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d. Los primeros años del ejercicio médico


Acabado el período universitario encontramos a Hernández lanzado al ejercicio de la profesión dentro del ambiente que acabamos de reseñar, donde el joven médico necesitará abrirse camino y situarse convenientemente. Las aspiraciones y deseos de trabajar eran muchos. Su bagaje científico es también copioso: lenguas clásicas, filosofía, humanidades en toda su amplia extensión y, ni qué decir tiene, profundos conocimientos médicos.

El estudio de este período de la vida hernandina tiene dificultades. No faltan datos, ni tampoco sobran. Existen los suficientes para encontrar en Hernández afición intensa al trabajo y a la realización de obras que va logrando y coronando sucesivamente. Se descubre ya en él, desde los primeros tiempos, una inquietud viajera que le hizo visitar diversos lugares de España. Se aprecian aficiones botánicas bien arraigadas. Afán interpretativo de obras clásicas que le llevará a traducir y comentar varios autores de la antigüedad, y un espíritu investigador y observador independiente que pugna por conocer a fondo los problemas. Son interesantes estos aspectos de la juventud de Hernández, pues en ellos se marcan las mismas características psicológicas que descubriremos más adelante durante su exploración americana.

El escollo más grande para la descripción de estos primeros años es la falta de fecha en los hechos conocidos. Sabemos muchas de las cosas que ocurren en ese tiempo sin que podamos, en la mayoría de los casos, precisar su orden cronológico. Como siempre, las mejores fuentes para conocer sus hechos de estos años son sus propias obras, en las que cuidadosamente consigna datos personales mezclados con sus comentarios y traducciones.

Probablemente su primera actuación médica se efectuó en la provincia de Toledo al volver de Alcalá. Por una referencia consta que fue médico del duque de Maqueda en la ciudad de Torrijos. En los comentarios al Plinio, hablando de una planta dice: “ésta me acuerdo haber visto en Torrijos en un huerto del adelantado de Granada que después llamaron duque de Maqueda, siendo en aquel pueblo su médico”.71

Por la redacción del párrafo anterior parece desprenderse que Hernández fue médico de D. Diego Cárdenas, primer adelantado del reino de Granada, a quien Carlos V otorgó en 1350 el ducado de Maqueda. Sin embargo parece difícil que Hernández alcanzase a ser médico del duque, que muere algunos años después de serle otorgado el ducado. De no haber sido médico del viejo adelantado, entonces lo más probable es que sirviera a su hijo Bernardino, también duque de Maqueda y hombre prominente no obstante sus truculencias y desórdenes en las cortes de Carlos V y Felipe II. Este Bernardino, contemporáneo, aunque algo mayor que Hernández, fue virrey de Navarra y Valencia, vivió siempre lleno de deudas y murió en la Batalla de Lepanto, en la misma galera y a los pies de D. Juan de Austria. Fue consuegro de la princesa de Éboli, y Marañón al tratar de él le llama “heroico y botarate”, recordando cómo tuvo la Éboli que pagar las deudas de su consuegro.72

Probablemente la estancia en Torrijos fue breve. No tenía Hernández en su juventud animosa y emprendedora carácter para arrinconarse en el palacio pueblerino de un duque de segunda fila y menos si, como es de suponer, este duque no satisfacía sus servicios con liberalidad suficiente.

No sería extraño que por esta época comenzase Hernández su traducción e interpretación de “Nicandro poeta colofonio al cual en verso latino en nuestra mocedad interpretamos”.73 Esta obra, perdida totalmente, no nos ha llegado más que por las propias referencias del autor en obras posteriores. Era una traducción greco-latina con comentarios, pues, hablando de las serpientes, en su traducción de Plinio, dice: “quise no escribir cosa sobre este capítulo porque tengo dicho todo lo que entiendo... sobre Nicandro poeta griego el qual trasladamos y commentamos, pero por no faltar a los que carecen de la lengua latina diré dellas alguna cosa”.74 Estaba redactada en verso como se desprende de esta otra referencia donde, afirmando un hecho citado por Plinio, añade “ansí lo cantó Nicandro poeta griego, en aquellos versos que en otros hecimos latinos trasladando”.75 Las referencias a su traducción y comentarios del Nicandro son muchas y se repiten en sus obras.76 Está realizada en su mocedad y probablemente fue un entretenimiento para los ocios pasados durante sus primeros tiempos de médico en aquel castillo de los duques de Maqueda.

No sabemos cuándo llegó a Sevilla, pero es hecho cierto que en estos primeros años de ejercicio se trasladó a Andalucía y desempeñó allí su profesión, encontrando tiempo para alternarla con expediciones campestres dedicadas a herborizar y estudiar la flora.

En este caso, aparte de las referencias propias, tenemos una noticia contemporánea, con seguridad veraz, y que nos orienta bastante sobre el momento de su estancia en Sevilla. La consigna el cirujano Juan Fragoso en su libro De succedaneis medicamentis (Madrid, 1575) y, probablemente, es la primera vez que el nombre de Hernández aparece impreso. Fragoso, que también era toledano y estudiante en Alcalá, debió de mantener amistad íntima con Hernández durante toda su vida, en muchos aspectos similar a la de Hernández, pues también llegó a cirujano de Felipe II, herborizó y escribió sobre plantas y se interesó por los productos exóticos llegados de las Indias, si bien su mayor atención fue para las Indias Orientales.

Fragoso dice en su libro, hablando del tomillo andaluz y diferenciándolo del toledano o salsero, que en 1555 exploró el reino de Sevilla acompañado de Francisco Hernández.77 La noticia, que no puede ser más concreta, pasó ignorada para todos los biógrafos antiguos de Hernández, incluso para Gómez Ortega y aparece consignada por primera vez en la obra de Colmeiro, al tratar de Fragoso.78 Más tarde la recoge Picatoste,79 pero éste omitió la fecha de la exploración y sustituye lo del reino de Sevilla por la palabra Andalucía que, como veremos ahora, está más en lo cierto. Pues Hernández, en sus obras, consigna multitud de recuerdos andaluces que se refieren a lugares y provincias distintas.

De su estancia en Sevilla, que tiene más valor biográfico de lo que a primera vista podría suponerse, quedaron algunas anécdotas interesantes. Unas veces nos recuerda detalles marineros o peces vistos en el río, como aquella lisa de la que muchos años después decía “acuérdome haberla visto vender en Sevilla debaxo del nombre de baca”,80 y otras utiliza un suceso intrascendente de la vida andaluza para deshacer un error pliniano. Cuenta en los comentarios a dicha obra “cómo, viviendo yo en Sevilla y ocupando entre los de mi facultad lugar honesto, experimenté cenando una noche de verano debaxo de una parra que había muy tendida y deleitosa en el patio de la casa en la qual estaba tanta muchedumbre de salamanquesas que improvisadamente hallé no pocas sobre mí, de que una que se deslizó por entre la camisa y la carne me tracto tan benignamente que puedo agora testificar de su inocencia”.81 El error que destruye con este relato es aquel de que las salamanquesas dañan con el puro contacto de su piel, al experimentar en sí mismo lo contrario. La descripción sirve también para demostrarnos que la estancia en Sevilla no era ocasional o de paso, pues claramente expresa que vivía en Sevilla y ocupaba entre los de su facultad “lugar honesto”, alusión a que ejercía allí la medicina.

Pero no se circunscriben a Sevilla sus referencias, en ocasiones nos recuerda su paso por otras ciudades andaluzas. Hablando de la hierba chamaleón, describe las variedades que conoce y luego añade, “del blanco llamado cardo aljonjolí me acuerdo haber visto copia entre Córdova y Sevilla”.82 Estando ya en México, muchos años después, al encontrar y describir el melón de Indias escribe: “recuerdo haber gustado un fruto así, llamado badea, en Sevilla y Granada”,83 y en los primeros borradores de la traducción pliniana se puede leer, hablando de las ruinas que dejaron en España los pueblos romanos, la referencia a unas que el autor vio “cerca de Guadiaro en unos llanos que dicen el Salto de la Mora, donde están los ingenios de azúcar del duque de Arcos”,84 lugar situado dentro de la provincia de Cádiz.

Sin embargo, la referencia de Fragoso indica que exploraron el campo sevillano buscando plantas y probablemente tratando de componer una flora andaluza que, si llegó a escribirse, quedó tan inédita como todas las demás obras de Hernández.

Sería interesante poder llegar a conocer las razones que impulsaron a Hernández, castellano con raigambre en Toledo, a buscar acomodo en Sevilla. Esto no es fácil de dilucidar con los datos que poseemos. Pero sí podemos conjeturar la influencia que para ello debieron de tener algunos hechos.

Vimos que Hernández era un estudiante complutense, impregnado de las ideas erasmistas imperantes en aquella universidad. Sevilla contó también concuna fuerte reacción erasmista plasmada en ediciones y traducciones del maestro. Los canónigos predicadores del cabildo sevillano fueron casi sin excepción de estudios complutenses, y orientaron sus ideas hacia el nuevo movimiento de renovación cuyo auge se continúa hasta el final del reinado de Carlos V y tiene grandes relaciones con el de Alcalá.

Es muy probable, por tanto, que Hernández marchase a Sevilla impulsado por esa misma corriente ideológica que estableció un tráfico constante de humanistas y estudiantes entre las dos ciudades, cuyo ambiente intelectual era más libre y más abierto que el que podía encontrarse en Toledo o en la misma corte. Pero, y sin que ello se interfiera con lo anterior, también es posible que la inspiración, y quién sabe si la protección, para este viaje partiera de Benito Arias Montano, que por esas mismas fechas viajaba camino de Fregenal para luego aislarse en su querida peña del Alajar de Llerena.

Tampoco sería muy disparatado suponer como estímulos para este traslado, aparte del afán viajero que le domina toda su vida y que en alguna ocasión hemos analizado como satisfacción del espíritu de aventura,85 los relatos sobre cosas extrañas que, procedentes de ambas Indias, arribaban al puerto de Sevilla, los cuales con seguridad debieron de llegar hasta él a través de condiscípulos sevillanos en Alcalá, como Monardes y tal vez el mismo Montano.

No hemos hallado noticias directas de relación entre Monardes y Hernández. Sin embargo, es indudable que, sin citarlo, Hernández se refiere a Monardes cuando al tratar de la piedra bezoar dice que no se ocupará de ella en extenso pues “lo demás podrá ver el lector en algunos modernos que desta piedra han en nuestro tiempo y en nuestra Hespaña dicho algunas cosas”.86

La vida en Sevilla durante los años que Hernández permanece allí se caracteriza por haber estado abierta a una continua corriente de cosas nuevas. Noticias fantásticas y verdaderas se mezclaban en la charla de los hombres llegados en los galeones de América. Plantas y objetos extraños eran presentados como muestra y testimonio de lo relatado, mientras una complicada burocracia, recién creada, trataba de encauzar todo aquel torrente de hechos y dichos para disponer el gobierno y administración de unas lejanas tierras desconocidas.

Como repercusión de lo anterior en Sevilla corría el dinero, que, traído de América, se disipaba pronto y ruidosamente. Florecían las industrias. Se agolpaban en la Casa de Contratación aventureros y hombres de bien, buscando acomodo para el viaje, y una rica corriente intelectual florecía bajo la dirección de Juan de Mal Lara. Mientras, Fernando de Herrera rompía sus primeras lanzas literarias y Lope de Rueda deleitaba a sus espectadores con pasos y entremeses de trama sencilla.

No es difícil pensar que fue en Sevilla donde los relatos extraordinarios, unidos a la contemplación de los tesoros y curiosidades ultramarinas, hicieron brotar en Hernández la primera idea y el primer deseo de lanzarse a la mar para explorar y conocer la realidad de lo que allí se relataba. Con seguridad fue la impresión sevillana la que con el tiempo, madurada y pensada, movió la voluntad real hacia el deseo de emprender el estudio y descripción de los maravillosos seres y los eficaces remedios que se encontraban en las tierras recién descubiertas.

Un suceso familiar debió de ocurrir durante estos años sevillanos: Hernández contrajo matrimonio. Su esposa, Juana Díaz de Pan y Agua, es una figura que sólo aparece fugazmente citada en el testamento cuando declara: “fui casado legítimamente según orden de la Santa Madre Iglesia con Juana Díaz de Pan y Agua mi legítima mujer ques defunta”.87 ¿Quién fue esta Juana Díaz? El Paniagua parece corresponder, según costumbre de la época, al lugar de nacimiento u origen; entonces tendríamos que pudo ser una toledana conocida en la juventud durante fiestas y correrías por los pueblos cercanos a Puebla de Montalbán. Paniagua dista sólo pocos kilómetros de Montalbán y está también próximo a Torrijos. Debió de durar poco el matrimonio, si bien lo suficiente para que al morir dejara al viudo dos hijos, que también aparecen en el testamento cuando dice: “durante el dicho matrimonio ubimos y procreamos por nuestros hijos legítimos al dicho Juan Fernández e doña María de Sotomayor nuestros hijos y por tales los nombro y declaro”.88 Juan Fernández aparecerá con alguna frecuencia en esta historia. Acompañó a Hernández durante la expedición americana y todavía vuelve a surgir ya hecho doctor al asentarse el fallecimiento de su padre en el libro de la parroquia de Santa Cruz.89 De doña María de Sotomayor tenemos menos noticias, sólo sabemos que estaba soltera al partir su padre camino de América, por lo cual la dejó internada y bajo la custodia de las monjas de San Juan de la Penitencia de Toledo. Respecto a la situación cronológica del matrimonio tuvo éste que celebrarse lo más tarde en la primera mitad de la década del 50, pues Juan, que partió con su padre para América siendo mozo, hubo de nacer alrededor de estos años, para poder contar, por lo menos, con unos quince en el momento del embarque en 1570.

Nada más sabemos de esta estancia andaluza, pero la imagen luminosa de Andalucía acompañará a Hernández toda su vida. En Sevilla dejará amigos, que cita en ocasiones, y aquellos doctores entre los cuales ocupó “lugar honesto”, cuando un día, sin que sepamos la razón, nos encontramos a Hernández alejado de Sevilla para actuar de médico en el monasterio de Guadalupe. Desde muchos puntos de vista este traslado es un cambio importante. En la carrera de un médico del siglo xvi actuar en Guadalupe representa una posición distinguida y prometedora, y, aunque ignoremos casi todos los hechos que le llevan a ocupar dicho puesto, queremos analizar detenidamente el desempeño de su labor allí.






71 Plinio, libro XXI, cap. 4, f. 6 r.

72 La redacción del párrafo hace pensar que fue efectivamente al adelantado a quien sirvió Hernández como médico, y esto tal vez explicaría lo fugaz de su estancia en Torrijos, de donde saldría al morir su patrón y posesionarse de la herencia D. Bernardino. Las noticias de este último, que recoge Marañón en su Antonio Pérez (Buenos Aires, 1947), lo pintan como un hombre alborotador, de poco juicio, a quien salva del olvido su muerte en ocasión tan solemne y heroica.

73 Plinio, libro XXI, cap. 10, f. 18 r.

74 Ibid., libro VIII, cap. 23, f. 183 v.

75 Ibid., libro VIII, cap. 27, f. 197 v.

76 En el mismo Plinio todavía se pueden encontrar muchas referencias a su traducción como las siguientes: libro VI, cap. 28; libro VII, cap. 2; libro VII, caps. 9, 13 y 21. También aparecen muchas referencias en los Primeros Borradores.

77 Juan Fragoso, De succedaneis medicamentis liber denuo auctus (Madrid, en la imprenta de Cosin, 1575). Esta obra fue reimpresa en otras varias ocasiones: en 1583, también en Madrid, por Gómez, y en 1632, en Sevilla, por Sandi. Se puede considerar como la segunda edición de otra obra publicada anteriormente en Alcalá, titulada Catalogus simplicium medicamentorum (Alcalá de Henares, 1566).

78 Miguel Colmeiro (ob. cit.), pág. 152.

79 Felipe Picatoste y Rodríguez: Apuntes para una Biblioteca Científica española del siglo XVI (Madrid, 1891), pág. 142. Aunque la fecha de publicación sea de fines del siglo, la obra estaba ya lista y fue premiada por la Biblioteca Nal. de Madrid en 1868.

80 Plinio, libro IX, cap. 24, f. 61. En casi todos los comentarios al libro IX que trata de peces, Hernández hace referencia al nombre sevillano del pez descrito.

81 Plinio, libro VIII, cap. 31, f. 205 v.

82 Plinio, libro XXII, cap. 18, f. 68 v.

83 Matritense, tomo II, libro X, cap. 48, pág. 386. (Obras completas, UNAM. México, 1959, tomo II, vol. I., pág. 410).

84 Primeros Borradores, tomo I, f. 89 r.

85 Germán Somolinos d’Ardois: “La desventurada aventura del Dr. Francisco Hernández”. Revista de la Universidad de México, septiembre-octubre, 1954, vol. IX, n. 1-2.

86 Plinio, libro VIII, cap. 32, f. 210 r.

87 Testamento, párrafo 17.

88 lbid.

89 Germán Somolinos d’Ardois: La partida de defunción (ob. cit.).

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ