1. ¡BENDITA Y MALDITA SEA LA PLATA!


Por un espejismo que padeció Europa durante mucho tiempo, los metales preciosos fueron elevados a los altares mayores de la economía y reverenciados como divinidades supremas de ella. SÍ el Nuevo Mundo no hubiese poseído tanta sustancia de esos dioses, su descubrimiento hubiera llamado poco la atención del Viejo Continente. Ni el cacao, ni el palo de tinte u otros productos tropicales, ni el disfrute de los tributos indígenas, ni otros beneficios, pudieron servir de acicate para la conquista de América. Las penalidades sin cuento con que fue llevada a cabo sólo fueron soportadas porque al final de alguna marcha se esperaba hallar una morada de las más refulgente de esas divinidades: El Dorado.

Antes de ser sometido, México era ya una meta áurea para los españoles. Tenían éstos noticias de que aquí abundaba el objeto principal de sus anhelos y en pos de él vinieron. Con este fin primordial de quienes la hicieron, está enlazado todo lo que ocurre en la conquista o después de ella: el botín, la esclavitud, la encomienda. Justo es reconocer que la Corona y la Iglesia enderezaban sus naves hacia la evangelización de los indios, norte muy opuesto al anterior. Pero quienes al principio llevaron la voz cantante en la colonia, es decir, los conquistadores-encomenderos, no hicieron mucho caso de esto, y el ojeo de la tierra para buscar el oro, y la hostigación de los indígenas para extraerlo, fueron inclementes. Guardaron aquéllos, eso sí, las formas, pues cierto acompañamiento eclesiástico no les faltaba: derribaron los ídolos de los naturales y pusieron en su lugar cruces; en realidad, el sagrado símbolo de los católicos sirvió de tapujo al ídolo con que los conquistadores debieron haber sustituido a los que derrocaban: el becerro de oro.

La influencia de los religiosos y el celo de algunos dignatarios reales de la colonia fue cambiando lentamente las cosas. A los primeros tocóles remover la conciencia de soberanos y súbditos; a los segundos sujetar a los colonos con leyes y armas. Bastante se logró por el lado humano: se acabó con la esclavitud, se moderó mucho el tributo y se quitó el servicio personal que los indios daban a los encomenderos. Sin embargo, la lucha entre el becerro de oro, que dominó en un principio, y la cruz, que llevaba camino de vencer ahora, no concluyó. El becerro de oro, al cambiar los tiempos, procuró amoldarse a ellos y adoptó una nueva táctica, que cabría llamar la de la corrupción. Aprovechando las necesidades de la Corona, las iglesias, etc., y los apetitos desordenados, supo presentarse como la única solución para acallar las unas y los otros. A los reyes supo hacerles ver lo mucho que crecerían sus rentas si le permitían prosperar de otra manera que antes; a las iglesias supo pintarles con espléndidos colores el fausto que alcanzarían en un país donde abundasen los metales; y así sucesivamente. Y consiguió lo que se proponía, que todos, o casi todos, monarcas, obispos y hasta algunos religiosos, le rindiesen pleitesía: reconociesen lo mucho que importaba no sólo para la colonia sino también para España una cuantiosa producción de metales y buscasen soluciones para que siguiera su curso la explotación de las ricas vetas mexicanas. Pero ya para entonces el becerro se había vuelto de plata y había adquirido tal volumen que encandilaba todas las miradas. Momento éste que coincide precisamente con el comienzo del reinado de Felipe II.

Acabada la conquista y repartidos los indios, los españoles concentraron sus mayores esfuerzos en la extracción del oro. Utilizando los esclavos y los indios de las encomiendas como mano de obra, y los tributos en especie como capital, explotaron los placeres auríferos conocidos de los indígenas. Individualmente, los que reunían todos los elementos necesarios, o formando pequeñas sociedades —compañías— los que no, mantuvieron tensa la búsqueda y la saca del codiciado metal hasta que los depósitos superficiales formados por éste en los ríos, únicos que ellos estaban preparados para beneficiar, comenzaron a agotarse. No parecen haber sido muy grandes los frutos de esta primera cosecha metálica; pero gracias a ella dispusieron los españoles de un medio de cambio que les permitió abrir las primeras brechas económicas de la colonia: iniciar tratos mercantiles con la Península y adquirir ganados, semillas y aperos de labranza para el aprovechamiento de la tierra que por reales mercedes les era liberalmente concedida. Montada en ese oro, que moralmente escocía, comenzó a marchar apresuradamente la economía novohispana, pues él atrajo a los que lo buscaban indirectamente, es decir, a los comerciantes, los agricultores y los artesanos. Las colonias que carecieron de oro o plata no pudieron seguir, ni mucho menos, tan rápido ritmo de desarrollo.

El período áureo —o en que impera el oro— dura hasta los años iniciales de la cuarta década del siglo. Es cerrado por el momento en que comienzan a ser beneficiadas las primeras minas de plata descubiertas en Taxco. En 1532 debían ya de dar estas minas buenos rendimientos, a juzgar por las fuertes compañías constituidas para explotarlas, en una de las cuales tenía parte no desdeñable don Hernán Cortés. Desarrollóse pronto Taxco como ciudad minera —real de minas—, y de la importancia que en seguida adquiere da idea el hecho de que pocos años después fuera un gran foco de españoles y se la erigiera en alcaldía mayor.

Pequeños hallazgos posteriores en diversas regiones de la Nueva España siguen incrementando lentamente la producción argentífera hasta que el Norte revela sus inmensas posibilidades en Zacatecas. Desde que son descubiertas sus minas, en 1546, cabe decir que comienza la gran aventura de la plata. Los fabulosos relatos, en parte confirmados por la realidad, echan abajo el dique de la sensatez y dejan libres a las revueltas aguas. La “fiebre de la plata” ha comenzado, y ya no la apagará nadie; más alta o más baja, según lo cerca o lo lejos que se esté de un sensacional descubrimiento, va a padecerla la colonia hasta sus últimos días.

Felipe II, que inaugura su reinado cuando los envíos de plata a España muestran claramente el auge adquirido por la minería mexicana, pensando lo que ella puede reportarle, decide abrir la rígida mano con que la tenía contenida. El reiterado tintineo de la plata ensordece su conciencia y pasa resueltamente por encima de antiguos escrúpulos, concediendo a los mineros lo que éstos reclamaban para poder establecer y desarrollar sus empresas: la mano de obra copiosa y constante de los indios. Más adelante nos referiremos a la forma que buscó para el reparto y la entrega de esa mano de obra. Sólo nos interesa que conste ahora el cambio de su actitud y a qué causa se debió.

Las consecuencias de esta concesión a los mineros palpólas él bien durante su reinado, pues tuvo que serle fácil seguir el curso de la introducción de plata en la Península, que se remontó de 9.8 en el quinquenio 1551-1555 —último de la gobernación de Carlos— a 35.2 en el de 1591-1595 —última de la suya—, conforme a los índices de Hamilton. Bien es verdad que en el segundo de esos índices está incluida también la plata introducida del Perú, cuyas minas de Potosí empezaban a dar considerables rendimientos; pero todavía éstos andaban muy lejos de los producidos por las minas de la Nueva España en su conjunto. Como también, si era afecto a la comparación, pudo haber percibido Felipe la diferencia entre lo obtenido de América por su padre y por él, que fue casi de diez millones de maravedíes.

A adoptar su actitud, hay que reconocerlo, fue inducido Felipe por la mayoría de los novohispanos que le informaban o aconsejaban por razón de cargo. Al frente de todos figuraba su delegado personal, el virrey don Luis de Velasco, a quien los indios consideraron como un padre; y le seguían arzobispos y obispos, funcionarios reales y cabildos, e incluso formaban parte de la comitiva bastantes religiosos. No hay más que repasar la correspondencia cambiada entonces entre la Corte y diferentes magistrados y particulares de la Nueva España para darse cuenta en seguida de ello. Y es que a casi todos afectó de alguna manera la susodicha fiebre. La enorme riqueza que se venía sobre el país no mantuvo normal el pulso de unos y otros cuando se percataron de los beneficios que podía producir.

Y ciertamente los produjo. Ahí están todavía a la vista sus vestigios: la infinidad de lujosos palacios y espléndidos templos, las numerosas y bien pobladas bibliotecas, los primorosos muebles de Europa y de China, etc. Y ahí estuvieron, para quien pueda revivir el pasado recurriendo a libros y documentos, otras mil manifestaciones de la prosperidad alcanzada a través de la minería: las enormes haciendas de ganados y de cereales, las dilatadas plantaciones de caña, los numerosos comercios de las grandes ciudades henchidos de costosos objetos…; que todo ello hubiera sido magro y raquítico si “el rico humor de plata” —como dicen algunos escritos de la época— no hubiese circulado abundantemente por todos los tejidos del organismo económico.

Pero los que presentaban un cuadro tan halagüeño, sólo mostraban el lado bueno de la medalla: el cuerno de la abundancia, y recataban el malo: la dura e inexorable ley de la minería. No tardaría ella en dejarse sentir. La intervención del factor suerte en el descubrimiento y la explotación de las minas de plata, fue quizá el más terrible precepto de aquella imperativa ley. Muy conocidas son las consecuencias que produjo. Todo el negocio minero fue un juego, y no siempre limpio, pues se mezclaron en él legiones de trapisondistas y tahúres: suerte era descubrir la mina; suerte encontrar socios capitalistas o aviadores; suerte que la veta no se perdiera; suerte que la mina no se emborrascara, es decir, que el mineral no hubiese decaído y dejado de dar la proporción de plata necesaria; suerte que los pozos y galerías no se inundasen; suerte hallar prestamistas para rehabilitar la explotación cuando por las indicadas causas dejare de producir o se redujeren los frutos; suerte que la mano de obra no faltase; suerte que alguien no se presentase alegando tener mejor derecho a la mina... Como todo dependía del azar, y como además el capital ajeno intervenía decisivamente en el juego, resulta difícil imaginar las especulaciones a que la minería dio lugar, y los engaños y estafas que amparó.

También fue la mina un verdadero cáncer y estercolero social. Agotaba pronto a los obreros y los dejaba desamparados cuando, tullidos o enfermos, no podían ya trabajar. En las poblaciones formadas a su vera anidaba el vicio más rastrero y se refugiaban los maleantes y vagabundos a quienes las justicias reales no dejaban parar en otros lugares; y a ellas se acogían como a feria franca los comerciantes desaprensivos que se deshacían allí de las mercancías que no podían colocar ya en ninguna parte. Malos lugares para civilizar a los indios éstos que algunos frailes denunciaron como los peores entre los peores centros de perdición o corrupción. Y sin embargo se los llevó por ejércitos a las minas para dar servicio en el exterior y a los jóvenes y fuertes se les atrajo a las rudas labores del interior con el señuelo de los altos salarios y el deslumbramiento de los pequeños Gomorras pueblerinos.

Los dos aspectos, el bueno y el malo, de la abundancia de la plata, quedan así colocados uno al lado del otro para su confrontación. El bueno dejó una espléndida huella material y cultural; el otro, una desgraciada huella espiritual y moral: el aventurerismo y la corrupción, que tararon muy a fondo a la colonia. Por eso durante ella, consciente de lo que estaba pasando, el hombre de la calle redujo a unidad los dos aspectos acuñándolos en la moneda de esta exclamación usual: ¡Bendita y maldita sea la plata!

La minería colonial está plenamente cuajada al terminar la época de Felipe II. Caracterízase ya por la dispersión de sus focos; pero los principales pueblan las provincias del Norte, incrustados en sierras frías y formando como constelaciones de diversa extensión en torno de tres astros mayores: Zacatecas, Guanajuato y San Luis Potosí, vértices del gran triángulo septentrional de la minería mexicana. Y quizá para que la aventura fuese mayor, muchos de los focos norteños han ido a situarse en las lindes de las tribus bárbaras, de cuyas incursiones sólo se librarán las grandes ciudades de la zona. Fue ésta otra maldición que pesó sobre la más rica minería novohispana: la defensa permanente de las vidas y haciendas de quienes la sostenían. No bastó con armar a los mineros y convertir en reductos las explotaciones, hubo también que establecer guarniciones especiales y organizar convoyes para los viajes y la conducción de la plata y las mercaderías. De no haber mediado la preocupación por la defensa de tan gran riqueza, es casi seguro que los españoles no hubiesen puesto tanto empeño y tantos recursos en el avance y aseguramiento de su frontera con las tribus insumisas. El dispositivo militar del Norte y el sistema de la colonización fronteriza, nacen y crecen en el siglo xvi con la minería, y por la minería, y no harán otra cosa después que seguir los lineamientos puestos entonces.

Con la revolución que produjo en el beneficio de la plata el invento o la introducción de la amalgamación en frío por Bartolomé de Medina, quedaron fijados para todo el resto de la dominación española las técnicas y procedimientos de la explotación de ese precioso metal; y también, no muy a la zaga de ello, quedó constituida la terminología minera que había de imperar durante ese tiempo. Y lo curioso es que tan revolucionario y determinante punto de partida coincide con el arranque del reinado de Felipe II; hereda éste la Corona en 1556 y la amalgamación en frío comienza a practicarse en 1557. Pero el nuevo sistema traerá a los mineros mexicanos una preocupación más: la de procurarse el mercurio, metal al que queda íntimamente ligada la suerte de la plata, y del que no había yacimientos en la Nueva España. De la Península y del Perú, donde se hallaban los centros de aprovisionamiento del azogue, y del monarca, que se ha adjudicado el monopolio del suministro, va a depender en lo sucesivo el beneficio de los minerales extraídos. Los riesgos han aumentado considerablemente para los mineros: si los navíos que transportan el azogue no llegan, o se retrasan mucho, por cualquier contingencia; si la cantidad de mercurio desembarcada es pequeña o la necesidad de él mucho mayor que la prevista; si hay manejos, por influencias, en su reparto..., ¡por cuántas zozobras tendrán que pasar antes que su parte arribe a la mina!, ¡y cuántos desembolsos tendrán que hacer para “ablandar” a un repartidor, o para conseguir que acelere el paso un conductor...! Por si faltaban causas de corrupción en la negociación minera, vino a añadirse ésta de la distribución del azogue.

Típico y especial de la minería es el ordenamiento que se da a quienes laboran y trabajan en sus centros. También este régimen propio de una actividad industrial estaba ya bien erigido en México a fines del xvi. Al núcleo urbano a que han dado nacimiento varias explotaciones cercanas se le denomina real de minas y es gobernado generalmente por un alcalde mayor, careciendo, si no es poblado numeroso, de cabildo. Para la gestión y defensa de sus intereses peculiares, los mineros son agrupados en gremios, por distritos, que pueden o no corresponder con los reales, y a los agremiados les compete elegir a sus gestores y representantes, que, como cuerpo, recibirán el nombre de diputación de minería. Los trabajadores no entran ni tienen delegados en esta aristocrática corporación, pero sus labores son reguladas por ordenanzas especiales, en las que se señalan las horas de trabajo, las prestaciones a que tienen derecho, etc. Es frecuente que los virreyes expidan ordenanzas particulares para un real de minas. En tal caso las disposiciones en ellas dadas versan también sobre materias de interés general, verbigracia, los abastos. Pueden servir como ejemplo de estas ordenanzas las dadas para Taxco a mediados de siglo.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ