4. LA DEPURACIÓN ESPIRITUAL


Los huracanados vientos de la heterodoxia europea llegaron con poco ímpetu a las tierras de Anáhuac. A la verdad, no hubo aquí grupos de heterodoxos que, como los de Valladolid o Sevilla en la Península, pudiesen poner en peligro la unidad católica. El movimiento que trascendió a la colonia con más brío fue, indudablemente, el de renovación cristiana, de raíces ya algo largas en España y muy a tono con el espíritu apostólico de la primitiva iglesia novohispana. Ni el erasmismo, que influyó bastante de manera difusa en aquel movimiento, tuvo casi adeptos; ni el iluminismo prendió en multitudes; ni el protestantismo pudo abrir la menor brecha entre los hispano-americanos: un verdadero erasmista, Fray Alonso Cabello, fue perseguido por la Inquisición en todo el siglo xvi; sólo dos pequeños focos de alumbrados —uno en México y otro en Puebla— salieron a la superficie a fines de ese siglo; y los protestantes que aparecen como perseguidos en los registros de la Inquisición durante él, o pertenecían a los contingentes de corsarios aprehendidos en las costas, o eran extranjeros —holandeses, flamencos o alemanes— establecidos en el país y cuya calidad de súbditos de Felipe II explica su presencia en América. Caso aparte entre las heterodoxias novohispanas, y común a todos los reinos españoles, fue el de los judíos conversos que seguían practicando la religión de sus antepasados.

No obstante la escasa “peligrosidad” heterodoxa de la colonia, creyó oportuno Felipe II extremar la vigilancia y la represión de los descarriados. La principal medida que adoptó al efecto consistió en fortalecer el organismo encargado de aquellas funciones, que de juez delegado de la inquisición de Santo Domingo fue convertido en tribunal directamente ligado al consejo de la inquisición española. Con el establecimiento del tribunal, que tuvo lugar el 4 de noviembre de 1571, la actividad depuradora se vuelve más sistemática, amplia y eficaz. Lo que fuera un negociado insignificante, se transformó en una descomunal empresa, cuyo personal se extendía a todos los puntos del país. Pero en sus redes cayeron pocos peces gordos: algunos protestantes extranjeros y los judíos de la familia de Luis Carvajal, gobernador de Nuevo León. Eso sí, estrechó mucho el círculo en torno a las opiniones doctrinales (proposiciones vertidas en sermones, pláticas, etc.) y a las costumbres, principalmente de los eclesiásticos, sobre las cuales apenas se celaba antes.

Fuele confiado también al santo oficio mexicano la función de autorizar el pase de los libros que venían de España y de recoger los escritos prohibidos. Debido a ello hubo en Veracruz dos aduanas: una para las mercancías y otra para la literatura.

El valladar normativo decretado en Trento para atajar la heterodoxia fue también traspasado a la Nueva España. Por orden del monarca se celebró en México el II Concilio Mexicano (1565) con el designio principal de dar obediencia y poner en ejecución los cánones de la Contrarreforma. Diecinueve años después se reuniría el tercer concilio de la serie para establecer un ordenamiento eclesiástico mexicano en que los decretos de Trento fuesen adaptados a la realidad, colonial y misionera, de la Nueva España. Con pocas modificaciones esenciales, ese ordenamiento estuvo en vigor hasta la época de la Independencia.

Tendría todavía la depuración un tercer acto: la entrada y distribución por el país de las fuerzas eclesiásticas regulares que se habían atribuido la misión de defender y afianzar el espíritu y la letra de la Contrarreforma. Me refiero, claro está, a los jesuítas, cuya primera avanzada, de quince soldados, desembarcaría en Veracruz en el otoño de 1572.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ