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Libro Tercero


CAPÍTULO PRIMERO


De los dioses mexicanos


Esa gente perdida y miserablemente burlada por las artos de Satanás, veneraba a muchos y varios dioses, pero aun cuando confesaban que eran muy numerosos, opinaban que el único que carecía de cuerpo era Tezcatlipoca,280 [Nota 85. SPR, I, 16] que también llamaban Titlacoan, omnipotente, creador de todas las cosas y gobernador de ellas, por lo cual le habían puesto a los ojos de su estatua lo que llamaban Miradero,281 para significar con ello que nada le estaba oculto. Acostumbraban rogarle bajo muchísimos nombres y le atribuían la sabiduría y la suma belleza y la felicidad perfecta consumada en todas partes. Decían que era dispensador y autor según su arbitrio de las cosas necesarias para pasar felizmente la vida y, por el contrario, también autor de todo mal. Era además escrutador y conocedor del corazón humano. Hablábanle muy a menudo, y no faltan quienes atestigüen que a veces aparece en forma aérea y bajo la apariencia de nube y a veces como figura tenebrosa y de torbellino, pero siempre se oculta a la mirada humana y nunca se presentará a los ojos de mortal alguno de modo que pueda verse tal cual es. Solían rogarle que los librara de la adversidad y con más ahínco aún, pedirle que les concediera la dicha y la fortuna. Lo veneraban [SPR, V, 174] y rendíanle culto durante todo el curso del año,282 de preferencia en tronos de piedra y asientos construidos cerca de [SPR, I, 266] las vías públicas y encrucijadas283 que tapizaban y adornaban con ramas frondosas y perfumadas y esto además de los veinte días de la fiesta de ese dios, consagrados particularmente a él todos los años. ¿Pero qué demencia es ésta, oh mexicanos? ¡Creer que aquel que confesáis omnipotente, necesite de la ayuda de los otros dioses! ¿Y, cuando sois presa de la enfermedad, esperar la salud execrando al primero de ellos y creyendo que así la obtendréis al punto?, ¿y qué diremos de que en otro tiempo fuera mago y de que corría entre vosotros la fama de que había nacido de mortales, y que había sido educado como los otros niños? ¿Acaso vosotros mismos no referís que había hecho muchas cosas ridículas mientras estaba entre los vivos y las cuales no podrían decirse sin rubor?, ¿y que fue hecho dios de hombre mortal, nefario y ridículo, cuando nació el nuevo sol, y no podía ser separado de la luna más que por la muerte de todos los dioses y que murió como todos los demás? A pesar de que circulan varias opiniones acerca de su origen, todas ellas pueriles, todos unánimemente aseguráis que nació en algún tiempo y que recibió sus principios de alguien. Pero trataré ya de los dioses vulgares y de orden inferior. De los cuales era considerado mayor Hoitzilopochtli, otro [SPR, I, 15] Marte de las batallas. Si trasmitiera a la posteridad su origen aceptado por las historias de los mexicanos, no sería menos ridículo que aquellos que a este hombre así nacido, reciben y adoran y que han decretado que tantos millares de hombres, en honor y ornamento suyo, sean matados todos los años, perdiendo la vida con la sangre [SPR, I, 16]. A otro llamaban Paínal, que era como el sustituto y vicario del anterior y señor de los ejércitos. Éstos, por las grandes hazañas llevadas a cabo mientras vivieron, fueron puestos en el número de los dioses. El primero se hizo notable en la guerra y el segundo por su gran velocidad, según proclama la fama. El tercero es Quetzalcóatl, quien mientras la fortuna se mantuvo próspera, fue rey y señor de la celebérrima ciudad de Tula: dicen que condujo en otro tiempo a estas playas cohortes de soldados mexicanos; y llamado por el sol, hasta este día vive incólume en Tlapala, o que volvió a su patria de donde hasta hoy esperan su retorno. Por lo cual consideraron que Cortés era Quetzalcóatl que volvía, cuando por primera vez llegó a estas regiones para reducirlas a la jurisdicción cesárea. Además veneraban otros dioses de los cuales uno eran mujeres que, por la invención de muchas artes de utilidad y ornamento para la república, habían sido puestas en el número de los dioses. Si esas artes eran comunes a todos, todos sacrificaban a las inventoras, ofreciendo dones en los días festivos del año consagrados a ellas; pero si eran privadas, sólo obligaban a ofrecer obsequios a los peritos en cada arte. Y así los mercaderes veneraban al dios Yyacatecutli, los plateros a Totee, los talladores de piedras a Chicunahoytzcuintli y a Papaloxooal, los pescadores a Opuchtli, pero universalmente todos a Omácatl y a Tetzcantzoncatl, dioses de la comida y del vino. En los templos en los que se manifestaban las estatuas o ídolos, estaban siempre muy limpios y los altares resplandecientes y brillantes, muy bien adornados y cargados de presentes, pero cubrían las paredes con las pieles de los hombres inmolados, rellenas de algodón o con paja de diversas clases, como monumentos del sacrificio ofrecido a los dioses y destrucción y captura de enemigos, y los ídolos y los mismos pavimentos estaban regados y mancillados por sangre humana. El número de los ídolos mexicanos era infinito y de diferentes tamaños; los colocaban en diversos templos y ponían oratorios en todas las malditas moradas. A pesar de que algunos carecieran de nombre propio, se dice que en número de dos mil sobrepujaban a éstos aquellos a quienes ciertas estatuas, oblaciones y nombres eran consagrados. Así Ometochtli, dios del vino, era representado sosteniendo sobre la cabeza un barril, que llenaban de vino cuando celebraban su fiesta, lo cual acontecía a menudo. A la diosa del agua, llamada Matlacuyae [Matlalcueye. SPR. III, 297, 360. No 876], la vestían con una camisa azul del color del agua. En Acapulco veneraban dos dioses que tenían la cabeza cubierta con un gorro muy semejante a los de nuestra gente. Tienen también por dios al sol, al fuego, al agua, y a la tierra, por los beneficios que reciben anualmente de ellos. También, movidos por un temor pueril, al trueno, al relámpago y al rayo. Hay entre otras, algunas criaturas a las cuales creen que se debe adoración por su mansedumbre y a otras porque son feroces y grandes. Veneraban también a las mariposas, langostas, pulgas y mosquitos para que no les fuesen molestos o dañinos a los frutos, y también a las ranas, para que les concediesen una pesca abundante. A pesar de que algunos de los indios más viejos, a quienes consulté y pregunté acerca de este asunto, afirmaban que a los más sabios entre ellos nunca se les había persuadido de que hubiera un numen en esos animales, sin embargo, acostumbraban esculpir en los postes y muros de los templos sus imágenes, para que la fuerza de dios que les era concedida estuviese delante de los ojos de todos y les produjese terror y espanto. Por mi parte dejo a cada uno conjeturar lo que quiera de entre tanta rudeza e ignorancia de los hombres.









280 Al margen izquierdo de la traducción se hallarán los lugares importantes de Sahagún, correspondientes a cada dios, para que el curioso lector pueda comparar. Todas las citas son del SPR. Hay algunas cosas y nombres que no parecen tomados de Sahagún. Véase otras fuentes.

281 En latín conspicilla; conspicillum, i. También se halla conspicilum, ii que no encuentro que signifique más que mirador, observatorio, pero Forcellini (op. cit.) in v° conspicillum, ii, n. dice: “vedetta, locus unde aliquid conspici solet... Porro frustra sun t, qui putant hac voce significari vitra ocularia, occhiali, quorum usus ne cognitus quidem illorum temporum hominibus fuit”. Por lo que supongo que el doctor Hernández no encontró mejor palabra que conspicilla para traducir el mexicano tlachialoni o tlachieloni, de que dice Rémi Siméon en su Diccionario de la lengua náhuatl: “Tlachialoni o tlacbieloni. n. d. instr. Sorte de lorgnette avec plaque ronde en or percée d’un trouaucentre. Le dieu du feu tenait de la main droite cet objet en guise de sceptre (Sah.) R. tlachia”.

En efecto Sahagún (SPR, I, 32) dice, hablando de la imagen del dios del fuego Xiuhtecutli: “En la mano derecha tenía una manera de cetro, que era una chapa de oro redonda, agujerada por el medio, y sobre ella un remate de dos globos, uno mayor y otro menor, con una pluma sobre el menor; llamaban a este cetro tlachialoni, que quiere decir miradero, o mirador, porque con él ocultaban la cara y miraban por el agujero de enmedio de la chapa de oro”.

Poco más o menos dice lo mismo de la imagen de Omácatl (SPR, p. 36) y en el Libro de la conquista, nueva versión del texto náhuatl (SPR, IV, 133): “el sol ya estaba poniéndose, pero siempre había claridad; una suerte de espejo se encontraba encima {de la cabeza del pájaro}, como un disco redondo con un gran agujero en el centro”. (Nota del editor SPR). Véase SPR, IV, lámina I, p. 227, 2o cuádrete, donde se ve a Moctezuma mirando en el espejo en la cabeza del pájaro (CXL del Códice Florentino). “En consecuencia un verdadero tlachialoni {el instrumento para ver} como lo usaban Tezcatlipoca y el dios del fuego”. Véase J. E. Nierembergii, Hist, nat., Plantin, 1635, lib. I, cap. IV, in fine (p. 3, col. 2) acerca de este pájaro y esta profecía. También SPR, IV, 24 y 25. Véase también Francisco Hernández, Libro de la conquista, p. 179, col. 1.

282 Cf. Seler en SPR, V, 174, tomado de Sahagún: “los últimos cinco {días} de cada veinte dedicados a una fiesta estábanle especialmente consagrados a Tezcatlipoca”.

283 vibia {por Bivia}, Cf. Sahagún, lib. Ill, cap. II (SPR, I, 266): “El dicho Titlacáuan también se llamaba Tezcatlipoca... y al dicho Titlacáuan todos le adoraban y rogaban, y en todos los caminos y divisiones de calles ponían un asiento hecho de piedra, para él, que se llamaba momoztli, y le ponían ciertas ramas en el dicho asiento, por su honra y servicio, cada cinco días, allende de los veinte días de fiesta que le hacían, y así tenían la costumbre y orden de lo hacer siempre”.

Ibid., V, 98: “...encrucijada”, o “donde se juntin los caminos” (otlinepanivia).

TOMO VI.

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