CAPÍTULO SEXTO


De la fiesta del primer mes y del segundo


Al primer mes del año lo llamaban Atlacaóalo y en otras partes Quahoitléon [Quauitleoa. SPR, I, 84-119] y empezaba (según ya se dijo) el día 2 del mes de febrero, en cuya madrugada era costumbre celebrar una fiesta dedicada (según opinan algunos) a los dioses tlaloques, o como otros prefieren, a la hermana de ellos, diosa de la lluvia llamada Chalchiutlycue, o como a otros les place, al pontífice máximo y dios de los vientos, Quetzalcóatl; y no sería completamente extraño a la cosa sospechar que estos días de fiesta se celebraban a la gloria y dignidad de todos los dioses supradichos. Durante este mes en muchas cumbres de los montes una gran cantidad de niños era inmolada, a los cuales (¡oh crimen horrendo!), en honor de los dioses de la lluvia, la que [SPR, I, 121.] juzgaban obtener por estos sacrificios, se extraían los tiernos e inocentes corazones. A los niños que iban a ser sacrificados, vestidos con ropajes preciosos, los llevaban en literas puestas sobre los hombros, adornadas con varias y pulquérrimas plumas y flores olorosas al lugar de la carnicería, yendo por delante una turba numerosa que cantaba, bailaba y golpeaba tímpanos. Y si sucedía que aquellos tiernos infantes [SPR, I, 85.], que tenían que morir de esa manera miserable, presintieran su fin inmediato y por ello se entristecieran y derramaran lágrimas, se consideraba de buen agüero el sacrificio y se esperaba con toda certidumbre [SPR, I, 121.] lluvias ubérrimas; si acaecía lo contrario, juzgaban que aquel año sería estéril. En ese mismo mes mataban en honor de los mismos dioses una multitud de enemigos cautivados en las batallas, a los cuales no los llevaban al templo llamado Yopiti para arrancarles allí los corazones, sin que antes, teniéndolos atados a unas piedras redondas y armados con sables inadecuados para herir, emprendiesen con ellos una lucha lamentable y los llenasen de heridas. Los vencedores, que en la guerra pasada los habían hecho prisioneros,293 iban por delante adornados con plumas de varios colores (pues éste era su principal ornamento), bailando con rostro alegre y ostentando valor marcial. Estas cosas y otras semejantes tenían por costumbre hacer en cada día de este mes.

El segundo mes lo llamaban Tlacaxipeoaliztli o desollamiento [SPR, I, 85.], en cuyo primer día sacrificaban al dios Totéc {sic}, que también se llama Xipe, inmolándole no pocos esclavos, además de aquellos que habían hecho prisioneros en los combates [Nota 293], a los cuales arrancaban el cuero y los cabellos del vértice de la cabeza al mismo tiempo que la piel, de donde le venía el nombre a la fiesta; los vencedores que habían donado los prisioneros a los dioses, llevaban las cabelleras a casa como cosa preciosa, para conservar la prueba de su victoria. Todo esto solía hacerse en el calpulli o en algunas amplias moradas a las cuales era costumbre de los proceres de la ciudad concurrir para deliberar lo que convenía hacer para preservar, gobernar y engrandecer la república. Los señores [SPR, I, 86.] arrastraban a los enemigos cautivos por los cabellos hasta una mesa de piedra de dos pies un cuarto más o menos de alto, y pie y medio de ancho, donde se les debían de abrir los pechos. Se les echaba de espalda con las piernas abiertas y cinco ministros lo cogían de modo que no se pudiera mover; dos le cogían las piernas, otros tantos los brazos y otro con una y otra mano y con gran fuerza la cabeza y entonces el sacerdote (más bien diría yo el verdugo) teniendo con ambas manos un cuchillo de piedra, semejante a las puntas de los puñales que usan los habitantes de nuestra parte del mundo, de súbito les hendía el pecho y abierto el tórax y metida por la herida la atroz y sanguinaria diestra, les arrancaba el caro corazón, el cual echaba en un vaso después de ofrecido al ídolo del sol. Extraída de la manera que se ha dicho la viscera más grande del cuerpo y sede principal de la vida, como horno del que nace el calor, y recibida la sangre en un vaso que llaman xícara, se devolvía el cadáver al vencedor, quien lo echaba a rodar por las escaleras del teuhcalli; al caer en una plazoleta o en el patio del templo, era recibido por unos viejos que llaman cuacuacuilti [Quaquacuiltin. SPR, I, 87, etc.], y por unos jóvenes sus ayudantes, de quienes hacían veces de padres y cuando estos jóvenes se casaban, de otros consagrados al ministerio del teuhcalli [SPR, II, 218. Véase lib. I, cap. IV, de esta obra.]. Y aun cuando pasaban la mayor parte de su vida con sus mujeres, no era raro que asistieran a su ministerio en los lugares sagrados para cumplir con las ceremonias del culto y de cuando en cuando presentes en los templos, servían diligentemente a los dioses, sobre todo en los días festivos. Éstos, pues, recibían el cadáver y lo llevaban a su calpulli, donde despedazado [SPR, I, 87.] y cortado en partes, lo repartían a los ciudadanos barrio por barrio para que se lo comieran. Las pieles arrancadas a estas víctimas se las vestían algunos jóvenes, y en este horrendo ropaje simulaban batallas con sus coetáneos y los que por su valor vencían en esta lucha llevaban a los vencidos como prisioneros de guerra. Mataban después a otros esclavos, mas no antes que cuatro varones armados, si es que pueden llamarse varones, hubiesen peleado con ellos teniéndolos atados a una piedra redonda de la que no podían apartarse ni siquiera un dedo (tal era la ferocidad e inhumanidad de esos hombres). Ya casi cubiertos de heridas eran arrastrados al tajón de piedra destinado al sacrificio, donde se les mataba como a los otros y, terminado esto, empezaban sus bailes acostumbrados delante de las puertas, los señores, los reyes y los proceres vestidos con preciosísimas plumas.









293 En el primer lugar: coeperant por ceperant; en el segundo: coepissent por cepissent. Como se ve, en estos casos la ortografía del doctor Hernández altera el sentido.

TOMO VI.

ESCRITOS VARIOS