11. UNA RELIGIÓN QUE NO CALA. LA RETRACCIÓN DE LA IGLESIA


La penosa y gigantesca siembra espiritual realizada por la Iglesia española en tierras mexicanas, ¿qué frutos entregaba a la Corona de Castilla y a la humanidad cristiana cuando concluía el siglo en que fue iniciada? Ante el que inventariara esos frutos desfilaría una inmensa y rica obra material: iglesias, conventos y monasterios por doquier, formando una vastísima red distribuidora de doctrina y auxilios espirituales que cubría casi todo el territorio dominado y se adentraba en partes del insumiso. Y desfilaría también, guiada por sus pastores, una multitudinaria grey de indios acogida a los cristianos rediles, grey de la que sólo estaban ausentes algunos pequeños grupos indígenas marginales. El inventariador quedaría asombrado, ¡podía pedirse mayores y mejores frutos en tan breve tiempo! Un conocedor de la tierra le insinuaría que no juzgase sólo por la superficie o apariencia de las cosas, que penetrase hasta la entraña, de ellas y después dictaminase.

El buceo sugerido, al sacar a plena luz todo lo que estaba oculto, arrancaría al investigador una exclamación muy contraria a la anterior, ¡cómo era posible que una siembra realizada con sin igual empeño hubiese dado tan exiguos y dañados frutos! Pues la verdad por él columbrada era que la religión cristiana no había ganado el corazón de los indios, quienes sólo la profesaban de labios afuera, aceptándola como inevitable consecuencia de la dominación. Infinidad de testimonios irrefutables y la misma actitud recelosa hacia el indígena que adopta la Iglesia desde los setentas muestran la desoladora realidad: en la tierra arada y regada incansablemente por una sin par falange misionera la religión sólo había echado misérrimas raíces. ¿Cómo pudo ocurrir esto?

No escasean las respuestas en los documentos de la época cuando se los sabe interrogar. En ellos afloran sin cesar, de mil maneras traídos y llevados, los principales motivos de esa frustración. La doctrina católica misma fue uno de ellos. Sus dogmas y misterios resultaban inasequibles a los indios y además se mostraban completamente refractarios a la clara y precisa traducción a los idiomas de éstos, o a la transposición cultural. Los misioneros se dieron perfecta cuenta de ello y recurrieron a todos los modos posibles de representación —oral, escrita y por imágenes—, pero sus esfuerzos chocaron con aquella irreductibilidad que imposibilitaba la comprensión. Si esta vía de la penetración se hallaba cerrada, quedaba la más humana, y consiguientemente más “llegadera”, del amor y el sacrificio al prójimo. Por esta vía quizá el triunfo hubiera sido rotundo; por ella fue seguramente por donde los primeros religiosos se abrieron paso hasta el corazón de los indígenas y conquistaron su estimación y afecto. Tal vía dejó de andarse pronto. Vino, como tenía que venir, la avalancha de los valores y realidades de la dominación a sepultarla por completo.

Y éste fue otro de los motivos principales del susodicho fracaso. Las normas éticas y jurídicas que encauzaban la vida de los españoles eran diametralmente opuestas a las de los indios. El colectivismo indígena se encontraba en el otro extremo del individualismo de los españoles: la comunidad constituía para los indios firme asidero que no sabían hallar en sí mismos; desasirlos de su grupo o colectividad era como separar de sus padres a inermes criaturas. Y también andaban muy alejados, como ya señalamos, los motores económicos de ambas razas. Pero además, tuvo que resultar difícil de admitir por los indios el desacuerdo reinante entre los principios religiosos y morales de los españoles y su conducta. Cuando el indio, día tras día, podía medir con largas varas la distancia que mediaba entre la conducta del español y los preceptos de su religión y de su ética, ¿qué otra cosa podía hacer si no quedarse perplejo y mirar con aire escéptico una religión que dejaba tan “sueltos” a los fieles en lo tocante a la observancia de mandamientos y reglas?

Dentro de la sociedad indígena dos factores operaron como recios obstáculos a la recepción cabal del cristianismo. Uno de ellos, la mentalidad religiosa de esa colectividad, supera mucho en magnitud al otro, el resentimiento y revanchismo de la aristocracia autóctona. Enraizada en los indígenas una religión sin incompatibilidades y acostumbrados por ello a recibir dioses extraños en su panteón, tuvo que hacérseles muy cuesta arriba proscribir a los antiguos y aceptar la exclusividad de uno nuevo. Nada incomodó tanto al clero secular y regular como la mixtificación religiosa a que dio lugar tal “proclividad” de los naturales, pero poco pudo hacer para desterrarla; pese a la estrecha vigilancia y a los severos castigos, los indios siguieron aferrados al doble culto, la mayoría con indudable sinceridad, que reconocieron los mismos ministros de la Iglesia católica. El mestizaje religioso fue, sin duda, el primero y más dilatado mestizaje cultural que conoció la colonia.

El resentimiento y deseo de revancha de la aristocracia abatida actuó oponiendo a los dominadores una resistencia pasiva y atizando la hoguera de los odios y rencores que los excesos de los españoles provocaban entre los indios. Tiró más que nada aquel grupo a mantener vivo el antiguo espíritu de la sociedad indígena, y por consiguiente su acción fue ante todo conservadora. En lo que a la religión toca, hizo cuanto pudo por salvar el legado espiritual de su raza y por alimentar la propensión idolátrica de sus colectividades. El liderazgo civil de ellas, en que fue mantenido por la Corona, vínole de perilla para reforzar el poder religioso que la retención del sacerdocio les confería. Nadie se explicaría la larga supervivencia del culto ancestral, ni las frecuentes y a veces explosivas recaídas en la plena infidelidad, sin tan fuerte e influyente liderazgo.

Hacia la mitad del reinado de Felipe II adviértese un cambio muy pronunciado en la Iglesia novohispana. Bórrase casi por completo el optimismo y entusiasmo de los primeros tiempos, piérdese la confianza en las posibilidades del indio, adóptase hacia él una actitud recelosa, y se endurece y rutiniza el cuerpo eclesiástico.

A todo ello contribuye mucho la desaparición de la fuerza de choque misionera que con apostólica unción iniciara y diera originalísimos cauces a la obra evangelizadora. Los pocos que traspasaron la mitad del siglo: Gaona, Ribas, Marín de Jesús, Motolinía, Olmos y Toral, mueren entre 1560 y 1571. El equipo que sustituye lentamente a éste tira casi todo él por otro camino y termina por imponer su derrotero. A nuevos tiempos nuevas orientaciones y nuevos procedimientos. Apoyándose en las experiencias había que revisarlo todo, y antes que nada la actitud hacia el indígena y la apreciación de las necesidades de la colonia. Había, además, que conceder mucha atención a la organización interna, a la preparación de nuevos miembros, a la administración de conventos y fincas, etc. De la revisión de aquello y de la atención a esto, resultó un franco deslizamiento de las religiones hacia el criterio que los colonos españoles tenían de los indios y una mayor entrega a los menesteres subalternos. Si a ello se añade lo que para las órdenes supuso el excesivo crecimiento, que imposibilitó la rigurosa selección, y la posesión de ricos y deleitosos monasterios, que invitaban al tranquilo y placentero goce de la vida, se completará el cuadro de los cambios habidos en las órdenes y de los que determinaron e implicaron para la Iglesia mexicana las décadas finales del siglo XVI.

La nueva actitud de los religiosos hacia los indios —quizá lo más trascendental del señalado cambio— es hija en buena parte de los resultados rendidos por la obra de adoctrinamiento. Lo que se esperaba a corto plazo sólo se había logrado en cierta porción: los indios mostraban habilidad para aprender las cosas de los españoles, pero parecía imposible ganar su espíritu enteramente; nunca abandonaban su antigua manera de ser ni renunciaban a sus pretensiones de independencia. Estimóse, por ello, que instruirlos demasiado era contraproducente, pues se les daba instrumentos o armas para combatir a quienes se esforzaban por introducirlos en un mundo mejor. Del recelo que suscitaba la elevación cultural del indio al mismo nivel que el español, hacíase eco el arzobispo de México en carta dirigida al rey el 22 de enero de 1585. Decía en ella: “según lo que he entendido de personas doctas y religiosas, lo que he notado de la condición y capacidad de los indios y la experiencia que tengo de ellos, parece que hasta que con el tiempo y trato de los españoles adquieran más talento y estén más arraigadas y envejecidas en ellos las cosas de la fe, no conviene que sepan latinidad, retórica, filosofía ni otra ciencia alguna”.

No tardó mucho en caer el reducto más obstinado de la actitud pro-indígena, que fue la orden franciscana. El año 1570, reciente aún la muerte de Motolinía, el último de “los doce”, decidió el capítulo provincial de la orden, no sin desgarrones en su seno, unirse a la general corriente. Triunfante la actitud retractiva, se estrechó más y más el círculo de las enseñanzas ofrecidas a los indios y se llegó en la precaución hasta el límite de quitarles la oportunidad de conocer, ni siquiera a través de españoles, sus propias culturas: Tlatelolco, la magnífica fundación franciscana para la instrucción de la nobleza indígena, fue condenada a la agonía; y a sufrir la pena de reclusión perpetua ingresaban en las arcas secretas del consejo de Indias dos historias hoy famosas, la de Sahagún y Motolinía, y una relación no menos famosa, la de Michoacán, recogida y compuesta, a lo que parece, por Martín de Jesús.

En su composición, organización y funcionamiento la Iglesia novohispana se diferenció notablemente de la española. Debióse ello a la necesidad en que se vio de incorporar a su aparato un considerable grupo de religiosos y a la acción que hubo de ejercer sobre un enorme contingente de fieles nuevos cuya cultura en nada se parecía a la hispana.

Todavía más estrechamente que la peninsular dependió la Iglesia americana de la Corona, pues los monarcas, junto a los derechos que en la española ejercían, recibieron como concesión papal, en la americana, el de percibir a perpetuidad los diezmos; el de destinar religiosos para la obra misional, y el de autorizar la edificación y dotación de iglesias, monasterios, obras pías, hospitales, capillas, etc. Como contrapartida de estas prerrogativas dichos soberanos contrajeron con la Santa Sede la obligación de erigir y sostener las iglesias necesarias, y la de correr con los gastos de culto y clero. Por consiguiente, toda la organización de la Iglesia americana tuvo como centro o corazón al monarca, quien apareció como su cabeza mucho más que el remoto e inoperante Sumo Pontífice. Con Madrid y no con Roma se relacionan continuamente los altos dignatarios de aquella Iglesia, ya que Madrid y no Roma concedía las prebendas y pronunciaba la palabra decisiva. Tan pendiente estuvo de la Corte española el cuerpo eclesiástico americano como el secular; con tanta avidez como éste esperó aquél las nuevas de la Metrópoli que llegaban en cada flota. Y es que entre tales noticias solía venir una larga lista de destinos, ascensos de categoría en su mayor parte, y de recompensas, que daban satisfacción o dejaban sin ella a lo que ambos órdenes de funcionarios anhelaba más, la elevación en la dignidad y en la retribución.

El cuerpo eclesiástico novohispano estuvo compuesto por dos partes muy diferenciadas, la secular y la regular, cada una con su propia organización. Tardó bastante en fraguar la estructura del sector secular, que siguió en todo la pauta peninsular: la gran provincia eclesiástica, u obispado, dividido en una multitud de pequeños distritos, o parroquias, fue su eje. Cierto es que ya en 1548 había en la Nueva España un arzobispado, el de México, y cuatro obispados, los de Puebla, Valladolid, Oaxaca y Guadalajara. Pero, en cambio, no avanzaba gran cosa el establecimiento de parroquias, obstaculizado, a la vez, por la falta de párrocos idóneos y por la extensión que habían alcanzado los “cotos” regulares, o territorios ocupados por los religiosos.

Éstos, sobre cuyos hombros cargó la penosa labor evangelizadora, se difundieron rápidamente por el territorio mexicano y lo cubrieron de misiones, organismos que, junto a las funciones propias o de catequesis, realizaban las que competían a la parroquia, o sea la de cura de almas y administración de los sacramentos. La distribución de las distintas órdenes por el territorio mexicano fue muy desigual, pues no obedeció a ningún plan o sistema preconcebido: se asentaron al principio donde les pareció necesario para llevar a cabo su labor y luego en los lugares donde su presencia era requerida por los virreyes o ellas mismas la solicitaban. Para dar idea del alcance espacial y el desarrollo orgánico de las regiones puede servir el siguiente estado numérico del año 1559: la orden franciscana, primera en llegar (1524), contaba entonces con 80 casas, en las que laboraban 380 religiosos; la dominica, que vino dos años después, tenía 40 casas, pobladas por 210 religiosos; y la agustina, que hizo su entrada algo tarde (1533), disponía de otras 40 casas, donde se agrupaban 212 frailes.

Hacia fines de siglo estaban ya claramente determinadas las áreas ocupadas por cada orden. En el centro se hallaban entremezcladas, pero una buena parte de los principales pueblos indígenas —Tlaxcala, Texcoco, Huejotzingo, etc.— estaban bajo la jurisdicción de los franciscanos, quienes extendían el ámbito de su acción al norte (Querétaro, Zacatecas, Durango y Sinaloa) y el oeste (Jalisco). Los dominicos ejercían de manera exclusiva su apostolado en una gran región de Oaxaca (la Mixteca y otros lugares), y los agustinos monopolizaban la labor doctrinadora en el actual estado de Guerrero, en las comarcas orientales de Michoacán y en algunas partes de la Huasteca. Al comenzar la centuria siguiente la orden franciscana había fundado cuatro provincias: las de México, Michoacán, Jalisco y Zacatecas; tres, la dominica: las de México, Oaxaca y Puebla; y dos, la agustina: las de México y Michoacán; provincias que indican claramente las regiones donde más se concentraba la acción de las tres órdenes. A los jesuítas, incorporados muy tardíamente a la empresa evangelizadora, se les reservó un hueco en el lejano Norte, en donde establecieron sus primeras misiones (Sinaloa, Parras, etc.) cuando corrían los dos últimos lustros del siglo.

No incurren en exageración los que califican de gigantesca a la obra realizada por los religiosos novohispanos en la centuria decimosexta. Pues fuelo, sin duda, y en múltiples aspectos. Sólo señalar lo que en esa obra lleva impreso el sello de la originalidad, rebasaría muchísimo los límites de una disertación introductoria. Baste decir, para dar idea de ello: que fueron los primeros en acometer y efectuar un estudio en masa de las lenguas indígenas; por 1580 llevaban ya escritas la enorme cifra de 108 obras —vocabularios, doctrinas, etc.— en esos idiomas: 66 en nahua, 13 en tarasco, 6 en otomí, 5 en matlatzinca, 5 en zapoteca, 4 en huasteco, 2 en totonaca, 1 en zoque y otra en el dialecto de Chilapa; que nadie, antes que ellos o en su tiempo, investigó con tanta penetración y tanto ahínco la etnografía e historia de los pueblos aborígenes. ¿Cuánto se podría avanzar hoy en esos campos sin la imponente e inestimable aportación de Sahagún, Motolinía, Martín de Jesús, Landa, etc.?; que introdujeron métodos de instrucción llenos de novedad, en los que no deja de haber algo útil o digno de ser tenido en cuenta para la educación de multitudes en pueblos primitivos; de todo echaron mano para “llegar” a los grandes concursos de educandos: a los carteles de historietas, a las representaciones mudas y habladas, a las pláticas ilustradas con ejemplos vivos, etc., etc.; que hicieron arraigar en gente tosca el gusto por la música, la danza y la canción sencillas; raro fue el pueblo algo grande por ellos dirigido donde no hubiese orquesta ni figurasen cantos y danzas entre los espectáculos principales de los días festivos, y que realizaron una obra social sin paralelo en su tiempo y acomodamientos culturales de enorme trascendencia. Para ilustrar la primera, ahí están las misiones, singularmente en el Norte, que en muchas partes fueron comunidades integrales, es decir, que procuraban satisfacer las necesidades de los individuos y del conjunto, desde las alimenticias a las espirituales, organizando la producción y la distribución de bienes, la construcción de viviendas, el cuidado de los enfermos, la asistencia a los menesterosos, etc. Y también están ahí, para ilustrar los acomodamientos culturales, la supervivencia por los religiosos conseguida de los antiguos servicios y aportaciones de los indígenas a sus colectividades bajo la nueva forma de las cajas de comunidad.

Y si ya fuera de lo más original, buscáramos en esa obra, con el propósito de inventariarla someramente, todo aquello que destaca por su grandeza o trascendencia, ¡cuántas cosas nos saldrían todavía al paso! Por la grandeza, una inmensa constelación de construcciones eclesiásticas y civiles: templos, hospitales, acueductos, canales, etc. Y por la trascendencia, la defensa de los indios, que se tradujo en un mejor tratamiento de éstos; la urbanización de sus pueblos; la comunicación a los naturales de las técnicas agrícolas y fabriles europeas; la introducción en sus comunidades de plantas y animales ultramarinos...

El apoderamiento y la retención por los religiosos de las funciones eclesiásticas en vastas regiones y el influjo que tenían sobre la mayoría de los indígenas, opúsolos agudamente al clero secular, cuya autoridad y posibilidades de expansión reducían tanto. Virtualmente, los regulares eran independientes de los cabezas de la Iglesia novohispana, pues la Santa Sede les había concedido la facultad de actuar como párrocos y ejercer el sacerdocio aun sin la autorización de los obispos, independencia ésta que se vio muy favorecida, en primer término, por la circunstancia de haber sido los evangelizadores del país; en segundo, por el prestigio de que les rodeó su admirable apostolado, y en último término, por el hecho de haber salido de sus filas la mayoría de los primeros obispos que tuvo la colonia. La situación de pugna a que la preponderancia de los religiosos daba lugar no hizo verdadera crisis hasta que ocuparon la más alta magistratura eclesiástica de la Nueva España miembros del clero secular. Moya de Contreras, primer arzobispo mexicano de esa extracción, es, a nuestro entender, el iniciador de la lucha tendiente a colocar a las órdenes en su lugar, reduciendo sus posiciones para aumentar las del cuerpo eclesiástico ordinario, y extendiendo y afirmando la autoridad de los metropolitanos. Céntrase la contienda en la reversión de los curatos al clero regular y en el sometimiento de los religiosos a las autoridades eclesiásticas de su jurisdicción, por lo que respecta, claro está, al ejercicio del sacerdocio, o de las facultades que como curas tenían. Y tráense a colación, en el forcejeo entre partidarios de unos y otros, los argumentos y hechos de orden positivo que estaban en circulación desde las primeras escaramuzas (sexto y séptimo decenios del siglo). Terminada la obra evangelizadora o misional, ¿por qué no dejaban los religiosos a los curas ejercer su ministerio propio y se reintegraban ellos a sus conventos para vivir conforme a las reglas de su respectiva orden? ¿Qué era eso de seguir mezclándose con la gente, haciendo la vida del siglo y andando por parejas de un pueblo a otro, expuestos a mil peligros, sobre todo cuando se trataba de frailes jóvenes, poco curtidos en la guerra contra las tentaciones mundanas? ¿Por qué impedir el establecimiento en sus “reservas” a los curas ordinarios si ellos eran pocos y no podían pastorear a sus muchísimas ovejas? A estas preguntas-argumentos que una y otra vez se les dirigían podían contestar los religiosos que su obra de adoctrinamiento no estaba aún terminada; que si bien faltaban religiosos, más todavía faltaban curas, y no escaseaban, por consiguiente, los lugares donde emplearlos, pero éstos codiciaban precisamente los buenos pueblos donde los frailes ejercían su ministerio; que sus miembros habían dado ejemplo de intachable conducta y que la precaución de integrar las parejas con viejos y jóvenes alejaba todo lo posible el peligro de la comisión de faltas graves.

Casi no necesitaban los regulares contestar ni defendiéndose ni atacando a los contrarios, pues otros en la colonia lo hacían por ellos: los indios, que solieron oponerse al cambio de religiosos por clérigos, y los principales y mejores virreyes del siglo XVI. Mendoza se mostró siempre muy partidario de ellos y no le gustaba ver instalados a los clérigos en pueblos de indios por entender que los venidos a América eran “ruines” y todos se fundaban “sobre interés”. Igualmente inclinados a los frailes fueron Velasco el Viejo y Martín Enríquez. El primero les dio tanto favor que incurrió en las iras del arzobispo Montúfar, causándole ello grandes disgustos. Martín Enríquez no dejaba pasar ocasión sin solicitar del rey el envío de religiosos, pues estimaba que “quitados los frailes”, no se podía “suplir la falta con un clérigo”; y aun después de saber que en una flota llegarían veinticuatro franciscanos, insistía en carta a su soberano que siguiese ordenando más traslados de religiosos a la Nueva España, tantos como pudiese.

Contando en su favor con una meritísima obra, poderosas razones y excelentes abogados, las órdenes religiosas tenían ganada la partida. Pudieron conservar las posiciones adquiridas; si algo cedieron en algunas partes les fue dado en otras. Y así continuaron hasta el siglo XVIII en que la cuestión del derecho a los curatos volvió a ser puesta sobre la mesa.

Pero el triunfo era más bien la consecuencia de la debilidad del adversario y de la capitalización del prestigio conquistado en la cruzada misional, que el resultado del empuje y el espíritu actual de la grey eclesiástica regular. Si los religiosos cotejaban lo que fueron en los tiempos heroicos de la evangelización con lo que eran a fines de siglo, no podrían sentirse muy satisfechos. Ya hemos señalado en qué consistió el profundo cambio que se operó entre una época y otra y cuáles fueron sus principales causas. En toda la gran zona central del país —su médula—, perdieron el empuje arrollador y el espíritu sencillo, abierto, justiciero e insobornable de los comienzos. Ricard dice más o menos claramente que el disfrute de bienes terrenales los aburguesó y que el gobierno de sus enormes y complicadas organizaciones los burocratizó. En verdad, y por lo que fuere, el crecimiento convirtió a las órdenes en pesadas máquinas rutinarias; en máquinas que siguieron tranquilamente los carriles trazados en el Viejo Continente. Cabría, pues, añadir que las órdenes se europeizaron: se desasieron del indio, desterraron de su mente la curiosidad por la sociedad y los monumentos indígenas, y asfixiaron en su alma los conatos de rebeldía contra las injusticias y los atropellos. Si bien se mira, fue esto en rigor consecuencia obligada de la inundación humana sufrida por las órdenes: el triunfo de la masa, y por consiguiente de las medianías. A los que habían heredado el espíritu de los grandes, sólo les quedaba el recurso de encaminarse al lejano Norte, en donde todavía era posible reproducir las prístinas gestas americanas de sus órdenes.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ