3. EL ESTRUJAMIENTO DE LOS CONTRIBUYENTES


En las prensas hacendarias, de donde se extraía el jugo económico con que se alimentaban un gobierno y una administración cada día más voraces, los habitantes de la Nueva España no fueron menos estrujados que los de la antigua. Felipe II fue tan implacable allá como acá en la exigencia de nuevas gabelas o en el aumento de las existentes. Ni siquiera los indios, ya muy exprimidos, para su pobreza, pudieron escapar al rigor exactivo del monarca. El humanitarismo de que éste hizo gala en los comienzos de su gobernación se vino abajo cuando se trató de llenar las arcas sin fondo del real erario: en ellas tuvo que echar una parte mayor de su ínfimo peculio el “miserable indio”, el súbdito desamparado, de quien S. M. se había declarado solícito protector, y de cuya “relevación” o alivio había hecho cuestión de conciencia.

Hasta 1563 las cargas indígenas fueron bastante moderadas por el Rey Prudente. Siguiendo el camino de su padre, llegó a establecer, mediante la tasación del tributo por la audiencia, una cuota contributiva sensiblemente menor que la pagada por los naturales en los primeros tiempos de la colonia, y también consiguió fijar y aminorar muchas otras cargas que pesaban sobre éstos (para la comunidad, los caciques y autoridades, el culto y el clero, etc.). Pero a partir de dicho año, en que pone los pies en la Nueva España el visitador Valderrama, el fardo tributario soportado por los aborígenes vuelve a hacerse más agobiante.

Aquella autoridad —el “Azote de los indios”— abre la marcha en sentido contrario al inicial. No eleva el tributo de todos los indígenas, se limita a igualarlo; realizará una labor de “justicia”. Como había algunos pueblos que por distintas razones o no pagaban nada o pagaban poco, los pone al nivel de los demás. Hipócritamente cerró los oídos a las razones de la exención o rebaja tributaria, que eran muy poderosas —servicios y prestaciones de muy diversa índole a la ciudad de México— y que le opusieron el virrey, las autoridades indígenas, los obispos y los religiosos. El resultado fue que los indios de la capital, libres antes de tributos, que no de cargas, tuvieron que pagar en lo sucesivo 20,178 pesos en metálico y 10,589 hanegas de maíz, y que los de Texcoco, tasados en 8,000 hanegas de maíz (unos 4,000 pesos), dieron en adelante 12,360 pesos y 5,206 hanegas de maíz (cerca de 15,000 pesos en total); aumentos parecidos les fueron impuestos a los indios de Xochimilco, Cholula, Tlalmanalco, etc.

Con estos y otros acrecentamientos causados por el revertimiento de encomiendas a la Corona, los tributos que percibía S. M. en 1569 ascendían ya a 326,403 pesos, casi 300,000 más que en 1536 (entonces apenas pasaban de los 28,000 pesos).

Entre la visita de Valderrama y la muerte del rey, los aumentos tributarios se fueron sucediendo y alcanzaron a todos los indígenas. Sumaron en conjunto cinco reales, distribuidos así: medio real para la edificación de catedrales, otro medio real para el sostenimiento del juzgado general de indios y cuatro reales de servicio especial al rey. Tales acrecimientos suponían un cincuenta por ciento de la cuota anual regular, constituida por ocho reales en metálico y media hanega de maíz, cuyo valor oscilaba alrededor de dos reales.

A los españoles del común no les fue mucho mejor. De manera indirecta, sobre ellos recayeron principalmente, cuando afectaban al comercio entre la Metrópoli y la Nueva España, los aumentos impositivos de que hemos hecho mención al tratar de la hacienda hispana. También recaería con más fuerza sobre los peninsulares y criollos de peor condición económica un nuevo impuesto que Felipe trasladó de España a América, la odiada y odiosa alcabala. Los colonos se hallaban orgullosos de no pagarla, exención tributaria que arrancaron, como privilegio, al Emperador en los días de la conquista. A pesar de ser un derecho caducable por voluntad del rey, respetólo don Carlos mientras vivió. Su hijo, sabiendo lo que tal concesión implicaba para los colonos, titubeó algo antes de revocarla. Para dorar la amarga píldora, recurrió a una letanía que ya se sabían de memoria los españoles europeos y ultramarinos por lo mucho que la recitaron sus dos últimos reyes en ocasiones parecidas: la letanía de la bancarrota, de una justificada bancarrota, pues había sido provocada por los protervos enemigos de la cristiandad y del reino. Por si la ya sobada letanía no bastaba, Felipe tocó la tecla cuyo sonido tenía que conmover más a los colonos, la tecla de su interés. Con punzante reticencia exhibióles los peligros a que quedaba expuesto el comercio con América si el erario real no lograse salir de apuros y formar la armada necesaria para la protección de los buques mercantes. En fin, la alcabala entró en la Nueva España a lomos de una Real Cédula de 1° de noviembre de 1571, y comenzó a ser recaudada desde 1° de enero de 1575. Para hacer más pasadero este impuesto, que gravaba todas las ventas y trueques, señalósele al principio una cuota mucho menor que la de España. En la Península era del diez por ciento y aquí fue sólo de dos. A los indios se les eximió de esta carga; sólo estaban sujetos a ella cuando sus tratos tuviesen por objeto cosas procedentes de Castilla.

Pudiera parecer que los colonos salían bien librados con la introducción de un derecho de alcabala tan reducido. Bien mirado no ocurría así; pues ellos, como consumidores de numerosas mercancías europeas, gravadas múltiples veces, casi tantas como transmisiones, y sobrecargadas de gastos —transportes terrestres y marítimos, seguros, almacenajes, etc.—, tenían que pagar por esos artículos precios exhorbitantes, en los cuales estaba embebida una suma de derechos de alcabala incomparablemente mayor que la incorporada a los precios de los mismos artículos en cualquier parte de España. Quizá pudiera admitirse, en justicia, que a los españoles ultramarinos se les exigiese la alcabala por la transmisión de cosas o mercancías del país; pero exigírsela también, aunque en cantidad pequeña, por artículos de mucho consumo provenientes de la Península y que el Gobierno español prohibía producir aquí, como los vinos, aceites, tejidos, etc., era evidentemente abusivo. Más abusivo sería luego, en los siglos xvii y xviii, cuando la cuota de la alcabala novohispana llegó casi a emparejarse con la peninsular, pues del dos subió hasta el ocho por ciento.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ