CAPÍTULO DECIMOSEXTO


De otra muerte voluntaria de los sacerdotes


[Mems., 70. Hist., 51.] No se debe pasar en silencio que nunca faltaba alguno entre los sacerdotes de aquellos que reputaban dioses, que instigado por el demonio decidiera espontáneamente ofrecerse a sí mismo para ser sacrificado, ya sea porque pensaran rendir de esta manera el mayor obsequio a la divinidad, o porque esperaran conseguir con este género de muerte fama inmortal o para ser tenido en máxima veneración durante el espacio de cuatro años y honrados por un culto casi de dioses. Adornados por tanto con las insignias por las cuales se conociese lo que era, recorría todas las provincias de Nueva España mostrando el poder de los dioses y principalmente de Tetlacaoa, que era el primero de ellos. Alababa la religión de los mexicanos y la enaltecía con elevadísimos sermones. Los que lo oían y lo veían, lo reverenciaban sobre manera y postrados lo adoraban como imagen de Tetzcatlipoca. Y como pasase cuatro años en estas cosas y otras semejantes, buscando la honra de Titlacaoa con afecto admirable, después se dirigía de nuevo de buen grado al templo y acostado sobre la mesa de piedra, daba voluntariamente el pecho a que se lo abriera el sacrificador, para que arrancado el corazón se consagrara al sol y para que su mísera alma fuese arrojada al tártaro para arder en llamas eternas. Hay sin embargo quienes niegan que sacerdote alguno se ofreciese espontáneamente a la muerte, sino que morían de esa manera algunos esclavos de entre los cautivos, que por esta o aquella razón tenían que morir irremisiblemente dentro de poco tiempo.

TOMO VI.

ESCRITOS VARIOS