3. NACIÓN


a. Crecimiento de las ciudades y despoblación del campo

No estaba España muy poblada en el siglo xvi. Ni sus campiñas ni sus ciudades podían figurar entre las que tenían en Europa mayor número de habitantes. Las zonas casi desiertas o de población rala abundaban en su territorio y sólo dos entre sus ciudades —Sevilla y Toledo— pasaban de los diez mil vecinos.

Con datos de diversas procedencias y de distintas fechas, Carande ha elaborado un resumen estadístico para la España de dicha centuria, que nos parece el más logrado de los hasta ahora conocidos. A continuación lo transcribimos.


REGIONES

HABITANTES

   Castilla

    6.271.665

   Canarias

      38.705

   Cataluña

     322.740

   Valencia

     272.775

   Navarra

     154.165

   Aragón

     354.920

Total:

   7.414.970


Sobre el movimiento de la población en ese siglo, si no datos completos, existen por lo menos algunos parciales que permiten apreciarlo. Los más importantes entre ellos son las cifras que arrojan, para las principales ciudades castellanas, los censos levantados en 1530 y 1594, cifras que presentamos abajo juntas, a fin de que se puedan percibir mejor los cambios.


CIUDADES  

       HABITANTES

     1530

         1594

Sevilla  

    45.395

        90.000

* Valladolid  

    38.100

        33.750

* Córdoba  

    33.060

        31.285

Toledo  

    31.930

        54.665

Jaén  

    23.125

        27.965

* Medina del Campo  

    20.680

        13.800

* Alcázar de San Juan  

    19.995

        10.285

Segovia  

    15.020

        27.740

Baeza  

    14.265

        25.860

Murcia  

    14.100

        23.150

Salamanca  

    13.110

        24.765

* Medina de Rioseco  

    11.310

        10.030

Ávila  

    9.185

        14.130

Burgos  

    8.600

        13.325

Alcalá de Henares  

    8.180

        12.725

Toro  

    7.605

        11.570

Palencia  

    7.500

        15.315

Talavera de la Reina  

    6.035

        10.175

Ciudad Rodrigo  

    5.415

        10.045

* Santiago  

    5.380

        4.720

* Orense  

    5.290

        3.500

* Vigo  

    5.025

        4.225

Zamora  

    4.755

        9.475

Madrid  

    4.060

        37.500

Guadalajara  

    3.880

        9.500

(Las ciudades que disminuyeron de población van marcadas con asterisco).


Algunos de los datos que informan sobre el movimiento de la población se refieren al medio rural y consisten en memoriales u otros escritos de las cortes y en testimonios de particulares, viajeros por lo general. No son tan precisos como los anteriores, pero revelan un hecho muy palpable: el descenso constante de la población rural. ¿Bastan las anteriores pruebas del engrosamiento de las ciudades y los expresados indicios del enflaquecimiento del campo para concluir que éste se despobló en provecho de la urbe? A nuestro parecer, son signos suficientes de ello, y así lo estiman los economistas de nuestros días, quienes presentan el éxodo de los campesinos hacia las ciudades mercantiles como una consecuencia obligada del atractivo ejercido por éstas, de la escasa rentabilidad de las empresas agrarias pequeñas y aun de las medianas, y de la vida dura y miserable que arrastraban los cultivadores de exigua hacienda.

Muchos indicios hay también de que la población general de España comenzó a decrecer desde la séptima década del siglo. Hace tiempo que en vista de ellos se ha hecho tal aseveración, refutada por algunos basándose en el ostensible crecimiento de numerosas ciudades. Sin embargo, como éste se operó gracias a la sangría del campo, y como otros factores, verbigracia, la emigración a las Indias y la “alimentación” de los ejércitos, contribuyeron a aligerar de hombres la Península, todavía hay historiadores que sostengan aquella tesis. Uno de ellos, Carande, a quien por sus concienzudos estudios sobre la economía española del xvi cabe considerar como autoridad en la materia, dice que durante la mejor época del reinado de Felipe II se pueden entresacar, de textos literarios y legislativos, testimonios probatorios de la conciencia que entonces se tiene de que la población ha disminuido; y añade a ello que en 1590 era ya corriente la creencia de que el número total de habitantes de Castilla había decrecido.


b. Desquiciamiento de la economía

Poco preparada estaba la economía castellana del siglo xvi para encarar los difíciles problemas que se le vinieron encima, y en especial para soportar el peso de la política imperial y para resistir y canalizar el hinchado torrente de los metales indianos: deficiente y enteca era la agricultura, y en el mismo pie, o peor, se hallaba la industria; sólo la ganadería se desarrollaba lozana y robusta, pero restándoles jugos y quitándoles el sol a las otras ramas del mismo árbol.

En Castilla la agricultura era la cenicienta de la familia económica. Se la había sacrificado a la ganadería, que impedía su expansión y le imponía numerosas servidumbres; a las necesidades alimenticias de la población, que la sometían a continuas tasas; a la guerra, que la despojaba de brazos y la extenuaba con las requisas; y a la política imperial, que la postergaba en beneficio de otros reinos pertenecientes al conglomerado estatal habsburguiano.

Cereales, aceites y vinos producía principalmente el campo castellano. De los primeros sólo de vez en cuando se cogía una cosecha suficiente. Por ello hubo que importar granos con cierta regularidad de Sicilia y Flandes, y aun de Francia. Nada hicieron los monarcas, sin embargo, para fomentar este renglón agrícola. Como los cereales abundaban en otros lugares de sus muchos reinos, no les preocupó nunca gran cosa su escasez en Castilla; fácil les era remediarla; y agradable, puesto que al hacerlo beneficiaban a sus súbditos sicilianos o flamencos cuyos graneros se hallaban rebosantes. Como tampoco les importó mucho la aflictiva situación de los labradores que regaban con su sudor la seca gleba castellana. Aunque dictasen algunas medidas para aliviarla, recogiendo las quejas que en nombre de aquéllos presentaban las cortes, dejaron ver bien claro que les interesaba más mantener a los campesinos en un estado de ánimo cercano a la desesperación, sabedores de que él los empujaba fácilmente a engancharse en los tercios imperiales, donde se les prefería, por su lealtad y aguante, a cualesquiera otros reclutas.

Mejor suerte les cupo a los cultivadores de vides y olivos. Si ya antes sus producciones, menos afectadas por factores naturales y políticos, se defendían sin dificultad en el mercado, ahora, al poblarse América de españoles, tendrían la mayor, mejor y más sostenida de las demandas. Dio ello lugar a un considerable aumento de las tierras dedicadas a ambos cultivos y también a que se vertieran sobre el campo, persiguiendo la buena inversión, capitales insatisfechos con la productividad de otras actividades económicas.

El refugio de capitales en el tranquilo puerto de la propiedad rural fue una tendencia general de la época que redundó en perjuicio de los labradores y de la producción agrícola. No es un fenómeno propio de España; pero en ella adquirió mayor alcancé y perfiles más agudos que en otros países. Pues la inversión en tierras constituyó allí una deserción muy generalizada de otros frentes de la economía —el mercantil y el industrial— y tuvo como móvil fundamental el ennoblecimiento. La posesión de una gran tierra daba categoría señorial, que él dueño podía transmitir perpetuamente a su familia instituyendo un mayorazgo; finca y vinculación, unidas, aseguraban a la progenie la alta consideración social, cercana a la nobleza, que casi todos los burgueses españoles anhelaban. No siendo agricultores quienes hacían estas inversiones en tierras, ni preocupándoles mucho el aumento de la rentabilidad de sus propiedades, solían abandonarlas a administradores para radicarse ellos en la capital o las grandes ciudades, donde procuraban llevar una vida a tono con sus pretensiones de prestigio. De propietarios así no cabía esperar un acrecentamiento de la producción agraria; ni tampoco podía esperarse de ese proceso de concentración un mejoramiento de la situación del campesino; y mucho menos el aumento del número de agricultores.

La ganadería, siempre a la cabeza de las actividades económicas rurales, adquirió a fines del Medioevo gran primacía sobre la industria y la agricultura. El hecho de ser uno de sus productos, la lana, importante objeto de trato exterior y fuente por ello de grandes recursos para el real erario, convirtiéronla en señora del mundo económico español. Consideráronla doña Isabel y don Fernando como la “principal sustancia” de sus reinos y la fomentaron y protegieron con todo su empeño, parecer y conducta de los que no se apartaron sus sucesores, los monarcas de la casa de Austria.

No todo el favor real se extendió a cualquier clase de ganado; amparó principalmente al trashumante, constituido casi exclusivamente por el lanar, cuyos vellones tantos beneficios rendían al reino y a sus soberanos. Para que él se conservara y desarrollara, no omitieron los monarcas concesiones ni se pararon en medios: privilegios exorbitantes para el ganado, en su mayoría a costa de la agricultura, y una organización general para los ganaderos, dotada de ordenanzas, justicias y ejecutores propios, constituyeron el premio con que la Corona retribuiría los grandes servicios económicos prestados a la Nación por la ganadería.

Muy considerable debió ser el volumen de la producción lanera castellana, ya que sólo el ganado merino de la mesta daba al año, hacia mediados de siglo, algo más de quinientas mil arrobas de lana, cuyo valor pasaba de setecientos mil ducados. A este producto habría que añadir el del ganado ovejuno no trashumante, o estante, ganado que, al parecer, rebasaba en número, aunque poco, al de la mesta. De toda esta lana, no era mucha la cantidad que permanecía en la Península: la parte que a ella adjudicaron los monarcas estaba fijada desde 1462 en un tercio de la producción total; el resto fue reservado a la exportación y constituyó la médula del comercio exterior hasta que América anegó de metales preciosos el suelo español.

La industria textil, única que montaba mucho en esta época, corrió en Castilla casi la misma suerte que la agricultura, aunque conociera cierto ascenso bajo los Reyes Católicos y ligeros progresos en los días de Carlos y de Felipe. Diversos factores obstaculizaron su desarrollo. Tuvo que sacrificarse, como la agricultura, a las conveniencias de la política imperial, que limitaba, en provecho de Flandes, la cantidad de lana laborable en el interior, y que, también en provecho de Flandes, facilitaba la colocación en la Península de los tejidos que aquel reino norteño producía. Y tuvo además que enfrentarse de súbito con una fuerte demanda, la provocada por América, sin disponer de materia prima suficiente, cuya salida hacia el extranjero no podía evitar, y sin poder proveerse de los indispensables obreros capacitados, ni tampoco renovar o mejorar sus instrumentos y sus técnicas. Difícil es concebir cómo se las hubiera arreglado para vencer tan magnos obstáculos; pero aun concibiéndolo, siempre quedaría uno acorralado, al analizar totalmente la situación, ante el obstáculo mayor y más ingente con que tenía que habérselas entonces todo industrial español, cual es, a saber, el espíritu colectivo, nada estimulante para quien aspirara a labrarse un porvenir mediante actividades lucrativas basadas en el trabajo y la perseverancia.

El comercio castellano salió mejor librado que la agricultura y la industria durante esta azarosa segunda mitad del xvi. Tuvo a su favor el enorme desarrollo del mercado americano y el periódico aflujo de inmensas cantidades de dinero ultramarino a la Península. Si la demanda llegó a rebasar con mucho a la oferta, ¿qué más podían pedir los comerciantes? Podían pedir, y pidieron, menos competencia de los mercaderes extranjeros; pero estuvieron condenados a soportarla y a verla crecer paulatinamente. La presencia de traficantes extraños era el precio que Castilla tenía que pagar por su baja producción industrial y por los préstamos que la Corona contraía constantemente en el exterior. La cuantiosa exportación de artículos flamencos e italianos había abierto la brecha para el establecimiento en España de mercaderes de ambas procedencias. Si los comerciantes de Burgos, que monopolizaban la extracción de la lana y participaban muy activamente en la introducción de tejidos, supieron conservar en el Norte la supremacía mercantil en su ramo, no ocurrió así en el Mediodía, donde los genoveses lograron infiltrarse en gran escala y acaparar una parte considerable del trato en sedas y lanas. A la acción natural que como productores tenían, vino a añadirse la protección especial que dispensaron los monarcas a ciertas casas mercantiles extranjeras —los Fúcares, los Bel- zares, los Grimaldi, los Doria, los Spinola, etc.— por haberles sabido reunir y aprontar subidísimos préstamos que les sacaron de situaciones comprometidas. Eso sin contar las jugosísimas concesiones que les hicieron, como la renta de la seda de Granada, la explotación de las minas de Almadén y Guadalcanal y el arrendamiento de los pastos del maestrazgo de las Órdenes militares. En Sevilla, al calor del sin par comercio de Indias, florecieron los negociantes italianos más que en ninguna otra parte; cuando no les era posible comerciar directamente, no faltaban españoles de posición que les prestaran el nombre, ni de fortuna que formaran con ellos disfrazada empresa. Así, insensiblemente, y de mil maneras, los extranjeros llegaron casi a dominar el más importante de los mercados castellanos.

Como hubo para todos, tocóles a los comerciantes españoles recibir también ampliamente el sol de la prosperidad. Muchos amasaron grandes fortunas y al modo de los mercaderes opulentos de otros países construyeron espléndidos palacios y vivieron con boato señorial. Tanto en Burgos y Medina del Campo como en Sevilla hubo poderosas dinastías mercantiles, familias de gran jerarquía en la rama mercantil cuyos nombres se pronunciaban con respeto y cuyos miembros gozaban de elevada posición social debido a la particular consideración con que era mirado el gran comercio, especialmente en Sevilla, donde los prejuicios nobiliarios tuvieron menos rigor. Los grandes cresos mercantiles de Castilla no tardarían, siguiendo el ejemplo de los alemanes y genoveses, en lanzarse por la vía del préstamo público y ajustaron asientos con la Corona, que si bien más modestos que los concertados por aquellos sus modelos, no dejaron de importar algunos millones de ducados (Entre 1519 y 1556 —según Carande—, los banqueros extranjeros prestaron al Emperador cerca de treinta y dos millones de ducados, y los españoles siete millones y medio). La buena madera de tales comerciantes, que tenía excelentes viveros en las ciudades de Burgos y Sevilla, hace decir a Lapeyre que es preciso rebajar mucho la tesis tradicional sostenedora de la poca aptitud de los españoles para el comercio.


Crisis provocada en la economía castellana por la conquista de América

Lo que el oro y la planta de América significaron para el mundo en el siglo xvi comienza a ser revelado con precisión últimamente. A todos los Continentes llegaron y afectaron, en mayor o menor medida, esos metales, pero a ninguno como a Europa invadieron, fecundaron y perturbaron. Para la economía y la vida del Viejo Continente nada hubo quizá en el citado siglo comparable en importancia a la inyección brusca y cuantiosísima de los caudales metálicos indianos en su sistema circulatorio. Con mucha razón dirá Carande que “en la Bolsa de Amberes, en Besanzón, Augusta y Génova, determinar la fecha incierta de la llegada a Sevilla de una flota tuvo con frecuencia más resonancia en la especulación y en la actitud propicia o recelosa del mercado de dinero, que los acontecimientos políticos o militares de más trascendencia’’. Y si tanto supuso para países europeos algo alejados de la avalancha metálica, ¡cuánto no supondría para los hispanos que la recibieron de lleno!

La inundación de España por los metales americanos era, desde los años mismos en que se produjo, un hecho sobradamente conocido; pero en la actualidad cabe mostrarla con exactitud gracias al cuadro estadístico elaborado por Hamilton para determinar los avances de esa avenida. He aquí el demostrativo cuadro, cuyas cifras redondeamos:


   AÑOS

      PESOS (450 MARAVEDÍES)

1503-1505

                   370.000

1506-1510

                   816.000

1511-1515

                   1.200.000

1516-1520

                   1.000.000

1521-1525

                   130.000

1526-1530

                   1.000.000

1531-1535

                   1.500.000

1536-1540

                   4.000.000

1541-1545

                   5.000.000

1546-1550

                   5.500.000

1551-1555

                   10.000.000

1556-1560

                   8.000.000

1561-1565

                   11.000.000

1566-1570

                   15.000.000

1571-1575

                   12.000.000

1576-1580

                   17.000.000

1581-1585

                   29.500.000

1586-1590

                   24.000.000

1591-1595

                   35.000.000

1596-1600

                   34.500.000


Tan creciente marea metálica no vino sola; presentóse acompañada de un vertiginoso aumento en la demanda de artículos producido por la incorporación monopolística de las Indias al mercado español. La acción de ambos factores sobre la economía de la Metrópoli fue terriblemente trastornadora: el ancho y profundo impacto que en ella hicieron la desgarró por completo y sus efectos han sido los más duraderos que organismo económico alguno haya experimentado. Cuéntanse como principales, entre esos efectos, el desquiciamiento de la industria, al que ya nos hemos referido, y el alza de precios. Los beneficios cosechados, como la dilatación de algunos cultivos y el florecimiento del comercio, de ningún modo contrarrestaron aquellas consecuencias, cuya magnitud y trascendencia superan muchísimo a éstas.

A Hamilton debemos también un exacto cálculo de los precios vigentes en Castilla durante el siglo xvi, que revela en guarismos el patético ascenso del costo de la vida. Para abreviar sólo transcribiremos el cálculo referente a los cereales:


AÑOS

     NÚMEROS ÍNDICES DE LOS PRECIOS

 1504

                             37.05

 1557

                             85.00

 1578

                            155.00

 1597

                            124.00


La peor secuela del alza de los precios fue el encarecimiento de la vida, que agravó hasta extremos increíbles la situación de las clases menesterosas. El eco de sus lamentos llegó a la Corona a través de las cortes, pero todo lo que aquélla hizo para detener o frenar la loca carrera de los precios consistió en recurrir a medidas tan desacreditadas como las tasas y las prohibiciones de saca de metales, pues las primeras, que recaían sobre artículos de primera necesidad, perjudicaban en mayor grado a quienes padecían más que nadie la carestía, es decir, a los agricultores pobres, y las segundas no resolvían nada, ya que la causa de los altos precios no era la falta de dinero sino, al contrario, su abundancia.


c. Altivez y ennoblecimiento

A casi todas las sociedades suele atribuírseles un carácter, aunque no sea más que para tratar de explicar mediante él sus actitudes, propensiones y posturas vitales. ¿Cuál era el de la sociedad castellana en la decimasexta centuria? Pintósele entonces, y aún se le pinta ahora, con tantos y tan variados rasgos, que cabe formar una imagen de él para todos los gustos. La caballerosidad, la altivez, la gravedad, el valor, la volubilidad, la indolencia y la terquedad, son los que más salen a relucir como típicos de dicho carácter.

Abandonemos a otros la tarea de analizar y discutir críticamente todos esos rasgos, y fijemos nuestra atención solamente en el único que, némine discrepante, fue reconocido por los extraños como más peculiar y distintivo del carácter español. Nadie dudará, claro es, que se trata de la altivez. Sobre esta cualidad, mala y buena, del castellano, se podrían escribir páginas y páginas, ¡huella tan profunda dejó y tan enorme fue su trascendencia a todos los órdenes de la vida! Pero concretémonos a examinarla brevemente en su proyección social.

Vino bien la altivez al castellano en un orbe como el renacentista, de luchas y empresas descomunales, pues ella constituyó el nervio de aquéllas y el motor de éstas. Podría afirmarse que la altivez fue el pedestal sobre que se irguió la hegemonía española en el siglo xvi. Empero, la cualidad que tanto potenciaba al soldado, al conquistador y aun al misionero, es decir, que tantos quilates ofrecía para el imperio y la dominación, ¿brindaba algo igual para la organización y la edificación de una sociedad coherente y sólida? o dicho de otra manera, lo que en aquel siglo valía tanto hacia fuera, ¿valía igual hacia dentro? No; desde luego, no. La altivez exagerada y convertida en morbo tuvo hacia dentro afectos de signo opuesto: frenó considerablemente el progreso económico y científico de la Nación, y acentuó la inclinación particularista y la propensión querellosa de los españoles.

De la excesiva altivez —del empacho de altivez— provinieron en gran parte el individualismo estrepitoso y cerril (con su exclusivismo, padre de la intolerancia) y el desprecio por lo que se reputaba pequeño, bajo o degradante. Aquél contribuyó fundamentalmente a los que hoy reputamos males políticos y espirituales: a la “incohesión” de España y al fanatismo religioso; y el otro a los que hoy reputamos males económico-sociales: a la apetencia de honor y prestigio (ennoblecimiento) y a la repulsa de los menesteres creadores de la riqueza material.

El individualismo arriscado y berroqueño del español impidió que se formaran los lazos de solidaridad y el ambiente de armonía necesarios para el trabajo y la buena marcha de una sociedad. En todas partes y en todas ocasiones vemos a los españoles oponerse unos a otros como si fuesen enemigos o adversarios. “Si no tienen guerra de fuera dirá el contador Ortiz en su famoso Memorial a Felipe II—, la procuran entre sí, porque son de su natural coléricos y orgullosos.” Obsérvase esto sobre todo cuando se trata de autoridades o personas que ejercen algún poder o función. Los enfrentamientos, contiendas, pleitos, etc., entre ellas, por cuestiones nimias la mayor parte de las veces, son constantes e interminables. A la greña andarán siempre los virreyes con los obispos o arzobispos, los corregidores con los párrocos, los provinciales de una orden con los de las otras, los alcaldes ordinarios con los de corte... El Dr. Luis de Anguis escribía a su soberano desde México en 1561 que nunca había visto “hablarse prelados y virrey que no fuese contrapunteándose los unos a los otros, como si tuviesen ponzoña en el cuerpo..., sobre cosas... que no pesan ni importan un cabello”. Y los motivos de la oposición, como cumple a individuos puntillosos o de altivez hipersensible, serán sus preeminencias exteriores: el derecho a colocarse en lugar preferente durante una ceremonia, o a tener determinado asiento en la iglesia, o a presentarse cubiertos ante cierto jerarca, o a no hacer antesala, etc., etc. Siendo lo peor del caso que los “lastimados en su honor” o “pisoteados en sus derechos”, o meramente “ofendidos en su dignidad”, si eran gente alta y de consideración, formaban partidos, con lo cual los enconos solían extenderse hasta la calle y provocar estallidos de violencia —altercados, duelos, alborotos o motines. A toda la sociedad llegaron las consecuencias de tan arrebatado individualismo y sobre todos los miembros de ella revirtió en mayor o menor medida la lección, que al desplegarlo, les dieran sus superiores.

La superlativa valoración que se concedió a la nobleza, convirtió a quien la tenía, por pequeña que fuese, en implacable conservador de ella, y a quien no la poseía, en su más porfiado persecutor. De hambre morirá el hidalgo con tal de retener su condición; todas las calamidades imaginables soportará cualquier hombre común con tal de abrirse un hueco en las filas nobiliarias. El milite y el conquistador pedirán como premio de sus servicios una ejecutoria de nobleza, ya que, al fin y al cabo, de la guerra provenían los títulos que ostentaban, orgullosas, las grandes casas castellanas; No pedirían otro tanto el agricultor, industrial o comerciante enriquecido, ya que sus servicios no entraban en los recompensables con pergaminos, pero sí procurarían adquirir con el dinero penosamente allegado los codiciados blasones; para franquearles el camino, allí estaban las hidalguías comprables, los mayorazgos instituibles y todos los modos de igualar a los nobles en tren de vida: poseer extensas tierras y señorial palacio, tener un ejército de servidores, dar esmerada educación a los hijos, convidar con esplendidez, desplegar gran boato, etc. Si el dinero daba para igualar a la nobleza de mayor o menor grado, medios conseguibles con él no faltaban; y si al adinerado que ponía esos medios no le era dable, porque aún olía a aquello en que había granjeado, codearse con los nobles, la mácula obstaculizados desaparecería para sus descendientes, limpios de ella por obra y gracia de una buena educación: los mayorazgos ricos y de pulidos modales, peritos en armas y en cortesanías, adquirían en el estado nobiliario la carta de naturaleza que les fue negada a sus progenitores.

Los que no podían ascender a las grandes alturas sociales por la senda de los servicios o de la riqueza, hacían todo lo posible por alcanzar al menos una posición en que no hubiera elemento alguno de indignidad o de desdoro: quienes habían acumulado un pequeño capital en “bajas” actividades lo invertían en bienes seguros —casa, censos, etc.— y se dedicaban a vivir de las rentas; y quienes podían elegir camino se decidían por el de la milicia, la profesión liberal, la burocracia pública o el servicio religioso.

Que la repugnancia por los trabajos industriales o mercantiles o por el laboreo de la tierra provino de la baja consideración con que estos menesteres eran mirados, y no de falta de laboriosidad de los individuos, se halla fuera de duda, ya que a los españoles no podría atribuírseles en general éste, si se quiere, achaque. Por la vía de la altivez tuvo que penetrar y volverse imperante aquella repugnancia, pues quien ante todo buscaba honra o dignidad, ¿cómo iba a abrazar profesiones o dedicarse a actividades que lo rebajasen o denigrasen?, o, dicho de otro modo, quien ante todo buscaba destacar o ser tenido en buen concepto, ¿cómo iba a ejercer menesteres que lo relegasen a las últimas filas del cuerpo social?

Naturalmente, con una estimación así de las funciones sociales, salieron perdiendo las engendradoras de riqueza. Del rebajamiento de éstas sólo se libraron las de los mayoristas y empresarios. Los comerciantes, industriales, ganaderos, agricultores y mineros opulentos gozaron de una consideración social muy superior a la que se discernía a los miembros modestos de las mismas profesiones. Su riqueza y la clase de labores que realizaban —contratar y dirigir el trabajo de otros— justificaba su mejora de rango.

La gran transformación clasista que se venía operando desde hacía más de dos siglos quedó completamente demarcada en el xvi. La dicotomía nobleza-estado llano, se convirtió en la tricotomía nobleza-clase media-clase baja. En la nobleza sigue habiendo los mismos órdenes de antes: el de la alta, constituido por los antiguos Grandes de Castilla, a los que Carlos agrupó en las dos categorías de Grandes y de Títulos; y el de la baja, integrado por los caballeros y los hidalgos (sectores en los que entraba la nobleza inferior de origen militar o ciudadano).

Muy cambiado llega el estado llano a los días del Imperio. En dos partes principales se había escindido: una, la de los medianos o medianeros, como se les llamó entonces, que cobijaba a los que tenían grandes fortunas o negocios muy productivos y a los miembros de las profesiones liberales; y otra, la de los que vivían del trabajo de sus manos, bien fuese el producto para ellos mismos, bien para otros, y que abarcaba a los pequeños agricultores y artesanos y a toda clase de jornaleros. Al lado de esta escisión en el conjunto, era muy perceptible dentro del grupo de los medianos la formación de una aristocracia que tenía como núcleo a los grandes propietarios y empresarios y a los individuos de mayor jerarquía, o más influyentes, de la burocracia civil o eclesiástica.


d. Depuración y cierre espiritual

La religión cristiana pasó por momentos de prueba en la Europa del xvi. Removió la una profunda crisis, cuyos contornos apenas hoy empiezan a revelarse con alguna precisión. Muchos fueron los factores que la conturbaron y desquiciaron: el Renacimiento, el nacionalismo, el absolutismo monárquico, el auge de la burguesía, etc. Y a todas sus partes llegó la conmoción: al dogma, a la disciplina, al culto, a la organización, e incluso a los bienes o propiedades. Como es bien sabido, las consecuencias de ella fueron numerosas y gigantescas por su magnitud y alcance. Han figurado y figurarán con entera razón entre los hechos más trascendentales que registra la historia del mundo, pues en el nutrido haz que forman hallamos la constitución de nuevas iglesias, cismas, guerras, luchas civiles, movimientos espirituales, depuraciones, establecimiento de congregaciones combativas, expropiaciones en masa...

De tan tremenda revulsión no se vieron libres los reinos hispanos, pero en su territorio los efectos de ella fueron menos trastocadores que en otras partes del Viejo Continente. Y es que en España, además de llegar tarde y desarrollarse poco la heterodoxia, se le hizo una verdadera guerra santa. La experiencia de la lucha contra aquélla en el exterior, permitió darle la batalla a tiempo y sin reparar en nada.

La coincidencia del comienzo de la represión drástica con el traspaso del poder a Felipe, ha inclinado a creer que el nuevo monarca fue factor decisivo en la producción de tan radical cambio de actitud hacia los disidentes. Contra esta creencia se ha pronunciado Marcel Bataillon, quien estima que el expresado cambio se debió principalmente a que el sueño irénico de una conciliación “a pesar de todo” perdió bruscamente el soporte que había encontrado en la política del Emperador: habiendo vencido la intransigencia protestante tenía que tomar clara conciencia de sí misma la intransigencia católica. Cierto es ello y cierto también que los avances y la consolidación en Europa de iglesias enemigas de la romana servían poderosamente a los adversarios de la monarquía española, por lo cual su cabeza tenía que verse obligado a asumir, sobre todo después de la reconciliación franco-española, el papel de campeón de la Contrarreforma.

Correcto todo: Felipe no podía proceder de otra manera; tenía que contestar por lo menos con las mismas armas que sus enemigos y acerar el catolicismo para que resistiera los golpes de los adversarios y se los devolviera. El cambio de actitud o de política parece pues plenamente justificado; cualquier otro monarca, incluso el mismo Emperador de haber vivido unos lustros más, se hubiera visto obligado a realizarlo. Pero no es tan justificable el excesivo rigor con que Felipe procedió en la persecución de la heterodoxia interior. Ahí está ya por medio la personalidad misma del monarca, cuya inclinación a los aplastamientos implacables es bien notoria. Hasta pequeñas protestas bastaban para que dicha inclinación se manifestase. Unos escritos de protesta que aparecieron en las calles de Ávila contra el odiado impuesto de millones, fueron suficientes para que Felipe echara abajo varias cabezas. A fin de que el lector se dé cuenta del rigor con que procedía en las represiones este monarca, reproducimos lo que sobre el referido suceso cuenta Cabrera de Córdoba, historiador muy afecto al soberano: “En Avila —dice— aparecieron letrones fijados sobre la paga de los millones, de que se dio el rey por ofendido, y procedió a castigo por medio del Alcalde de Corte. Apretó demasiadamente, y aun se dijo que se excedió en la averiguación y sentencias, especialmente de D. Diego de Bracamonte, caballero de familia ilustre, bienquisto y celoso del bien público, y con otros que justiciaron le cortaron la cabeza”.

La implacable limpia espiritual comienza por los focos de Sevilla y Valladolid: diversos autos celebrados en estas ciudades durante 1558 y 1559 entregaron a la hoguera o al cadalso más de cincuenta personas. No eran muy nutridos ni muy peligrosos, y ni siquiera luteranos como se dijo, los grupos descubiertos, pero se les exterminó sin piedad, pues en el escarmiento que con sus componentes se hacía, lo que más importaba no era el castigo individual adecuado al delito sino la trascendencia del castigo a la sociedad, o sea, la ejemplaridad. Como dice Bataillon, el mayor rigor que entonces se demuestra no significa de ninguna manera que los inculpados hallan sido “más luteranos” que algunos de los que tuvieron anteriormente cuentas pendientes con la Inquisición por desviación dogmática, verbigracia, Juan de Vergara y el doctor Egidio; “se quema en 1558 a hombres que unos años antes hubieran pagado su culpa con penitencias de corta duración”; lo que ocurre “es que el nuevo método represivo, fundado en el terror del ejemplo, no permite salvar la vida de nadie con una retractación”.

Una vez concluidas las grandes y extraordinarias operaciones de limpieza, vinieron las menudas y continuas, dirigidas tanto o más que a reprimir, a apretar las clavijas de la ortodoxia y a mostrar el indeclinable celo con que velaban por ésta los depuradores. Para los iluministas terminan totalmente las contemplaciones, y poquísimas habrá ya para los mismos erasmistas, tolerados o sólo ligeramente inquietados en los tiempos del Emperador. Casi no quedará individualidad poderosa cuya obra no sea sometida al más minucioso examen y que después de él pueda escapar a persecuciones, molestias o reproches: ni Fray Luis de Granada, ni Francisco de Borja, ni Juan de Ávila, ni Arias Montano, ni Fray Luis de León. Una vez olfateado el desvío por los sabuesos de la fe, ni siquiera los más encumbrados personajes se librarán de su acoso. Ahí está como muestra el caso de Carranza, arzobispo de Toledo, gran teólogo, figura señera del Concilio de Trento y leal servidor de Felipe en Inglaterra. De nada le valieron estos méritos, como tampoco la intercesión a su favor de la Santa Sede, ni la fama bien ganada de santo varón; tuvo que enfrentarse a la jauría persecutora y conocer cárceles, sufrir vejaciones y terminar sus días lejos de la patria.

Pero qué importaban los dramas individuales y los inevitables excesos y palos de ciego, dirán los defensores de esta severísima represión, si mediante ella se alcanzó fin tan primordial cual era el mantenimiento de la unidad espiritual de los españoles, unidad que se consideraba entonces, no sin razón, como columna mayor de la cohesión política nacional. Bien; hay que reconocer que no faltan razones de peso para defender esa obra depuradora; pero tampoco faltan para atacarla seriamente, pues ¿no creó acaso una atmósfera de terror que cohibió a los espíritus, y no comprimió acaso demasiadamente las inteligencias con su estrujante torniquete? Que el exceso o el rigor en la represión, más que la represión misma, comprometieron gravemente el futuro espiritual de España es cosa que no podrán negar quienes reconozcan que al aligerarse aquella atmósfera y aflojarse aquel torniquete en el siglo xviii, por obra de la Ilustración, volvió a florecer la cultura hispana.

La acción represiva y depuradora fue completada con prohibiciones y medidas de control que produjeron lo que algunos han llamado muy acertadamente el cierre espiritual de España: alcanzan a la importación de libros —que no se podría hacer sin real permiso, so pena de muerte y confiscación de bienes—; a la impresión de los mismos permitida sólo mediante licencia—; a las librerías y bibliotecas —sometidas todas, lo mismo las públicas que las privadas, a rigurosa inspección—; a las copias de libros escritas a mano —que no podían ser comunicadas a otro, bajo pena de muerte, cuando se refiriesen a doctrina y religión—; a los estudiantes —cuya salida al extranjero es vedada, excepto a los colegios de Nápoles, Roma, Bolonia y Coimbra—, etc. La prevención era tan rigurosa como la represión en la lucha general contra la epidemia: si la segunda había extirpado sin piedad las plantas enfermas, la primera hacía imposible la penetración de los gérmenes y quitaba cualquier ocasión de contagio.

No se puede hablar en el siglo xvi español de la Iglesia como institución distinta o diferente del Estado. Si se quiere reflejar lo más fielmente posible la realidad, habría que presentar a ese organismo espiritual como una gran parte o parcela de la monarquía hispana, la cual, en su totalidad, es fundamentalmente un Estado-Iglesia. Se ha dicho esto hasta la saciedad, pero conviene repetirlo. Lo que en siglos posteriores se ha llamado en España unión indisoluble de la Iglesia y el Estado se gesta en los tiempos de Felipe II ante la amenaza protestante y como secuela de la política del Poder. Como tantos otros países, España nacionaliza o estatiza la religión y adosa la Iglesia al cuerpo político. Desde entonces se identificará el súbdito con el fiel —nadie podrá ser español sin ser católico—, se confundirán los fines políticos y religiosos, y los dos grandes sectores, el temporal y el espiritual, de la comunidad total tendrán un mismo jefe, que los gobierna mediante dos jerarquías de magistrados, la civil y la clerical.

Fernando de los Ríos idealiza esta unión, realizada según él para salvar valores espirituales que España vio simbolizados en la causa del catolicismo. De haber sido así, el Estado se habría constituido en servidor incondicional de la religión, los fines espirituales habrían tenido primacía sobre los temporales y la organización eclesiástica habría sido colocada sobre la civil; lo cual hubiera conducido más a una Iglesia-Estado que a un Estado-Iglesia; ¡y cuán lejos anda esto de la realidad! Por otra parte, el mismo manejo de los asuntos religiosos y eclesiásticos por Felipe II, ¿no contradice tal aserto? Por ninguna parte aparece en ese manejo la subordinación de lo político a lo religioso, aunque de labios afuera otra cosa se pregone. Al referirnos a la religiosidad de Felipe lo mostramos con los testimonios de sus mismos panegiristas. Hay que saber distinguir entre lo que verdaderamente se persigue y lo que se aparenta perseguir; entre el objetivo que se exhibe como blanco y aquél a que se apunta. No; en el siglo xvi ningún jefe de Estado, aunque lo dijera, podía apuntar al cielo; tenía que dirigir todas sus miras a la conservación y el fomento de sus reinos o, lo que es igual, a la lucha contra sus numerosos y aviesos enemigos terrestres; ¡cuánto hubiera dado Felipe por poseer un arma diabólica con que pulverizar a sus adversarios, empezando por el mismo Papa cuando se alistaba entre ellos! Por muy cristianos que fuesen, los guardadores de redil tenían que tener entonces dientes de lobo y mañas de zorro.

Los Reyes Católicos habían arrancado a la Santa Sede sustanciales privilegios; a saber: el de proveer cualesquiera beneficios eclesiásticos, el de dar el pase a los decretos y mandamientos pontificios, y el de revisar las sentencias dictadas por los tribunales eclesiásticos; privilegios que pusieron en sus manos los principales resortes de la Iglesia nacional. Manejándolos hábil y enérgicamente, fácil les fue a aquellos monarcas y a los primeros Habsburgos crear un cuerpo eclesiástico supeditado casi por completo a la Corona, un instrumento que respondía fielmente a sus designios. Si la relación con Roma no tenía más vía que los monarcas; si éstos nombraban los dignatarios de la jerarquía eclesiástica; si los decretos de los Papas no podían ser conocidos ni sus órdenes ejecutadas sin la venia o el permiso de los reyes, y si la curia eclesiástica estaba subordinada a la curia real, ¿no era natural que la monarquía asumiera en poco tiempo el pleno control de la Iglesia y la convirtiera en dependencia suya?

Más que nunca parece la Iglesia uncida al carro de la monarquía en la época de Felipe, príncipe que extremó el regalismo de sus antecesores. Ningún otro la condujo con tanta facilidad por donde él quiso; e incluso en los enfrentamientos que tuvo con Roma, salvo una vez, al principio de su reinado, asistiólo casi unánimemente la clerecía hispana, armándolo de argumentos los teólogos y abogando en calles y pulpitos por su causa hasta los más modestos párrocos y los más humildes religiosos. Se nos dirá que ocurrió así porque Felipe supo enfervorizar a la Iglesia española, derivando hacia la cruzada contra el protestantismo el combativo espíritu que mostrara aquélla desde principios de siglo. Aceptado; y asimismo que la Iglesia hispana estaba profundamente resentida con Roma por la tibieza con que ésta estimulaba y dirigía la Contrarreforma y por el apoyo que frecuentemente daba a los enemigos de España. Pero ello contribuyó precisamente a acentuar el nacionalismo de la Iglesia española, a desasiría más de Roma, a reducirle su sentido ecuménico, y por consiguiente a volverla más dependiente de la monarquía, que era en definitiva lo que ésta deseaba. La “unión indisoluble de la Iglesia y el Estado” quedó pues bien fraguada en la época de Felipe II por obra del regalismo y de la oposición que durante casi todo ese período hubo entre Roma y España. En qué medida aprovechó esta oposición Felipe para extender su dominio sobre la Iglesia nacional, es algo que no sabemos; sólo podemos conjeturar, al contemplar los resultados, que hizo cuanto le fue dable para derivar todo el agua posible hacia su molino.

En los primeros lustros del reinado felipense se produce un decisivo giro en la trayectoria de la Iglesia española. El acometedor empuje de ésta, manifestado de diversas maneras desde comienzos de siglo —movimiento de renovación cristiana, reformas de Cisneros, evangelización de América, remozamiento de la teología, etc., etc.— se extingue poco a poco. Lo que fuera un impetuoso y agitado arroyo se remansa, aplaca y termina por estancarse: la depuración de 1558-60 ha sido su escollera, y la Contrarreforma de Trento su dique. Dentro del pantano en que se la represa, la Iglesia hispana va a permanecer en inalterable sosiego durante siglos, tiesa, maciza, solemne. Caerá —tenía que caer por fuerza— en los defectos o vicios de todo lo represado, en la rigidez, la contención y la rutina, defectos de que ya adolecerá fuertemente en las últimas décadas del siglo más crítico, para España, de su historia.


e. En el pináculo del Siglo de Oro. La originalidad del espíritu español

Entre mediados y fines del siglo xvi la cultura española vive uno de sus grandes momentos. Si se tiene en cuenta la cosecha que entonces rinde y la que para pronto —principios del siglo siguiente— prepara, ¿no es acreedora en ese trecho de su trayectoria a los excelsos títulos que, con rara unanimidad, se le disciernen?

Sobre todas las demás plantas del huerto cultural descolló mucho la literatura. Ella es la que lo enseñorea y la que acapara las miradas y los elogios de quienes lo contemplan. Tanta altura y frondosidad adquiere que empequeñece y oscurece a sus compañeras —la filosofía, el humanismo, la teología, la historia y las ciencias—, lo cual ha sido la causa de que hasta ahora no hayan comenzado a apreciarse mejor las altas calidades ofrecidas por algunas de ellas.

Si magnífico, no es todavía muy variado el panorama literario. Casi todo él lo llenan los escritores llamados espirituales: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada, Fernando de Herrera, Juan de Ávila, etc. La novela y el teatro apenas empiezan a asomar cabeza, con Cervantes y Lope, y la picaresca, que ha hecho mutis al finalizar el reinado de Carlos V, permanecerá aún fuera de la escena. El marcado predominio de los géneros ascético, místico, etc., en la literatura, ¿no será un reflejo más de las profundas inquietudes religiosas del siglo? Así parece; como también parece que el declinar de aquellos géneros literarios está íntimamente relacionado con el apretamiento del tórculo ortodoxo que asfixió las referidas inquietudes.

Aunque en esta época el humanismo cuente entre sus primeras figuras con un Arias Montano o un Simón Abril, y aunque la filosofía produzca un Fox Morcillo, a quien algunos autores llaman el Leibniz español, ninguna de las dos disciplinas supera los discretos niveles que alcanzara en la primera mitad de la centuria. El rebase de marcas anteriores quedaba reservado en los días de Felipe a ramas del saber cuyos méritos apenas en la actualidad empiezan a ser percibidos y revelados, a la ciencia, a la teología y a la historia.

Y es significativo: a América debe España la revolución, engrandecedora de su cultura, que sacude esos dominios intelectuales. Pues la enorme carga de novedades que ofreció América despertó la curiosidad o atrajo el interés de los españoles, retándolos a dirigir la vista y encaminar el ingenio hacia la realidad. El reto de América espoleó fuertemente al intelecto español y le sacó de su plácida marcha por los caminos trillados del saber. Mas no sólo la realidad americana actuó como estimulante de la ciencia hispana; también la modificación de esa realidad o la creación de nuevas sociedades en ella, o, en otros términos, las necesidades y problemas de la colonización, actuaron como promotores de esa ciencia, pues forzaron o indujeron a emprender estudios o investigaciones tendientes a la satisfacción de aquellas exigencias o a la solución de aquellas cuestiones. Por eso realismo y pragmatismo se hallan tan entrelazados en los nuevos derroteros científicos que España sigue a consecuencia de la incitación americana. Cabría resumir lo antedicho en estas breves palabras: Si España descubrió a América, América descubrió a España nuevos caminos y objetivos del saber.

No nace en verdad esa corriente del conocimiento hispano en el reinado de Felipe II, sino en los días mismos del descubrimiento del Nuevo Mundo; pero en la época de Felipe es cuando se muestra más henchida e impetuosa, cuando adquiere mayor cuerpo y vigor. La relación que tal hecho tiene con el apoyo dado por el Solitario del Escorial a toda clase de empresas científicas no necesita ser señalada, ya que resulta con evidencia de lo expuesto en otro capítulo (IB1c). Por desgracia, el aprecio que Felipe II sentía por la ciencia y la clara idea que tenía de los beneficios de su aplicación, no volvieron a presentarse en los monarcas españoles hasta muy avanzada la época de la Ilustración. Justo es, por consiguiente, considerar a don Felipe como precursor de la obra de fomento y patrocinio científico realizada por los Borbones en la segunda mitad del siglo xviii; ¿y cómo no había de ser así si esta obra es en muchos aspectos —expediciones botánicas, salvamento y ordenación de documentos, redacción de historias, formación de relaciones geográficas, etc.— continuación de la llevada a cabo por Felipe?

Numerosos fueron los cultivadores de la ciencia en España durante este período, y no desdeñables, ni mucho menos, fueron sus aportaciones al acervo científico universal. No sobrará que reseñemos los principales, con mención de su obra mayor. Aquí los tenemos: J. Acosta, Historia natural y moral de las Indias; Álvaro A. Barba, Arte de ensayar los metales; Jerónimo Cortés, Fisonomía y varios secretos de la naturaleza; Martín Cortés, Breve compendio de la esfera y del arte de navegar; A. García de Céspedes, Regimiento de Navegación; J. Girava, Dos libros de Cosmografía; F. Hernández, Plantarum Nova Hispania; J. Jarava, Historia de las yerbas y plantas; J. B. Labaña, Regimiento náutico; A. Laguna, Annotationes in Dioscoridem y P. Dioscórides acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos; J. López de Velasco, Geografía y descripción universal de las Indias; P. Medina, Regimiento de Navegación; N. Monardes, Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales...; J. Muñoz, Libro del nuevo cometa; B. Pereira, De Communibus omnium rerum naturalium principiis et affectionibus; J. Pérez de Moya, Aritmética práctica y especulativa; B. Pérez de Vargas, Los nueve libros de re metálica; R. de Zamorano, Compendio del arte de navegar.

Lo mejor y más señalado de esta producción científica, a saber, las obras de cosmografía y navegación —casi todas traducidas a idiomas de otras naciones europeas— y los escritos de Acosta, Barba, Hernández, López de Velasco y Monardes, es suscitado o por la comunicación con América —cuyo estudio tuvo como principal centro la Casa de Contratación de Sevilla, verdadera universidad del mar—, o por la naturaleza americana y el aprovechamiento de sus recursos. Conviene llamar la atención sobre los fines eminentemente prácticos o utilitarios que tuvo casi toda esa obra. No se está todavía en la época del saber por el saber, sino del saber para algo; y este “algo” en el caso de los científicos españoles del xvi era, por ejemplo, la seguridad y economía de tiempo en el viaje trasatlántico, la obtención de mayores y mejores rendimientos de los minerales, y el aprovechamiento de las plantas medicinales.

La teología conoce en el siglo xvi hispano un breve pero espléndido renacimiento. No se trata de nada .hondamente removedor, de reformas o cambios fundamentales en el sistema tradicional; no, el tomismo sigue imperando, sin que nadie piense seriamente en apartarse de él. El remozamiento sólo afectó a “partes externas” de la temática, a cuestiones político-sociales, y precisamente a aquellas que el descubrimiento y la conquista de América pusieron sobre el tapete. Para los teólogos en general no eran grandes cuestiones, o cuestiones con mayúscula; mas los teólogos españoles las consideraron así, tan vitales les parecieron para su orbe, y por tal razón salieron a su encuentro, se apoderaron de ellas y las injertaron en el árbol secular de su ciencia, que ostentará desde entonces nuevas y frondosas ramas.

La dilatación del campo temático de la teología, en que consistió la renovación de ésta, se inició en el reinado de Carlos V; y también durante este reinado fueron ya abordadas magistralmente por el eximio maestro salmantino Francisco de Vitoria la mayoría de las nuevas cuestiones: la legitimidad de la guerra —en el tratamiento de la cual expuso ideas que le han hecho acreedor al título de padre del derecho internacional—, el derecho de conquista, la naturaleza de los indios, la fundamentación de los derechos de éstos y de la autoridad de sus jefes, y el régimen y tratamiento de las naciones primitivas recién sometidas. Agotadas en estos temas casi todas las posibilidades de originalidad por el genial vascongado, a quien reforzó el claro y sistemático Domingo de Soto, contemporáneo suyo, tocóles a los teólogos de la época felipense ser sus continuadores, desarrollar las ideas y doctrinas al respecto que él formuló. Los “remachadores” de la obra vitoriana en la segunda mitad del siglo formaron una nutridísima legión, entre cuyos capitanes cabe citar a Ledesma, Báñez, Navarro Azpílcueta, Córdoba, Cano, Medina, Vázquez de Menchaca y Molina; egregio y laborioso equipo que para puntualizar y rellenar las nuevas pertenencias teológicas produjo libros a granel, tantos que, como dice Menéndez Pidal, casi convierten el Nomenclátor Litterarius de Hurter (siglo xvi) en una bibliografía española. No puede parecer, por lo tanto, desorbitado que al siglo que se abre con Vitoria y se cierra con Suárez (muerto en 1617) se le denomine siglo de oro de la teología española; es el siglo de su gloria, de una gloria española más entre las provocadas por el descubrimiento y la conquista de América.

Pero el mayor rango, por originalidad y trascendencia, no lo alcanzan en este período ni la ciencia ni la teología, sino la historia, o, para ser más precisos, la historia que tiene a América como tema. Sin incurrir en exageración cabe afirmar que el descubrimiento, la exploración y la conquista del Nuevo Mundo procrearon una nueva historiografía: una historiografía verdaderamente revolucionaria porque derroca a los reyes y príncipes como personajes principales de la historia, poniendo en su lugar a los hombres comunes y a sus grupos y sociedades; revolucionaria también porque obliga al especialista y al erudito, como monopolizadores de la “producción” histórica, a compartir su imperio con hombres de pocas o medianas letras y dedicados a la vida activa —la guerra, el gobierno o la evangelización—; y revolucionaria, igualmente, porque logra romper las lindes de la temática clásica, que apenas encerraban otra cosa que la crónica, o la narración de sucesos políticos y bélicos, y las dilata enormemente, casi hasta donde puede llegar la vida humana, a la que querrá abarcar en sus innúmeros aspectos. ¿En dónde se había dado hasta entonces una historiografía semejante, tan rica de contenido, sencilla de forma, sincera de propósito y fresca de expresión? En ninguna parte. Por ello es, para nosotros, una historiografía que hace época y que debería señalarse con piedra miliar en la Historia de la Historiografía. Esto por lo que atañe a la originalidad; porque cuando de ella volvemos los ojos a la trascendencia, ¡cuánto gana aún en majestad la literatura histórica del nacimiento de Hispano-América! ¿De dónde salen una gran parte de los datos manejados por los historiadores que estudian el siglo xvi y los etnólogos, los lingüistas, etc., que investigan el pasado de las sociedades indígenas? Pregúntese a los cultivadores de la historia antigua de América cuán lejos llegarían en sus indagaciones si les faltase la Historia de Sahagún, la Crónica de Cieza, las Relaciones de Zurita y Molina, la Historia índica de Sarmiento de Gamboa, las dos Historias de Aguado, etc., etc.

También brota en el reinado de Carlos V el manantial de esta corriente historiográfica. Dos de sus máximos exponentes, Las Casas, con su Apologética Historia, y Fernández de Oviedo, con su Historia general y natural de las Indias, laboran durante la gobernación del Emperador. Pero tocará al reinado de Felipe II el honor de encerrar en sus límites el curso más abultado y majestuoso de dicha corriente. La pléyade de sus integrantes no puede ser mayor ni mejor: el mismo Las Casas, con su Historia de las Indias (que escribe entre 1552 y 1561); José Acosta, con su Historia natural y moral de las Indias; Bernal Díaz del Castillo, con su Historia verdadera de la conquista de Nueva España; Pedro Cieza de León, con su Crónica del Perú; Diego Fernández, el Palentino, con su Historia del Perú; Pedro Aguado, con su Historia de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada; Diego Durán, con su Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme; Diego de Landa, con su Relación de las cosas de Yucatán; Fernando Alvarado Tezozómoc, con su Crónica mexicana; Jerónimo de Mendieta, con su Historia eclesiástica indiana; Fernando de Santillán, con su Relación de los Incas; Pedro Sarmiento de Gamboa, con su Historia Índica; Cristóbal de Molina, con su Relación de las fábulas y ritos de los Incas; Diego Muñoz Camargo, con su Historia de la República y de la ciudad de Tlaxcala; Alfonso de Zurita, con su Breve relación de los señores de la Nueva España, y Bernardino de Sahagún, con su Historia general de las cosas de la Nueva España.

La rama clásica o tradicional de la historiografía, aunque opacada por la nueva, no dejó de dar considerables y sazonados frutos. Cabe presentar como muestra de ellos: la Crónica de Ambrosio de Morales, que por la amplitud de campo se aparta bastante de las obras de su género; los Anales de la Corona de Aragón, de Jerónimo de Zurita; la Historia de España, de Juan de Mariana; la Historia de la Orden de San Jerónimo, de José de Sigüenza, y los Comentarios de las guerras de los Países Bajos, de Bernardino de Mendoza.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ