir que tampoco este segundo escrito nos permite concluir algo más que el primero. Pero también aquí es necesario señalar que Hernández se mueve dentro del conocido mundo científico de su época, sin añadirle ni quitarle nada y también sin que en su trabajo asome inquietud religiosa o filosófica que lo lleve más allá de estos límites.

Años después, cuando Hernández abandona la Nueva España, lleva en su equipaje tres pequeños trabajos filosóficos, escritos en latín, que redactó según dice en el “proemio” del primero de ellos, dedicado al rey, “en las horas de ocio y que eran para el descanso y cuidado de mi salud”. Habla también ahí de una vuelta a sus viejas aficiones, que pueden ser tanto las filosóficas en general como las aristotélicas en particular. Pues, en efecto, aunque el título de la primera obrilla no mencione a Aristóteles, es evidente el papel preponderante que éste va a desempeñar en el Libro único acerca de las cuestiones estoicas. El segundo trabajo lleva un título casi idéntico: Libro único acerca de los problemas estoicos, y el tercero, que he desglosado en dos: Problemas o erotemas filosóficos según la doctrina de los peripatéticos y de su príncipe Aristóteles y Problemas morales según la doctrina de Aristóteles.

Ahora bien, aun cuando, al parecer, este legajo es una copia definitiva y forma un cuerpo único con foliación seriada, creo conveniente tratar primero los dos últimos trabajos —los de tema aristotélico— a fin de no perder el hilo de la labor aristotélica de Hernández. Y ahora habré de explicar por qué considero que se trata de dos trabajos sobre Aristóteles y no de uno como sostuvo Somolinos. De hecho, ya Gómez Ortega describió en su prólogo a la “edición matritense”, como piezas hernandinas independientes, un tratado de Metereología, otro De anima problemata y un tercero, que corresponde a lo que yo veo como un ensayo aparte, sobre Problemata moraría ex mente Aristotelis. Somolinos descartó la idea, afirmando tajantemente que “en realidad, estos tres trabajos son capítulos del último manuscrito y no estudios independientes”.17 Sin embargo, un análisis cuidadoso del limpio manuscrito en que nos han llegado estas obras, muestra que el copista procuró distinguir claramente entre libros y capítulos. Las letras usadas para los títulos de uno y otros tienen, efectivamente, el mismo tamaño, lo que bien pudo haber causado la confusión, pero en el caso de los libros, éstos se inician siempre en página aparte y las primeras palabras del texto “Quam obrem” aparecen en letras mayores, como ocurre en los Problemata moralia, pero no en el caso de la Meteorológica y el De anima. Bien pudiera alegarse que este argumento no es concluyente, ya que nadie está libre de errores, pero, por su contenido, las dos partes que distingo en este manuscrito corresponden casi punto por punto a los dos Compendios escritos en España. Se trata pues, en mi opinión, de la elaboración de lo que páginas atrás llamé “fichas de trabajo”, señalando que era posible que Hernández se hubiera propuesto elaborar con ellas dos pequeños manuales, uno sobre filosofía natural18 y el otro sobre filosofía moral, que es precisamente con lo que nos encontramos aquí. Conviene señalar, además, que los Compendios fueron redactados en castellano, en tanto que los Problemas lo fueron en latín. (Un latín tan singular que obliga en muchas ocasiones a repensarlo en español a fin de encontrarle sentido.) ¿Se debe este cambio, quizá, a que los primeros eran para uso propio, en tanto que se pensó en una mayor difusión para los segundos y se usó por lo tanto la lengua que seguía siendo general entre los eruditos?

Por otra parte, si los textos castellanos están divididos en capítulos que siguen, aunque no correspondan del todo, a los aristotélicos, los latinos son textos corridos redactados, muy a la moda de la época, en forma de preguntas y respuestas. Así, en algunos casos, lo que en el primer trabajo es todo un capítulo —si bien breve— se convierte en la elaboración latina en una sola pregunta, por ejemplo, el capítulo II del libro I de los Físicos, “De la forma y privación”, en la cuarta pregunta. En otros, en cambio, un corto capítulo, “Del tiempo”, se desglosa en siete preguntas.

Pero veámoslo con más detalle. El primer manual es llamado Problemas o erotemas filosóficos, título en el que el cultismo “erotema” puede llamar a engaño, si bien aquí no significa más que “cuestiones”. En él, con ligeros cambios, las distintas partes conservan hasta los títulos de los libros aristotélicos que Hernández había resumido con anterioridad en el Compendio. Así, el “Libro primero de los físicos que trata de los principios de la ciencia natural” (Physica) se convierte en “De los principios de las cosas naturales o parte física”;19 el “Libro segundo del cielo y del mundo” (De caelo), en “Del segundo libro acerca del mundo”; el “Libro tercero de la generación y la corrupción” (De generatione et corruptione) en “De la generación y la corrupción”; el “Libro cuarto de lo que se hace en lo alto y primero de la virtud celeste baja” (Meteorológica), en “Meteorología” y el “Libro quinto del alma” (De anima), en “Problemas acerca del alma”.

Desde luego, al reelaborarlos, Hernández introdujo cambios, no sólo los de la lengua y de estilo ya mencionados, si bien siempre debe tenerse en cuenta que ambos textos tienen el mismo contenido. Básicamente, nos encontramos ahora con pequeños ensayos de los que se ha eliminado el elemento personal y anecdótico, en un esfuerzo por alcanzar un mayor cientificismo, lo que, sin embargo, no significa un mayor aristotelismo, puesto que siempre hay en Hernández un prurito constante por “estar al día” en cuestiones de ciencia. Y, lo mismo que en la traducción de Plinio, interrumpe una y otra vez su resumen del texto filosófico para incluir nuevas explicaciones científicas que, en ocasiones, contradicen a Aristóteles y que aparecían ya en el Compendio. Por ejemplo, cuando habla de movimientos sísmicos en las islas; pues en tanto que Aristóteles sólo dice que las “islas que se encuentran en medio del mar están menos expuestas a los terremotos”,20 Hernández afirma que las islas no se sacuden, “pues tienen sus oquedades cerradas con limo”.

En otros casos, Hernández nos desconcierta, pues si Aristóteles habla del diluvio “de tiempos de Deucalión”,21 limitado a la antigua Hélade, nuestro médico afirma tajantemente que no puede haber un diluvio universal, “porque es necesario que sobresalgan siempre tierras llanas y partes secas”, en clara oposición al texto bíblico que asiente que “quedaron cubiertos los montes más altos que hay debajo del cielo”.22 Debe señalarse que Hernández no invoca aquí autoridad alguna y, dado que usa el verbo en presente, podría pensarse que, sin negar lo que pudo haber sido, rechaza simplemente una posibilidad futura, puesto que el texto bíblico mismo afirma más adelante que no “habrá más diluvio para destruir la tierra”.23

En general, el texto presenta la típica fusión (¿o confusión?) de temas y campos tan característica de su época. Así, unas veces se invoca, por ejemplo, al hablar de los vientos, la autoridad de Virgilio, y en otras, se encuentra la explicación “científica” de una fábula.

Cabe destacar también que hay en Hernández una doble tendencia casi antagónica. Pues, por una parte, muestra una gran cautela, ya que las respuestas a las interrogantes planteadas no son sino rara vez directas y, por lo común, van precedidas por un “tal vez”, “quizá” o “podría ser”. Pero, por la otra, se mueve con una gran libertad no sólo frente al texto aristotélico que corrige y amplía con los datos que la ciencia de su tiempo le proporcionaba, sino también frente a la tradición escolástica, como se ve cuando habla del entendimiento demoniaco. Y aun, como ya señalamos, frente al texto bíblico mismo.

Pero también, en uno que otro caso, reconoce su ignorancia o, cuando menos, su incapacidad para dar una explicación científica, trátese, por ejemplo, de la cura de la hidropesía mediante la piel de una vaca marina o de la virtud de esta misma para alejar los rayos; problemas ambos que deja sin respuesta al decir, simplemente, que será porque “sin causa aparente, lo ha dispuesto así la naturaleza”.

Quizá lo más llamativo de esta obrilla —como también de su antecesora directa— sea el peso, incomparablemente mayor que en Aristóteles, que se da a la problemática astrológico-astronómica. Por una parte, es natural que sea así, puesto que entre la obra del Estagirita y su seguidor se encuentran los trabajos astrológicos de Tolomeo y de árabes y judíos medievales. Y por otra, la distinción neta entre un campo y otro es cosa relativamente moderna. Debemos señalar también que el hecho de que Hernández sólo utilice el primer término ayuda a la confusión y que, de no andarnos con cuidado, podemos llegar a la conclusión de que este médico presenta la influencia de otra de las grandes filosofías resurgidas por entonces: el pensamiento mágico y hermético. Sin embargo, el texto nada tiene de esotérico, puesto que Hernández permanece dentro de los límites de la ortodoxia. Pues debe recordarse que en esa época, aunque se usara un solo término, sí se hacía una clara distinción entre los dos campos. Sólo que a diferencia del hombre actual que usa palabras de terminación diferente para separar el conocimiento riguroso del curso de los astros regido por leyes determinares (astronomía), de un saber supersticioso y sin fundamento científico alguno acerca del efecto de los astros sobre el destino humano (astrologia), el hombre del Renacimiento, lo mismo que el de la Edad Media, establecía esta diferencia en términos religiosos y morales y hablaba de un conocimiento lícito y otro ilícito. Así lo afirma —con su claridad acostumbrada— santo Tomás, ya que “adivinar con certeza los futuros casuales o fortuitos de los hechos humanos es ilícito como por intervención diabólica; pero es lícita la predicción de sucesos naturales por la observación de los astros”. O lo que es lo mismo, la observación de los cuerpos celestes debe servir para conocer “las cosas futuras que son producidas por {su} acción, como la sequía y las lluvias y semejantes”.24 Como vemos, aunque se engloben en un mismo término la observación científica y la magia, los terrenos estaban bien delimitados. La astrologia prohibida era aquella que se basa en la idea de una cadena necesaria que, a partir de Dios como primer motor, pasa a través de los acontecimientos celestes hasta los terrestres y humanos, de modo que éstos no están determinados directamente por Dios, sino sólo en forma mediata a través del movimiento de los astros. En otras palabras, tal concepción niega la providencia divina y también el humano libre albedrío y por ello fue condenada. Tan evidente era el porqué de esta condena en su época que aun el paradójico Raimundo Lulio se hizo eco de ella: “Es hereje aquel que tiene mayor temor de Géminis o de Cáncer que de Dios”, puesto que el poder, la sabiduría y la voluntad divinos están por encima de cualquier constelación.25 Y más de dos siglos después, el gran contemporáneo de Hernández, fray Bernardino de Sahagún, utiliza, para condenar irremisiblemente la cultura indígena que tanto llegó a admirar, esta misma distinción y nos cuenta cómo cayeron estos pobres naturales en “esta arte adivinatoria o, más propiamente hablando, embuste o embaimiento diabólico”, buscando conocer las cosas futuras y secretas, “que nuestro Señor no es servido que sepamos”.26

Volviendo a Hernández, si su postura frente a todas estas cuestiones nos sorprende es porque nuestra distinción entre ambos campos obedece a un criterio completamente diferente y su utilización de términos astrológicos, para nosotros desusados, nos hace pensar en magia, cuando, de hecho, lo que hace es esforzarse por hallar una explicación científica. Desde luego, Hernández no pone en duda la influencia del cielo y de los astros sobre el mundo de la naturaleza y así lo reitera una y otra vez, atribuyendo a su acción la formación de los metales, y a los cometas alteraciones tales como terremotos, sequías, vientos, inundaciones, pestes, muerte, caída de los reinos y calamidades para los príncipes. Pero no se trata de un juego esotérico ni de adivinación, sino de observación científica, por raro que nos parezca. Lo que Hernández busca es una explicación racional.

Tómese, por ejemplo, el caso de los cometas, de los que el texto dice que si son presagios de grandes trastornos es, sin duda, “porque las grandes exhalaciones que llenan el aire, si bajan hasta lo escondido de la tierra producen terremotos y, siendo secas, originan sequía y favorecen la formación de vientos; entrando en el mar y elevando las aguas, causan inundaciones; inficionando el ambiente traen las pestes, exaltación de los ánimos y discordias, de donde la caída de los reinos y las calamidades que afectan sobre todo a los reyes, por ser ellos los más susceptibles”.

A mi ver, este párrafo es uno de los más ejemplares, pues, por extraños que resulten sus argumentos, Hernández no sólo se mueve dentro de la tradición, sino que hace un esfuerzo por encontrar la causa “científica” de todos estos trastornos. Recuérdese que la humanidad veía con temor supersticioso la aparición de los cometas, cuya aparente irregularidad los dotó de un carácter milagroso, de tal modo que fueron vistos como anuncios de Dios a los pecadores, sin duda alguna para darles oportunidad de rectificar sus caminos, ya que la tradición sostenía que desde tiempos inmemoriales existía una coincidencia entre la aparición de un cometa y algún suceso infausto para el mundo. (Quizá la única excepción fue la aparición de la estrella de Belén que anunció el nacimiento del Salvador.) Pero, por otra parte, se había intentado también, a lo menos desde Aristóteles, encontrar su explicación. De hecho, la hipótesis aristotélica se mantuvo en pie hasta bien entrado el siglo XVII y el terror ante los cometas no ha cedido hasta hoy.

Pasamos ahora al último de los escritos aristotélicos de Hernández, Problemata moralia ex mente Aristotelis (Problemas morales según la doctrina de Aristóteles), que lo mismo que el anterior es la reelaboración en latín de las “fichas” que sobre el tema trabajó en España.

El paralelismo entre ambos tratadillos no termina aquí. De hecho es tan grande que por ello se llegó a creer que formaban un solo texto como ya se dijo. Por ello también tiene la misma forma de cuestionario y presenta la misma interpolación de temas que pudieran llamarse “contemporáneos” en el texto aristotélico. Se trata de un escrito muy breve —apenas trece folios— de sesgo marcadamente eudemonista, en el que la felicidad se entiende a la manera aristotélica; lo que lleva al autor, en ocasiones, a una contradicción evidente con los principios evangélicos, como cuando afirma que la “felicidad consiste en la virtud, pero no desprovista de bienes corporales y de fortuna”. Contradicción que aparece también en las razones que aduce en contra del suicidio. Pero, de nuevo como en las fichas, ocurre también lo contrario, pues a veces se introduce subrepticiamente un elemento cristiano; por ejemplo, Hernández no sólo no duda de que haya una vida después de la muerte, sino tampoco de que el hombre alcanza la perfecta felicidad únicamente en la vida ultraterrena. Otro tanto sucede con la noción de pecado que Hernández usa corrientemente a lo largo de todo el texto.

Debe señalarse también que a pesar (y una vez más hay que repetir “como en el caso anterior”) de que el autor ha hecho desaparecer todas las notas anecdóticas que permitieron fechar más o menos exactamente la elaboración de las fichas, en un caso dejó pasar una referencia muy personal: “De mí sé decir que mejor creo en lo que sin razón afirme algún anciano, que no en la propia razón”; además de que por muchos de los ejemplos elegidos podría descubrirse la nacionalidad del autor si ésta nos fuera desconocida. No es sólo porque se deleite en hablar de magnificencia, de linaje, de gloria y de honra, sino también porque la imagen que pinta del varón magnánimo corresponde punto por punto al concepto del “gran señor” español. “Recibirá el magnánimo dichos honores de modo que le parezcan menores y no proporcionados a sus méritos; desdeñará los honores exiguos y despreciará asimismo las riquezas; aceptará con moderación y sabiduría la buena y la mala fortuna; afrontará los mayores peligros, arriesgará su vida; sólo forzado y con pudor aceptará beneficios; se conducirá entre los grandes como grande, pero con los de otra clase procurará parecer y ser modestísimo; será, además, oportuno, grave, franco, veraz, libre, enemigo de adulaciones, que de nada se asombra, que olvida las injurias, que alaba poco y raras veces y, finalmente, lento en el andar, grave en la voz y prudente en sus palabras.” Ante tal cuadro, lo único que puede comentarse es que por desdicha no abunden tales varones.

Tras este somero examen de los trabajos que Hernández dedicó a Aristóteles, ¿qué conclusión puede sacarse? Me parece que no es mucho lo que estos cuatro textos nos hacen adelantar en cuanto al conocimiento de la filosofía aristotélica. Las continuas interpolaciones provocan, con frecuencia, que lo propiamente aristotélico se pierda en detalles que le son por completo ajenos. Tiene en cambio, y quizá precisamente por ello, un mérito distinto. Pues frente al Aristóteles acartonado de la última escolástica, cuyo texto era la palabra definitiva y final, Francisco Hernández se mueve con plena libertad y en vez de repetir irreflexivamente, corrige o añade los datos que la ciencia de su tiempo y su propia experiencia le proporcionaron. Lo que nos dejó es pues la imagen que de la filosofía aristotélica podría tener un hombre culto de su tiempo que no hubiera hecho del estudio del Estagirita la meta de su vida.

Nos quedan aún dos pequeñas obras por revisar, escritas también en latín y que forman parte del manuscrito que Hernández llevó de regreso a España. Los títulos de ambas son tan semejantes que casi podría pensarse en una equivocación, puesto que las dos se llaman Libro único sólo que el primero es acerca de las cuestiones estoicas (Quaestiones stoicarum liber unus) y el segundo acerca de los problemas estoicos {Problematum stoicorum liber unus). Sin embargo, no sólo son dos libros distintos, sino que el estilo y la estructura de cada uno de ellos son completamente diferentes.

Las Cuestiones están divididas en veinte capítulos corridos y su propósito es “exhumar la doctrina estoica, principalmente en lo que al amor se refiere, acordándola con la peripatética”, asunto que el autor califica de “sumamente difícil y no menos útil”, a lo que agrega que por lo que él sabe nadie le ha dedicado la atención debida.

Es posible que Hernández se engañe en cuanto a esto último, porque si ya hemos visto la fuerza del renacimiento aristotélico por esta época, también es cierto que el estoicismo cobró especial importancia en esos mismos años. A lo que debe añadirse que en España la lectura de Séneca (a quien se consideraba español) fue siempre popular y que, a partir de 1482, empezaron a publicarse traducciones y Compendios de su obra.27

Bataillon, al hablar de la paulatina desaparición del erasmismo en la patria de Hernández, la atribuye a la fuerza que toma, a partir de los últimos años del siglo XVI, el neoestoicismo que, para él, significa “un renacimiento del humanismo filosófico. Por su afán de conciliar su fe moral con el cristianismo, fue un nuevo género de philosophia Christi.28 A lo que agrega que Justus Lipsius —nacido una generación después que nuestro médico y que fue considerado como el maestro indisputado en este esfuerzo por lograr la conciliación— tuvo correspondencia con el “antiguo colega y amigo”, si no “maestro” de Hernández, Benito Arias Montano, ya para entonces muy anciano. De modo que puede decirse que, en cierta forma, eran temas que estaban en el ambiente.

A ello debe sumarse el hecho de que lo propio de la filosofía renacentista fue el eclecticismo, a tal grado que ha llevado a muchos a preguntarse si efectivamente hubo o no una filosofía propia de la época.

Pasemos ahora a ver cómo cumple Hernández con su propósito anunciado. De entrada llama la atención que no mencione a ninguno de los estoicos —ni aun a Séneca— por su nombre, como también que continuamente salgan al paso no sólo Aristóteles, de acuerdo con lo anunciado, sino también Platón, Moisés y los epicúreos. Por otra parte, el peso cristiano es tan grande que más que una conciliación entre la doctrina estoica y la peripatética, parece un intento de confrontar toda la tradición clásica con el cristianismo, inclinándose la balanza, desde luego, a favor de éste. Ya el capítulo I se inicia con una exposición tanto de la doctrina platónica como de la aristotélica sobre el origen del mundo, para terminar dando la razón “a los hombres religiosos que creen firmemente en la creación temporal del mundo”, y este esquema es el que se mantendrá, mal que bien, a todo lo largo del libro. Las citas bíblicas —que no siempre están tomadas textualmente de la Vulgata— sirven de apoyo a las reflexiones teológicas que cierran muchos de los capítulos. En otra y única ocasión (cap. IV), Hernández recurre al testimonio de “Cristo Señor Nuestro, suprema e infinita sabiduría del Eterno Padre”, para convencer al lector de que las riquezas deben ser menospreciadas, aunque a decir verdad él mismo parezca inclinarse más bien por el justo medio. Sin embargo, si en los libros anteriores había indicios de la filiación cristiana del autor, en éste no puede ya caber duda sobre ella, pues Hernández llega al final del capítulo XVIII a intentar una explicación de la Trinidad, explicación que, desde luego, no rebasa los límites de la ortodoxia.

Con todo, esto es lo mejor del libro y es muestra de una inquietud religiosa, profunda pero siempre canónica y por ello previsible. Hernández conoce sus textos bíblicos y sabe utilizarlos, cosa que —a pesar de su gran interés por la filosofía— no siempre logra en este último terreno. No se trata tan sólo de que se haga eco de hipótesis ahora completamente desacreditadas sobre una posible influencia de Moisés sobre Platón a través de los egipcios (caps. I y XVI) que éste rechazó, “por cierta ligereza griega”, sino que —al no sentirse limitado por su fe— obra en este terreno con una libertad y ligereza que lo llevan a introducir cambios, a veces casi imperceptibles, en el tema que expone o a no dar siquiera sus fuentes.

Por otra parte, cuando Hernández declara explícitamente, como en el capítulo IV, que “no debe pensarse que estos filósofos {los estoicos, los académicos y los peripatéticos} están en desacuerdo”, su intento de “acordarlos” es un tanto fallido, pues lo único que hace es señalar de un modo muy general vaguísimas concordancias.

La estructura del libro es también muestra de este eclecticismo que quiere abarcarlo todo sin lograrlo. Pues, habiendo dicho que su tema principal es el amor, la secuencia de la exposición queda rota varias veces para introducir una disquisición acerca de lo “que han opinado los más notables filósofos acerca de la diestra y la siniestra que se atribuían al cielo como a verdadero animal” (cap. XII), que viene inmediatamente después del capítulo sobre el éxtasis, o pasar del amor de Dios (cap. XV) a “si la luz del sol es cualidad corpórea o accidente y acerca de los ojos y la visión” (cap. XVI).

Y todo esto puede aplicarse sin más al Libro único acerca de los problemas estoicos, más pequeño que el anterior —sólo diecisiete folios—, que si bien vuelve a la forma de catecismo de los dos pequeños tratados aristotélicos, está dividido en treinta y seis preguntas tituladas “problemas” en las que se intenta de nuevo lograr la conciliación y se obtiene más o menos los mismos resultados. Su diferencia está en que aquí los diez primeros problemas tratan del origen mitológico del amor —según los textos platónicos— y en que reaparece la astrología. Esta vez en una acepción más cercana a la actual, puesto que no se refiere ya a fenómenos físicos, sino a temperamentos humanos. Con todo, tampoco ahora va Hernández más allá de los límites permitidos por la Iglesia, puesto que, como asienta Sahagún, es lícito “que nadie piense que la influencia de la constelación hace más que inclinar a la sensualidad”, y no otra cosa es lo que se afirma en los problemas tercero, quinto y séptimo.

¿Qué conclusiones pueden obtenerse tras este rápido examen de los seis libros filosóficos de Francisco Hernández? Dos me parecen del todo evidentes. Por su formación universitaria, el médico español estaba obligado a conocer las doctrinas aristotélicas, cuya autoridad seguía en pie a pesar de todo, y este conocimiento se revela en la soltura con que las maneja. Los escritos aristotélicos no sólo fueron más trabajados —ya hemos visto que los textos castellanos son una preparación de los latinos—, sino que parece fuera de duda que su autor estaba satisfecho del resultado, pues en ellos el aristotelismo quedaba puesto al día mediante las adiciones científicas que le hizo. Y éste es el otro punto que me parece evidente. Hernández tiene una formación científica y sabe distinguir perfectamente entre el campo de la ciencia y el de las humanidades. Por ello, sus tratados aristotélicos separan con toda nitidez el mundo natural del mundo ético y aun sus recurrencias astrológicas son científicas de acuerdo con la interpretación de su época. Si algo debiera asombrarnos sería justo esta actitud tan “moderna”, digámoslo así, cuando tantos de sus contemporáneos vivían un eclecticismo en el que se daba cabida y se mezclaba todo.

Los tratados “estoicos” son otra cosa. Más me parecen —a pesar de que Hernández diga que fueron hechos en horas “que eran para el descanso y cuidado de mi salud”— una forma muy característica de su época de llenar las horas de ocio con ejercicios eruditos que ahora nos resultan tan desconcertantes, cuando no superfluos. En cierto modo, este médico recuerda a otro actor principal del escenario novohispano, fray Juan de Torquemada, pues ambos se regodean (creo que no cabe otro término) en deslumbrar al lector con una erudición clásica que parece inagotable.

Queda aún en pie otra incógnita. ¿Fue Hernández un erasmista como se ha venido diciendo? La respuesta es clara, ya que el material filosófico indica todo lo contrario; aunque para que sea definitiva habría que hacer un cotejo de todos sus escritos. Pero limitándome a estos textos, aun los dos librillos estoicos —en los que como vimos es más evidente el interés religioso— no son de ninguna manera un intento de alcanzar una philosophia Christi según los lincamientos de Erasmo o Lipsio. De hecho, en estos dos manuscritos, sólo hay una mención a Cristo y al Nuevo Testamento, en tanto que, si bien no puede decirse que sean abundantísimas, las citas del Viejo Testamento son evidentemente muchas más. Isaías (LV, 9), a quien llama “poeta”, en el capítulo I y los Salmos en este mismo capítulo y en el XVI, las recurrentes menciones a Moisés de las que ya se habló y otras, muy vagas, a las Sagradas Escrituras a lo largo de las Cuestiones. Y en los Problemas, una referencia a Job y varias a la Sagrada Escritura en general. No existe pues la preocupación cristocéntrica, el afán de renovar la vida cristiana mediante una vuelta a las fuentes evangélicas y a los usos primitivos de la Iglesia, con el consiguiente rechazo de la riqueza temporal y de todos los vicios y defectos que dieciséis siglos habían acumulado sobre el cristianismo, afán que es la característica general de la obra de Erasmo y sus seguidores. Hernández no es un enamorado de la Dama Pobreza, ni su meta es la imitatio Christi. Su Dios —y ésta es quizá la mayor diferencia con Erasmo— es, en clara inversión de las palabras pascalianas, el Dios de los filósofos y de los sabios, no el de los místicos.



ADVERTENCIA



A fin de facilitar la lectura de los trabajos filosóficos de Francisco Hernández, se han dispuesto en un orden diferente al de los dos manuscritos. Así aparece:


1. {Filosofía natural}, formada por el resumen de cinco obras de Aristóteles (Physica, De caelo, De generatione et corruptione, Metereologica y De anima), hecha en España y redactada en castellano. Somolinos la consideró un resumen de la Física únicamente. Para mí, son fichas de trabajo”’ y el antecedente directo de:

2. Problemas o erotemas filosóficos según la doctrina de los peripatéticos y de su príncipe Aristóteles, escrita en latín durante su estancia en la Nueva España.

3. Compendio de filosofía moral según Aristóteles en las Ethicas que escrivió a Nicómaco, redactada también en castellano, son “fichas” que, reelaboradas, dieron origen a:

4. Problemas morales según la doctrina de Aristóteles, considerado hasta ahora, erróneamente, como parte del número 2, es un texto independiente trabajado en la Nueva España y escrito en latín.

5. Libro único acerca de las cuestiones estoicas, de la misma procedencia novohispana, prosigue el tema aristotélico, puesto que es un intento de conciliar a Aristóteles con el estoicismo.

6. Libro único acerca de los problemas estoicos, parte también del manuscrito latino redactado en la Nueva España.









1 Christopher Dawson, Medieval Essays, New York, Doubleday and Co., 1959, p. 128

2 Frederick Copleston, A History of Philosophy, 4. Dawson, op. cit., p. 131. Guillermo de Auvernia

New York, Doubleday and Co., 1962, vol. 2, “Meo de Paris, citado por P. Duhem, Le systéme du mondieval Philosophy”, p. 236. de de Platon d Copernic, III, pp. 199-200.

3 Dawson, op. cit., pp. 128 ss.

4 Dawson, op. cit., p. 131. Guillermo de Auvernia o de París, citado por P. Duhem, Le systeme du monde de Platon à Copernic, III, pp. 199-200.

5 Suma teológica, la, IIae, 50, 4 ad 3.

6 Dawson, op. cit., pp. 134-135

7 Werner Jaeger, Aristóteles. Bases para la hisotria de su desarrollo intelectual, México, FCE, 1946.

8 Por dar sólo un ejemplo: de la Ética aristotélica imprime una traducción el bachiller De la Torre en Zaragoza en 1490, que reimprime en Sevilla en 1493. La traducción del príncipe de Viana aparece en Zaragoza en 1509. Existe además una traducción catalana anónima más o menos contemporánea.

9 Cf. Vida y obra de Francisco Hernández, por Germán Somolinos d’Ardois, en Francisco Hernández, Obras completas, México, UNAM, I960, t. I, pp. 424-425 y 430-431.

10 Cf. libro cuarto, cap. II. Es éste el pasaje en que se menciona la obra de El Escorial.

11 Cf. libro quinto, cap. IV

12 Mateo XVI, 26 y Marcos VIII, 36.

13 Cf. libro tercero, cap. VIII.

14 Cf. libro cuarto, caps. VII y VIII.

15 Somolinos d’Ardois, en Francisco Hernández, Obras completas citadas, tomo I, pp. 424-425.

16 Cf. libro segundo, cap. V y libro cuarto, caps. I, VI, XII y XX.

17 Cf. Somolinos d’Ardois, op. cit., p. 431.

18 Tan usual es esta forma de resumir los escritos aristotélicos que fue usada tanto por fray Alonso de la Veracruz en su Physica speculatio (1557), como por Copleston al tratar la filosofía de la naturaleza de Aristóteles, History of Philosophy, vol. I, part II, de pp. 62-73.

19 La primera parte tiene subdivisiones que corres ponden también a los temas aristotélicos: 1) Sobre las causas de las cosas naturales; 2) el movimiento; 3 ) Del espacio; 4) Del vacío y 5) Del tiempo. La tercera parte sólo tiene un subtftulo: De los compuestos.

20 Aristóteles, Meteorológica, 368b 33-34.

21 Aristóteles, Metafísica, 52a 32-33.

22 Génesis VII, 19.

23 Génesis IX, II,

24 Suma teológica, lia, Ilae, 95, 5, concl. y ad 2.

25 Lo llamo “paradójico” pues si bien fue beatificado, algunas de sus obras aparecen en el Índice, Cf. Ramon Llull, Obres essencials, Barcelona, Editorial Selecta, 1957, Arbre de ciència, quinzena part: “Dels proverbis de la flor celestial”, 12 proverbios 9 y 10.

26 Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, México, Editorial Porrúa, S. A., 1977, t. 1, p. 378 y t. ll, p. 13.

27 Proverbios de Séneca, Zamora, 1482; Zaragoza, 1491; Sevilla, 1495, 1500, 1512, 1526, 1535; Toledo, 1500; Medina del Campo, 1552; Amberes, 1552. Cinco libros de Séneca (incluye De vita beata y De providentia), Sevilla, 1941; Toledo, 1510; Alcalá, 1530. Las epístolas de Séneca, Zamora, 1496; Toledo, 1502 y 1510; Alcalá, 1529. Cf. Marcel Bataillon, Erasmo y España, México, FCE, 1950, t. I, pp. 58 y 59.

28 Bataillon, op. cit., t. II, pp. 395-397.

TOMO VI.

ESCRITOS VARIOS