a. La llegada, la toma de posesión, la ciudad


HACIA febrero de 1571, Hernández desembarcó en Veracruz. Había pasado más de un año desde que el rey le encargara la comisión científica, y llevaba seis meses navegando desde que inició la travesía en el Puerto de Sevilla. Sabemos que había venido ensayando lo que iba a ser su trabajo. Los libros, hoy perdidos, de las Canarias, Haití y Cuba, fueron, con seguridad, bocetos encaminados a la búsqueda de una uniformidad en la presentación y métodos, de estudio. La magnitud de la empresa requería una preparación previa que, indudablemente, llega ya elaborada por la rapidez con que observamos inicia su trabajo.

Hasta el momento del desembarco en Veracruz, Hernández, y con él sus acompañantes, su hijo Juan y el geógrafo Francisco Domínguez, habían conocido y explorado alguna de las islas del Caribe, tierras para ellos totalmente nuevas, donde hubieron de recibir parte de la tremenda impresión que todo europeo siente al ponerse en contacto con la naturaleza americana. En el caso de Hernández, esta conmoción debió de ser mayor de lo habitual, teniendo en cuenta su profundo conocimiento de la historia natural.

No nos ha quedado noticia directa de la huella espiritual que la nueva visión produjo en Hernández. Sin embargo, se deja traslucir en muchas frases de sus obras, y se exterioriza definitivamente, como veremos, cuando llega a la ciudad de México.

De su estancia en Veracruz, no tenemos datos. Las plantas veracruzanas descritas en su obra son tan escasas que hacen pensar en una recolección apresurada, sin detenerse a buscarlas. Veracruz era entonces un sitio peligroso; costa malsana que cobraba un rico tributo de vidas europeas apenas desembarcadas. El agua escasa y mala, el calor agobiante y la prisa que traía el protomédico inclinan a suponer que se detuvo en aquella ciudad únicamente el tiempo indispensable para proseguir su camino a México. También nos lo hacen pensar así los pocos días que transcurren entre la llegada y la fecha incontrovertible del inicio de su estancia en la capital.


Fachada actual del monasterio de Guadalupe (España)


Enfermería del monasterio de Guadalupe


Vista de Toledo en 1585


Patio central de la enfermería de Guadalupe


Ventanales mudéjares de la enfermería de Guadalupe


El entierro del conde de Orgaz por El Greco


Hernández, presenta su título de protomédico ante la Audiencia el día primero de marzo de 1571; no el 19 de febrero como asienta con error José Toribio Medina.1 Probablemente, la fecha de Medina, es la de llegada a Veracruz, y de ser así nos encontramos que sólo transcurren diez días desde su desembarco y la presentación a la Audiencia, tiempo apenas imprescindible para recorrer la distancia entre las dos ciudades.

Indudablemente Hernández tenía prisa, había perdido en el viaje más de seis meses de los cinco años asignados para completar la tarea, y esto le obligó a recorrer rápidamente el camino hasta la capital con objeto de legalizar su estancia en México e iniciar los trabajos. La Instrucción, en su punto 13, especificaba de modo taxativo que: “antes y primero que comencéis a usar dicho oficio habéis de presentar esta instrucción ante el presidente y oidores de dicha Audiencia”.2 Era, por tanto, indispensable este trámite antes de iniciar ninguna actividad. Por ello, aun siendo plena Cuaresma, con la Audiencia y el Cabildo suspendidos, consigue ser recibido y presentado ante las autoridades para exhibir sus cartas y ser confirmado en su puesto. El acta dice, fríamente: “En la ciudad de México, primer día del mes de marzo de mil quinientos y setanta y un años, los señores presidente e oidores de la Audiencia Real de la Nueva España, habiendo visto la provisión e instrucción presentada por el Dr. Francisco Hernández…”3

Las autoridades de México reconocieron el título, y así asienta de nuevo el escribano que, una vez vista la cédula real por el presidente y los oidores, “la obedecieron en forma, y en cuanto al cumplimiento dijeron que mandaban y mandaron que dicho doctor Francisco Hernández use el oficio de protomédico de que su majestad le hace merced, conforme a la dicha real provisión y a la instrucción de que en ella se hace mención, y así lo mandaron asentar por auto y lo señalaron con las rúbricas de sus firmas”.4

Sancho López de Agurto, a la sazón secretario, estampó su firma en el documento y mandó copiar el Nombramiento y las Instrucciones. A continuación y en la misma sesión se dio cumplimiento al punto 12 de las Instrucciones reales. Escribió el rey que: “En los casos que por razón de vuestro oficio pudiéredes proceder y debiérades proceder contra alguna persona o personas, os habéis de acompañar para dar sentencia con uno de los oidores de dicha Audiencia, la cual por el presidente y oidores de ella fuere nombrado.”5 El acta de la presentación de Hernández nos dice: “Los señores presidente e oidores de la Audiencia Real de la Nueva España, habiendo visto la provisión e instrucción presentada por el doctor Francisco Hernández, protomédico de su majestad, atento que por uno de los capítulos de la dicha instrucción se manda que esta Real Audiencia nombre un oidor, con quien el susodicho se acompañe para determinar las causas en que procediere conforme a su comisión. Atento a lo cual se acordó lo sea el Dr. Pedro de Villalobos, oidor de ella, con quien el dicho protomédico se ha de juntar a determinar las dichas causas, e así lo mandaron sentar por auto.”6

Este Dr. Pedro de Villalobos a quien vemos quedar unido en la gestión del protomédico, y a quien en las actas del Cabildo se llama siempre “Ilustre Señor Pedro Villalobos del Consejo de su majestad y su oidor en esta Real Audiencia de México”7 era, según nos comunica Henrico Martínez, en aquellos momentos, el oidor más antiguo de la Nueva España.8 Si los datos de Andrade son verídicos, encontramos que fue oidor desde 1563 hasta 1573, en que pasó a Guatemala.9 Hay que considerarlo como la figura de mayor representación en la Audiencia en aquel momento y su nombre aparece frecuentemente en las actividades políticas de la época. Lo vemos representar a la Audiencia en las ceremonias del Cabildo y lo encontramos acompañando a la izquierda al arzobispo Moya de Contreras —el virrey iba a la derecha—, en el momento en que se dirige a la catedral para proclamar la implantación del Santo Oficio en México.10 Al marchar a Guatemala le sustituyó en la función con el protomédico el Dr. Pedro Farfán, como veremos.

Imaginaciones suspicaces pensaron, al divulgarse este dato del nombramiento de Villalobos (noticia recientemente obtenida por el Dr. Miranda),11 en una vigilancia encubierta. Tal vez sea verdad, pero no tenemos motivos para poder pensar así. El nombramiento obedece a una regla consuetudinaria de la administración española. Siempre que se concedía un cargo en el que había que administrar justicia a una persona no profesional del derecho, se le nombraba un asesor letrado. El rey, al escribir el punto 12 de las Instrucciones, no hacía sino seguir el criterio general de la época y garantizar hasta donde era posible la recta aplicación de los poderes conferidos a Hernández.12

Las relaciones de Hernández y Villalobos debieron de ser cordiales aunque no fructíferas. Pronto veremos a Hernández incapacitado para llevar a cabo su oficio de protomédico, quejándose en sus cartas al rey de la oposición que le hace la Audiencia aun teniendo por acompañante al Dr. Villalobos.13

Incorporado a su destino, Hernández inicia su trabajo. Antes, con seguridad, efectúa un reconocimiento del lugar donde ha de desarrollar su labor, visita la capital, busca amigos y entabla relaciones. Del entusiasmo que en Hernández despierta México nos ha quedado, por fortuna, constancia escrita de su puño y letra. Cuando redacta el manuscrito de las Antigüedades, al ocuparse de cómo era la ciudad conquistada, la pluma vuela en elogios y frases admirativas. Nos dice: “Apenas hay en el orbe una ciudad que por la copia de los alimentos (para no hablar del oro, de las piedras preciosas y de la plata), y por la abundancia de los mercados y del suelo pueda ser comparada a México. ¿Qué más? Dirías estar en un suelo ubérrimo y fértilísimo, de tal manera brillan y abundan todas las cosas, con penuria de nada y con fertilidad y abundancia de todo.”14

Su afición geográfica, ya comprobada en los comentarios a Plinio, y en otros trabajos,15 surge de nuevo cuando describe la ciudad: “Reconstruida en el lago que dijimos que fue fundada en su principio, distante del meridiano de Toledo en longitud noventa y siete grados y cuarenta y cinco minutos; tiene una elevación boreal de cielo de diez y nueve grados y treinta minutos y cuatro millas... en gran parte se ennoblece con las moradas fuertes, amplias y dignas de ser vistas, de los españoles, además de otras mediocres habitadas por los indios, que se consideran llegan al número de veinte mil. Las vías públicas tienen mil quinientos pasos de largo y cincuenta de ancho. Mercados anchísimos, amplios palacios reales, numerosos templos y monasterios famosos por su santidad, doctrina y por la gran cantidad de varones y de mujeres. Abunda en hospitales, escuelas y colegios. La engrandecen también el virrey, la Real Audiencia, los magistrados, el arzobispo, artífices habilísimos para hacer cualquier cosa y cultivadores de las bellas artes y de las ciencias. Y para abarcar mucho en pocas palabras, todo lo egregio que pueda ser encontrado en las ciudades más florecientes de España.”16

El entusiasmo le rebosa, ha cumplido un sueño de muchos años: el iniciado en Sevilla delante de las maravillas desembarcadas por los galeotes y que ahora, cuando todo se ha vuelto tangible realidad, le hace prorrumpir, ante la superioridad de la verdad frente a lo imaginado, en exclamaciones admirativas. Todo le parece excelente. Considerándose incapaz de dar por escrito una imagen siquiera aproximada de lo que tiene ante los ojos escribe: “¿Qué diré de la jurisdicción latísima; de los amenísimos huertos; de los manantiales cristalinos y dulcísimos; de los fértiles campos de riego y sembrados de trigo; de la abundancia de ganado lanar y caballar y de peces de muchos géneros; de metales, oro, plata, bronce y también de la increíble copia de sal gema y de todos los otros minerales; de la jocundidad del suave clima en perpetua primavera; de la cantidad de los varios frutos y legumbres en cualquiera época del año; de la pulcritud de las mujeres indígenas; de la prestancia, celeridad y fortaleza de los caballos y de otras muchísimas cosas que juzgué que debían ser pasadas en silencio, tanto porque callarlas es más seguro que decir poco de una ciudad famosísima; cuánto más para que no se considere que hablo de ella como amigo, más que describirla como equitativo censor o juez, con sus propios y merecidos colores?”17

Produce cierta extrañeza la admiración sincera que en Hernández, lo mismo que en casi todos los viajeros de la época, causa la ciudad de México. Si nos atenemos a las descripciones y planos levantados contemporáneamente, como el de Alonso de Santa Cruz,18 tenemos que admitir que la ciudad estaba todavía en vías de reconstrucción. Desaparecido, bajo la piqueta demoledora y purificadora, el esplendor indígena, la arquitectura cristiana que emergía no pasaba de ser la iniciación de lo que más adelante llegaría a ser la ciudad. Pocos eran los edificios terminados; algunos de piedra, pero otros muchos de materiales más deleznables. No había aún continuidad en las calles, se alternaban predios construidos con terrenos abandonados convertidos en muladares por las basuras y los lodos. Los mismos conventos e iglesias, prontamente edificados a raíz de la conquista por las órdenes religiosas, eran pocos y en general modestos. No fue hasta muchos años después, ya en los siglos xvii y xviii cuando la ciudad de México consiguió el magnífico aspecto que justificaba plenamente el sobrenombre de “Ciudad de los palacios” y sin embargo, es indudable que desde los primeros momentos tuvo algo atrayente y cautivador, que obligaba a admirarla. Los Diálogos de Cervantes de Salazar; la Grandeza Mexicana de Balbuena; las más desconocidas epístolas de Eugenio de Salazar de Alarcón, cuando escribe a Fernando de Herrera, en octavas reales, describiendo la ciudad; la carta de Juan de la Cueva, al corregidor Laurencio Sánchez de Obregón, en la que habla con asombro de la ciudad y sus costumbres, y los párrafos laudatorios del libro de medicina de Juan de Barrios, son otros tantos documentos auténticos en los que los autores citados se sienten sinceramente impresionados por la belleza nueva y distinta de la ciudad.

Hemos pensado mucho en las razones de esta admiración hacia México por parte de los españoles. Parece imposible pensar en un factor monumental o arquitectónico. Cualquier español que llegase a México tenía que traer fresco el recuerdo de lugares como Toledo, Salamanca, Sevilla, etc. Ciudades para esa época ya construidas con un poso de siglos y en las cuales los edificios góticos acababan de dar paso a la nueva modalidad plateresca del Renacimiento.

Es otro el factor que produce la admiración. Cierto que los edificios que se están levantando cuando Hernández escribe, o los que ya están construidos, son bellos y harmónicos; cierto también que la ciudad, a diferencia de las viejas españolas, irregulares y llenas de recovecos y cuestas, está en un lugar plano, y tirada a cordel, que sus calles y avenidas son amplias, pero sobre todo, y aquí creo que está el fundamento de esta admiración, encontramos el clima apacible, siempre en primavera, la abundancia de vegetación, la belleza de las plantas, florecidas durante todo el año. Los frutos nuevos y sabrosos desconocidos en Europa, e incluso la dulzura y amabilidad de los habitantes indígenas, de maneras corteses y pulidas, en contraste con la rudeza franca del español. Y después de esto volvemos al punto de partida. Es la naturaleza, la maravillosa naturaleza americana, aquella que viene Hernández a estudiar con un encargo especial del rey y una ilusión inagotable, la que se encarga de producir en los españoles acostumbrados a un clima duro, extremoso y seco, de pobres cosechas conseguidas con sudor y trabajo, la admiración sin límites que rebosa a través de todos los documentos de la época. Si repasamos los párrafos copiados más arriba, donde Hernández describe y elogia la ciudad, veremos siempre sobresalir el tema de la naturaleza: “Suelo ubérrimo y fértilísimo…; amenísimos huertos…; manantiales cristalinos…; fértiles campos de riego sembrados de trigo…; increíble copia de sal gema y otros minerales…; el suave clima en perpetua primavera…; la cantidad de los varios frutos y legumbres” y en fin tantas y tantas frases elogiosas de los elementos naturales que nos dan clara idea de cuál fue el verdadero motivo de asombro y admiración en las mentes españolas de entonces y sobre todo en la de Hernández, incapaz de haber concebido sin verla la magnificencia natural de América.






1 José Toribio Medina, Biblioteca Hispano-Americana (Santiago de Chile, 1900), en el tomo II, pág. 271, dice: “Hernández fue nombrado protomédico general de las Indias en 11 de enero de 1570, y en México en 19 de febrero del año siguiente. Ignoramos de dónde obtuvo Medina este dato pues, aunque como fuentes biográficas de Hernández cita a Navarrete y a Colmeiro, en ninguno de los dos aparece esta fecha. Tal vez la dedujo o la tomó de alguno de los muchos documentos por él revisados en el Archivo de Indias de Sevilla, pero, desde luego, es errónea como se demuestra con los documentos conservados en el Archivo General de la Nación de México, donde se encuentra el acta de la toma de posesión de Hernández.

2 Instrucciones, párrafo 13.

3 Título y Nombramiento al Señor Dr. Villalobos, para que sea juez con el Dr. Francisco Hernández, protomédico en las causas que procediere, Archivo General de la Nación, Reales cédulas. Duplicados, n. 47, fojas 482 y ss.

4 Ibid.

5 Ibid.

6 Ibid

7 El nombre de Villalobos y sus títulos se repiten varias veces a través de las actas del Cabildo. Nosotros hemos copiado el párrafo del Libro octavo de Actas de Cabildo que comenzó en 29 de octubre de 1571 y terminó en fin de diciembre de 1584. Utilizamos la edición de Aguilar e Hijos, de 1893, y el párrafo pertenece al acta del día 1° de enero de 1572 (pág. 13 de la edición citada).

8 Henrico Martínez, Repertorio de los tiempos e Historia Natural de la Nueva España (México, 1606). Nosotros hemos utilizado la reedición de la Secretaría de Educación Pública (México, 1948), en cuya página 263 están las referencias al doctor Pedro Villalobos.

9 Vicente de P. Andrade, “Los oidores de Nueva España’’, Bol. Bibliográfico Mexicano, mayo-junio, 1956, págs. 16-25. Por cierto que una indudable errata tipográfica hace que el doctor Villalobos aparezca en dicho escrito ejerciendo su cargo de oidor en México durante no años, pues dice: “Villalobos Dr. Pedro 1563, pasó a Guatemala en 1673” (la fecha correcta es 1573.)

10 Henrico Martínez, Ob. cit., pág. 263.

11 Aunque de antiguo se conocían los documentos que el rey entregó a Hernández para venir a América, o sea el Título de Protomedico y las Instrucciones, por estar asentadas en los libros de Sevilla. El doctor José Miranda después de una búsqueda cuidadosa consiguió encontrar una nueva copia entre los documentos de México. El hallazgo del doctor Miranda es doblemente valioso por contener más datos de los asentados en la copia sevillana y, además, porque aparece acompañado del acta de reconocimiento por parte de la Audiencia de México, de su cargo de protomédico y del nombramiento del doctor Villalobos, como asesor jurídico de Hernández.

12 En el libro del doctor José Miranda, Las Ideas y las Instrucciones políticas mexicanas (México, 1952), se alude también a esta costumbre de la época, después de especificar las funciones de los corregidores y alcaldes mayores de la Colonia que actuaban como jueces superiores de sus distritos, escribe: “Si los corregidores y alcaldes mayores no eran profesionales del derecho, debían tener, para el ejercicio de sus facultades judiciales, un asesor letrado.”

13 Epistolario, n. 4.

14 Antigüedades, pág. 71, El párrafo latino original de Hernández, se encuentra en el folio 43 v. de la Edición facsimilar, a partir de la línea 7a.

15 El interés geográfico de Hernández se comprueba, principalmente, en los comentarios a Plinio donde inserta verdaderos tratados geográficos con motivo de aclarar lo que Plinio escribió, así como también en el Compendio breve de la división y partes de Asia, y en las diversas notas que tomó sobre China. (Véase Bibliografía Hernandina, ns. 20, 25 y 26.)

16 Antigüedades, pág. 69. folio 42 r. y v. de la Edición facsimilar.

17 lbid, pág. 70. Folio 42 v. de la Edición facsimilar.

18 Para conocer el estado de la ciudad de México por los años en que Hernández estuvo en ella es interesante consultar el libro de Manuel Toussaint, Planos de la Ciudad de México, Siglos XVI y XVII (México, 1938), donde se encuentran reproducidos y comentados todos los hasta hoy conocidos.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ