1. LA DESCONFIANZA Y EL RIGOR CON LOS ALTOS MAGISTRADOS


El régimen general de su gobierno, cuyas raíces ya nos son conocidas, aplicólo Felipe II más rigurosamente aquí que en la Metrópoli. Aumentaban en él la suspicacia y severidad en proporción a la distancia. De ahí que pocos delegados reales padecieran las consecuencias de ambas en la medida que los de este reino ultramarino: daba oídos fácilmente el monarca a cualquier acusación contra sus más altos magistrados; procuraba agudizar sus rencillas para oponerlos unos a otros; los trababa de mil maneras y los atemorizaba con las vejatorias visitas; estrechábalos en la ejecución de sus disposiciones, reglamentándoles minuciosamente las facultades y exigiéndoles un celo sobrehumano… Al virrey Velasco, el Viejo, uno de los más nobles y humanitarios gobernantes que tuvo la colonia, sometióle el monarca a los peores tormentos morales. Sintiéndose desasistido por los que estaban obligados a apoyarle, suplicó Velasco al rey que le diese licencia para dejar el cargo. Pero Felipe, en lugar de acceder a lo que pedía o de interponer su autoridad para remover los obstáculos que se le oponían, dio oídos a las denuncias malévolas contra el virrey, y so pretexto de reducir la abrumadora carga que sobre él pesaba, le restringió los poderes, sujetándolo a los oidores de la audiencia, sus enemigos, que favorecían a los encomenderos en perjuicio de los indios; y no contento con esto, para amargarle sus últimos días, envió a la Nueva España al visitador Valderrama, quien deterioró todo lo que pudo la humanitaria labor indigenista de don Luis. Los naturales, enjuiciando públicamente a ambos, dieron una lección al monarca: nimbaron a Velasco con el honroso título de “Padre de los Indios” y macularon para siempre la memoria de Valderrama denominando a éste “Azote de los naturales”. Como el visitador se atuvo de manera estricta a las instrucciones de Felipe, al monarca iba indirectamente dirigida la acre censura que aquél se ganó en el desempeño de su misión.

Con el virrey Gastón de Peralta, que quiso de muy buena fe aplacar los ánimos encendidos por el torpe proceder de la audiencia en el delicado caso de la conjuración del Marqués del Valle, se comportó Felipe de igual manera que con Velasco. Algo podría excusarle esta vez el desconocimiento de la justificación virreinal, que fue interceptada por los oidores. De todas maneras, juzgó oyendo sólo a una de las partes —a la más interesada en enturbiar las aguas— y atropellándolo todo y dejando muy mal parada su fama de justiciero y de prudente, pronunció un fallo que deshonraba y escarnecía a su probo delegado, pues le destituía y le sometía a juicio; penas no menores por cierto que la de sufrir en seguida la inquisición de un visitador que hubiera hecho muy buen papel como jefe de sayones, el tristemente célebre Lie. Muñoz. Para dar una lección al desconfiado Felipe, la Providencia condujo por los caminos del azar el gobierno de la colonia a las manos más indicadas para producir lo que el monarca quería a todo trance evitar, es decir, la rebelión de esta rica heredad de su Corona. Medidas tomadas a tiempo conjuraron tal peligro, pero la herida abierta por Muñoz tardaría en cerrarse algunos años.

Dos lustros después los enfermizos temores de Felipe II inmolarían a otro virrey, el marqués de Villa Manrique, acusado por sus enemigos, también los oidores como en los otros casos, de llevar el reino al borde de la destrucción o de la ruina a causa de un grave conflicto que tuvo con la audiencia de Guadalajara. El soberano dio crédito inmediatamente a las alarmantes noticias de los oidores y fulminó al marqués con una de sus extremadas decisiones. La destitución y un juicio de residencia y expediente de visita que duró seis años fueron la recompensa que recibió Villa Manrique por haber sostenido inflexiblemente su autoridad, que era reflejo de la del mismo rey.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ