a. Las razones del viaje y la satisfacción del deseo de aventura


EN LOS primeros días del año 1570 se inicia lo que pudiéramos llamar época histórica de Hernández. Apenas han corrido once días del año cuando el rey D. Felipe le otorga el nombramiento de protomédico de todas las Indias y le entrega unas detalladas y prolijas instrucciones sobre lo que habrá de ser su labor en el Nuevo Mundo. A partir de aquí la casi totalidad de los biógrafos de Hernández inician su relato, considerando, por ignorancia de los hechos anteriores, a la expedición americana como la única actuación notable de su vida. Con ello opacan la figura científica de Hernández y lo reducen a simple explorador de la naturaleza americana, sin saber que la vida anterior, cuyos detalles omiten e ignoran, es bastante para conceder a Hernández por derecho propio un lugar honroso en la historia científica española.1

Pero antes de iniciar el relato minucioso de la expedición americana de Hernández y el decurso de su vida en América, período para cuyo estudio contamos, afortunadamente, con bastantes datos, consideramos interesante estudiar las causas probables que movieron al rey a organizar y disponer esta expedición.

El propio Hernández en una ocasión nos da cuenta de la reacción popular producida en España ante el descubrimiento de América. Al comenzar el Libro de la conquista de la Nueva España, dice así: “Después de la reciente conquista y sometimiento a Carlos César por Cristóbal Colón de la Haitiana y otras islas cercanas del Océano Septentrional y abierta por él mismo la vía al Continente, apenas había en España, por no decir en toda Europa, quien no estuviera poseído de un vehemente deseo de visitarlas, ya sea por las muchas maravillas que en aquel tiempo la fama publicaba acerca de ellas o por la enorme cantidad de plata, oro, perlas y otras riquezas que se decía que abundaban muy por encima de lo que se pudiera creer.”2 Este párrafo lo escribe para explicar las razones que movieron la expedición de Hernán Cortés, pero involuntariamente resulta autobiográfico como tantas otras apreciaciones de sus libros.

Efectivamente, toda España y toda Europa estaba pendiente de las maravillas de América y de sus riquezas. Pero ¿qué maravillas eran éstas? Es difícil contestar esta pregunta. En general toda América era una maravilla para los ojos ansiosos de ver, que venían de España. Había hombres nuevos, costumbres nuevas; plantas, animales y minerales desconocidos; tierras vírgenes que a cada paso mostraban algo ignorado para el conquistador; montañas inmensas, llanuras inacabables; mares, golfos, islas, ríos de anchura inconcebible para un europeo, y pronto, aquella tierra ofreció tesoros incalculables en oro, en plata, en piedras preciosas, en alimentos y en medicinas.

Las noticias que llegaban a España eran extraordinarias, la mente de un español no podía, sin verlas, imaginar las cosas que le relataban los que retornaban. Llegaban a Cádiz y a Sevilla los barcos cargados de objetos extraños, que eran disputados por los que esperaban en el puerto y luego mostrados por todas partes o vendidos a precios exorbitantes.

Pronto intervino la fantasía. Si las cartas de Colón o de Cortés son documentos más o menos veraces apegados a la realidad de lo visto, los relatos de los marineros y soldados que vinieron después ya no lo son tanto. La vanidad, el deseo de ostentación, hacían desbordar las mentes de aquellos hombres que al relatar los hechos llegaron a crear un mundo de fantasías y relatos imaginarios. Rápidamente estas ficciones invadieron las mentes de los que escuchaban y crearon una verdadera confusión de noticias que imposibilitaba la acción de los organismos directivos.

Los relatos fantásticos de monstruos marinos y terrestres, de hombres extraordinarios, de árboles nunca vistos y de fuentes milagrosas de juventud y de vida, se mezclaban con las noticias reales que, en ocasiones, parecían más fantásticas que las inventadas. La fantasía y la ignorancia, al acoger estas noticias incompletas y falsas que se recibían en España, multiplicadas por los descubridores, llegaron a crear un estado de incertidumbre general que era indispensable esclarecer para poder organizar y gobernar las nuevas tierras.

No es casual que coincidiendo con el descubrimiento de América o mejor con los años siguientes a su conquista, se produzca en el campo filosófico un renacer de las Utopías, cuyo fondo debemos buscarlo en los relatos americanos. Así lo han entendido Ímaz, en su estudio sobre este tipo de literatura filosófica,3 y Silvio Zavala quien a su vez encuentra gran influencia utópica en muchos hechos de la colonización española principalmente en la labor hospitalaria de Vasco de Quiroga.4 Esta utopía americana aparece descrita en narradores como Vespucio, cuando trata de la vida de los indígenas, y se filtra también a la pintura y otras artes.5

En contraste con lo anterior florecen también en este período los objetos y hechos sobrenaturales. Es la edad de oro de la teratología. Los monstruos, que en la edad media tenían una vida limitada casi exclusivamente a las Tentaciones de San Antonio, invaden ahora de modo incontenible la literatura y las artes plásticas con descripciones e imágenes que superan todo lo imaginable. No hay duda que son los relatos americanos los que estimulan la fantasía para producir este tipo de aberraciones de la naturaleza. Durante todo el siglo XVI, a través de obras que se han hecho clásicas y entre las que se incluyen trabajos científicos serios, aparecen descripciones de seres monstruosos escritas por figuras predominantes de la ciencia europea: Munster (1544), Gesner (1560), Aldrovandi (1642) e incluso Ambrosio Paré cuyo libro de cirugía contiene un extenso capítulo teratológico.6 El propio Hernández no se puede sustraer a esta corriente contemporánea y cuando encuentra ocasión, en el Plinio, al comentar el capítulo de los partos monstruosos, intercala una extensa relación de monstruos. Sin embargo es curioso observar que Hernández, con el buen criterio que siempre muestra en problemas biológicos y médicos, rechaza estos casos que no llega a creer posibles si no es por castigo divino e intervención demoniaca.7

Simultáneamente con los relatos, edénicos o monstruosos, que llegaban de América existía otra realidad palpable. Desde los primeros tiempos del descubrimiento, América suministró a Europa un acervo de simples medicamentosos y de elementos alimenticios extraordinario. Todos los viajeros y cronistas relatan casos de curaciones maravillosas conseguidas con raíces, plantas y elementos de origen indígena americano. Los primeros cronistas hacen elogios del modo de curar de los aborígenes americanos y recogen fragmentariamente remedios y elementos terapéuticos que envían a España.


Ambrosio de Morales


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Erasmo de Rotterdarn


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Palacio de los duques de Maqueda {13} en el siglo XVI


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Fachada actual del palacio de los duques de Maqueda


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Vista de Guadalupe (España ) en el siglo XVI


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Nicolás Monardes


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Vista de Sevilla a fines del siglo XVI


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El puerto de Sevilla hacia 1570


Por toda Europa se extiende la nueva farmacopea americana con gran rapidez. Algunos de los remedios resultan efectivos contra la terrible plaga sifilítica, que en aquellos momentos asola el Viejo Mundo, y así vemos cómo aquellas raíces y yerbas que modestamente usaban los curanderos indios adquieren categoría de simples valiosos en las farmacopeas oficiales europeas e importancia literaria al ser alabadas por los poetas y escritores de la época. El palo santo o guayaco recibe odas y apologías que le dedican autores como Cristóbal de Castillejo y Francisco Delicado. Pacientes agradecidos que encontraron en el leño americano su remedio. Fracastoro los incluye en su poema y otros muchos literatos se hacen lenguas de estos remedios prodigiosos que acababa de enviar el incógnito Nuevo Mundo.8

Respecto a los elementos alimenticios que América envía a Europa se necesitaría un capítulo especial dedicado a su estudio. Resulta casi imposible en la actualidad imaginar cómo pudo alimentarse la humanidad sin los elementos americanos que, al incorporarse en la vieja cocina europea, produjeron una verdadera revolución en la nutrición humana del Viejo Mundo.9

Éstas fueron las razones que movieron indudablemente al rey, cuando decidió iniciar la exploración científica de América. Hacía ya más de cincuenta años que México, el territorio conquistado más importante por su cultura y riqueza, estaba sometido. La mayor parte de los protagonistas del drama mexicano dormían en sus tumbas el sueño de la inmortalidad. La pasión bélica se había ido apagando y cada raza afirmaba su posición. Los españoles se extendían vencedores por el campo conquistado, mientras los indígenas, rebeldes en el alma pero sumisos en el exterior, se dejaban dominar. Las horas heroicas habían pasado al olvido y era necesario fijar los cimientos de la nueva y floreciente organización.

La Corona, desde España, había legislado. Había dictado unas leyes humanas para unos nuevos súbditos a quienes era preciso defender de la voracidad conquistadora. Los misioneros habían emigrado también, para trocar la espiritualidad pagana de los nuevos vasallos de América iniciándolos en los principios indispensables del sentimiento cristiano. Con muchos defectos, con muchas rebeldías de ambas partes, con pasiones desatadas que corrompían la obra, España edificaba en sus nuevos territorios una organización estatal a su imagen y semejanza. La conquista militar cedía el paso a la conquista civil. La espada y la cruz de los primeros momentos debían dejar campo libre a los facultativos universitarios. Había llegado el momento de que el médico, el farmacéutico y el naturalista entraran en acción, de la misma manera que poco antes habían entrado juristas y legisladores.

Así lo comprendió Felipe II. Era indispensable conocer la realidad de la historia natural y de la medicina en toda América y sobre todo en la Nueva España, país culturalmente superior a todos los demás conquistados, en donde las noticias llegadas hacían suponer un rico venero de conocimientos útiles. Por eso las instrucciones a Francisco Hernández dictadas por el rey dicen así: “La orden que vos el doctor Francisco Hernández, nuestro médico, habéis de tener en el oficio de nuestro protomédico general de las nuestras Indias, islas y tierrafirme del Mar Océano en que os habernos proveído y en las otras cosas que se os cometen tocantes a la historia de las cosas naturales que habéis de hacer en aquellas partes, es la siguiente:

’’Primeramente, que en la primera flota que destos reinos partiere para la Nueva España os embarquéis y vais a aquella tierra primero que a otra ninguna de las dichas Indias, por que se tiene relación que en ella hay más cantidad de plantas e yerbas y otras semillas medicinales conocidas que en otra parte.

’’Item, os habéis de informar dondequiera que llegáredes de todos los médicos, curujanos, herbolarios e indios e otras personas curiosas en esta facultad y que os pareciere podrán entender y saber algo, y tomar relación generalmente de ellos de todas las yerbas, árboles y plantas medicinales que hubiere en la provincia donde os halláredes.

’’Otrosí os informaréis qué experiencia se tiene de las cosas susodichas y del uso y facultad y cantidad que de las dichas medicinas se da y de los lugares adonde nascen y cómo se cultivan y si nascen en lugares secos o húmedos o acerca de otros árboles y plantas y si hay especies diferentes de ellas y escribiréis las notas y señales.”10

Juzgando por lo transcrito, al protomédico se le pide, concretamente, un informe detallado completo y documentado de la medicina y sus elementos curativos en toda América, pero iniciándolo en México. Veremos cómo Hernández se excede en su labor al sentir el influjo de la tierra americana y quedar deslumbrado ante su imagen. Su misión específica, no lo olvidemos, es la de informar al rey y por tanto a España y a Europa de la realidad médica americana en todos sus puntos.

Ahora bien, si del lado del rey las razones para enviar a Hernández eran puramente informativas, tenemos también que analizar los motivos que movieron a Hernández a aceptar el encargo y, probablemente, a gestionarlo cerca del monarca en sus años cortesanos.

Ya vimos, porque el propio Hernández nos lo dice, la reacción que “había en España, por no decir en toda Europa” de interés por las nuevas tierras y cómo no había “quien no estuviera poseído de un vehemente” deseo de visitarlas en busca de “las muchas maravillas... que se decía abundaban muy por encima de lo que se pudiera creer.” Pero lo que no nos dice Hernández, porque él mismo lo ignoraba, es que esta reacción no es más que un reflejo del espíritu de aventura que se apodera de toda Europa al iniciarse el siglo XVI.

Y puestos en este camino tenemos que reconocer que la expedición de Hernández, íntimamente, no es más que la satisfacción de un deseo de aventura. Hernández cumple con ella el anhelo de todos los hombres renacentistas, el espíritu de aventura. Aquel que el Renacimiento desarrolla en todos sus contemporáneos y que desde un punto de vista filosófico no es más que la reacción activa frente a la meditación medieval. El quietismo de los siglos anteriores, al despertar, crea en esos años un afán de movimiento irresistible. Movimiento físico y movimiento espiritual. ¿Qué otra cosa son, más que movimiento, las disensiones religiosas y las aventuras literarias de un Erasmo o de un Vives? Si en el movimiento activo, en la acción personal, se gana un nuevo mundo, también en el movimiento espiritual se obtienen frutos tan valiosos como una nueva filosofía y una nueva concepción diferente de la vida y la ciencia. Jiménez Rueda también lo ha comprendido así cuando hablando de los españoles que abandonaban su patria para venir a América escribe: “El espíritu de aventura es el incentivo, la codicia o la fama el fin.”11

Pero la aventura renacentista no se reduce a las armas o al gabinete del filósofo, sino que al extenderse a todos los sectores contagia al artesano y al escribiente lo mismo que al capitán o al religioso. El hombre de ciencia, que ve dilatarse su campo, siente irresistible deseo de explorarlo, de lanzarse por los nuevos caminos en pos de esa aventura, incierta como todas las aventuras, pero prometedora de gloria o por lo menos satisfactora de la inquietud de acción.

El espíritu de Hernández, inquieto, audaz y activo, no puede quedar colmado con una obra sedentaria de gabinete. El mismo Plinio, su obra cumbre, no es bastante. Necesita mayor campo y mayores vuelos para satisfacerse y, entonces, cuando las fuerzas físicas declinan, pero también cuando su vigor espiritual está maduro y en la mejor formación intelectual, se lanza a la aventura definitiva. Una aventura comparable con la de los conquistadores y misioneros, peligrosa, audaz, tan incógnita en su desarrollo como atractiva y fructífera en sus resultados. Hernández conquista, no sin peligros, exponiendo su vida y sufriendo tantas penalidades como el guerrero que le precede, todo un mundo de cosas ignoradas. Sus frutos son tan valiosos como el oro de las minas o las piedras preciosas. Su epopeya transcurre, como todas las otras, entre pequeñeces e incomprensiones burocráticas. Acachado de envidias y traiciones se siente débil e impotente. Pero los grandes ideales de los conquistadores reencarnan en él y le mantienen en la obra. Sueña con una fama imperecedera que le anima a seguir. Cuando escribe a Felipe, su rey, una carta comparándole con Alejandro el Grande por haber mandado escribir esta historia natural del Nuevo Mundo, él piensa ser el nuevo Aristóteles que lleva a cabo la hazaña. Y así se explica por qué un hombre maduro, de posición desahogada y envidiable, abandona la muelle vida de la corte, el favor real y la clientela distinguida para lanzarse a un desconocido piélago de trabajos y peligros que probablemente soñaba desde sus años mozos cuando vivía en Sevilla.

Ha parecido tan inexplicable este hecho a algunos investigadores que no llegan a comprenderlo fácilmente, entonces sugieren otras hipótesis. No hay datos para poder sostenerlas, pero sin embargo es interesante consignarlas. Plantean estos investigadores, entre los que sobresale por su originalidad de pensamiento y visión el Dr. Rioja, una serie de problemas que de ser ciertos podrían modificar algo la idea clásica de la misión hernandina. Sospechan que, independientemente de las razones reales apuntadas y de la satisfacción del deseo de aventura, motivos suficientes para justificar y cubrir la capa externa de la expedición, debieron de existir otras razones más íntimas, más poderosas y menos confesables que obligaron a Hernández a embarcar rumbo a México.

Así orientados es fácil suponer cuáles pudieron ser estas razones. Hernández, educado en la cura erasmista, había sido amigo de Vesalio, hombre malquisto en la corte por sus orígenes flamencos y su espíritu liberal y de renovación. Atento olfateador de novedades científicas, Hernández, no tiene reparos en presentar en sus escritos ideas que todavía están en vías de admisión, como la circulación sanguínea pulmonar que describe en el Plinio.12 Y esto les lleva a pensar si tal vez Hernández no era un peligro en la corte. Los mismos elogios que de su obra hace el padre Sigüenza, heredero espiritual del erasmismo y hombre cuyo gran prestigio no impidió que tuviera dificultades con la Inquisición, son también datos sospechosos a favor de la idea que supone a Hernández en dificultades cortesanas. Hermano dilecto de Arias Montano, como él mismo se llama, hay que suponerle enemigo también de aquellos que atacaban al eminente polígrafo y son bien conocidas las dificultades que durante años existieron entre éste y algunas órdenes religiosas, sobre todo con aquella que entonces era de más reciente formación y la más combativa.

Para comprender el alcance que en aquella época podía tener una diferencia de criterio con los componentes de una orden religiosa es necesario conocer de antemano lo que las órdenes monásticas representaban en España durante el siglo XVI. Algo que, desde luego, era completamente opuesto a lo que son hoy. En primer lugar constituían una especie de partidos políticos que actuaban aconsejando a los gobernantes y modelando la opinión pública de modo similar a como en la actualidad puede hacerlo una facción política de cualquier régimen. Por tanto, la enemistad con una u otra orden religiosa no era en el fondo un problema religioso, como puede serlo hoy, sino un problema de sentimiento político, dado que la religión católica era integralmente acatada por todo español con muy ligeras modificaciones de criterio.

En segundo lugar las órdenes monásticas reunían lo más florido de la intelectualidad española y gozaban de una libertad de acción para el estudio y la expresión como no se puede tener en la actualidad; pero de esto trataremos en otra ocasión.

De considerar a Hernández elemento avanzado, discrepante del sentir general y con dificultades más o menos políticas dentro de la corte, parte la hipótesis que supone su alejamiento de la corte por factores ajenos a su propia misión. Se ha visto tanto, en todos los tiempos y en todos los países, cómo se disfrazan los destierros con cargos diplomáticos o misiones culturales que, meditando sobre el fracaso cortesano de Hernández, los que así piensan creen ver un alejamiento de la corte influido y ocasionado por algunos sectores de los que intervendrían en la política del momento.

De ser cierta la hipótesis anterior, de la que como decimos no podemos hacernos solidarios por no poseer un solo dato concreto que haga pensar así, tendríamos entonces que admitir que el viaje de Hernández a México y su fructífera expedición enmascaraban la realidad de uno de tantos exilios de españoles como ha tenido que acoger la generosa tierra de América y que, desde entonces hasta hoy, se han venido repitiendo entre los naturalistas y científicos españoles con una dolorosa periodicidad.






1 Es interesante observar esta misma mutilación biográfica en muchas de las biografías de figuras importantes de la cultura colonial de América. Hecho que ocasiona exposiciones biográficas limitadas únicamente al período de actuación americana. Refiriéndonos a México, los ejemplos son frecuentes, pero tal vez el más característico por ser casi paralelo y contemporáneo de Hernández es el de D. Vasco de Quiroga. Sus biografías se inician siempre en el momento de embarcar para América, cuando ya tiene sesenta años de edad, sin que, aparte de algunas referencias aisladas, se tenga en cuenta la dilatada actuación española. Consideramos que gran parte de este hecho se debe a los propios historiadores mexicanos del siglo pasado, quienes ateniéndose a las fuentes históricas encontradas en México delinearon las figuras según los datos que poseían sin tener ocasión de buscar los que podrían hallarse en España. Con ello crearon biografías espléndidas en la parte documental obtenida, pero limitadas en la exposición total del personaje.

2 Francisco Hernández, Antigüedades de la Nueva España (México, 1946). El párrafo transcrito corresponde a la pág. 191 del libro donde se inicia el trabajo de Hernández titulado Libro de la conquista de la Nueva España que, aunque editado junto con las Antigüedades, es obra distinta (Bibliografía Hernandina, ns. 9 y 10). El manuscrito original hernandino en latín se conserva en la Academia de la Historia en Madrid y está también junto con el de las Antigüedades. El párrafo transcrito en su original latino ocupa el folio 138 r. del manuscrito de la Academia y fue reproducido por Paso y Troncoso en edición facsimilar en 1926 en México (Bibliografía hernandina, ns. 7 y 8).

3 Utopías del Renacimiento (México, 1941). Estudio preliminar de Eugenio Ímaz.

4 Silvio Zavala, La Utopía de Tomás Moro en la Nueva España (México, 1937) e Ideario de Vasco de Quiroga (México, 1941).

5 Carta de Américo Vespucio de las islas nuevamente descubiertas en cuatro de sus viajes. Edición facsimilar de un impreso publicado entre 1505 y 1516 (México, Imprenta Universitaria, 1941). Leyendo esta carta se observa fácilmente el sentido utópico que Vespucio encuentra en la manera de vivir de los indígenas americanos, sobre todo cuando describe la vida y costumbres de los moradores de América (folio 3 r. y sig. del facsímil y págs. 37 y sig. de la traducción). Y esta idea de vida edénica que se encuentra en la literatura se trasmite también a las artes plásticas, donde se suele presentar un panorama de América en forma de paraíso.

6 La teratología es una de las características más acusadas en la historia natural renacentista; los monstruos se convierten en elementos indispensables para toda colección de objetos naturales. Se llega a la creación de un floreciente comercio de elementos teratológicos que son dispuestos por los coleccionistas de toda Europa y naturalmente ante lo provechoso de su venta, surgen fábricas de monstruos donde se falsifican y expenden por todos los países. Una de las más afamadas existió en Nápoles, desde donde se enviaban las más extrañas aberraciones de la naturaleza cuidadosamente obtenidas mediante habilidosas suplantaciones e inserciones de órganos y partes animales de diferentes orígenes. Descripciones prodigiosas de esos monstruos renacentistas nos han quedado en la Cosmographia universelle de Sebastián Munster (Basilea, 1541, con numerosas reimpresiones), en Les Oeuvres de M. Ambroise Paré, etc. (París, 1575) y en otras muchas obras científicas de la época. Recientemente Jurgis Baltrusaitis, bajo el título “Monstres et Emblèmes” ha publicado en Medicine de France, n. XXXIX, págs. 17-30, 1953, un documentado estudio de los monstruos en los siglos XVI y XVII, acompañado de una profusa iconografía monstruosa.

7 En Plinio, libro VII, cap. 3, donde el autor se ocupa de los partos monstruosos, escribe una deliciosa relación de sus conocimientos sobre el tema. Naturalmente sale a relucir el célebre parto de Margarita Hermanuy, en Holanda, que tuvo 365 niños de una sola vez (folio 24) y después se extiende relatando casos de hipocentauros, minotauros, etc., que Hernández, con buen criterio, rechaza como inadmisibles a no ser que se produzcan por intervención demoniaca y previo el permiso de Dios para castigar tantas maldades. Sería interesante cotejar las ideas de Francisco Hernández con las publicadas por Paré y otros autores, pues después de una simple comparación superficial encuentro relaciones interesantes entre ambos.

8 Son muchas las alusiones a los fármacos americanos en la literatura de los siglos XVI y XVII; con respecto a la literatura española el ejemplo más característico es el del poema de Cristóbal de Castillejo titulado Loor del Palo de las Indias estando en cura de él, que se inicia con los versos:

Guayaco, si tú me sanas

y sacas destas pendencias

contaré tus excelencias

y virtudes soberanas.

y también, aunque su autor lo redactó en intaliano, el tratado del sacerdote español Francisco Delicado, titulado Modo de usar el Palo de las Indias Occidentales, salutífero remedio de toda peste y mal incurable (Venecia, 1529), donde describe cómo habiendo estado atacado de una forma grave de lúes, usó el palo de guayaco para el tratamiento, curando de su dolencia.

9 Sin pretender dar más que una muestra de los alimentos y especies americanos que el Viejo Mundo recibe a raíz del descubrimiento, enumeremos el maíz, el cacao, la patata, el frijol, el chile, el jitomate o tomate, los guajolotes, sin contar las muchas frutas, algunas tan extendidas hoy, como la piña, el cacahuate y el ahuacate, y productos hoy de uso universal, como son el tabaco y el chocolate.

10 Instrucciones, párrafos 1, 2, 3 y 4.

11 Julio Jiménez Rueda, Herejías y supersticiones en la Nueva España (México, Imprenta Universitaria, 1946), pág. 29.

12 Plinio, libro XI, cap. 37, f. 265 v. La descripción de la circulación sanguínea en su segmento pulmonar ya aparece en Primeros Borradores, tomo II, f. 312 r.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ