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2. ESTADO


a. La composición heterogénea y la hegemonía castellana

No es un Estado tal como hoy lo entendemos la agrupación de pueblos regida por Felipe II, sino un conjunto de Estados, un verdadero mosaico político en el que cabe hallar de todo: reinos, archiducados, ducados, condados, señoríos y marquesados. Felipe II se titulaba en los documentos oficiales rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano; conde de Barcelona; señor de Vizcaya y de Molina; duque de Atenas y Neopatria; marqués de Oristan y de Gociano; duque de Borgoña y de Brabante; duque de Milán, y conde de Flandes y del Tirol.

Merriman dice que el Imperio español se formó a consecuencia de una serie de accidentales y artificiales agregaciones, y no por un desarrollo normal y natural. Es esto verdad por lo que se refiere a los Estados extrapeninsulares, pero no por lo que respecta a los propiamente hispanos, que se han ido congregando de manera bastante natural, por imperativos geográficos y políticos. Lo cual, eso sí, no quitaba heterogeneidad e inconsistencia al mismo agregado peninsular: distintas eran las instituciones de sus componentes, distinto el derecho y distinto, incluso, el sentido histórico; y no había más soldadura entre ellos, si se quita la religión, que la reciente y aún poco solidificada de la monarquía. Políticamente sólo los unía la persona del rey, porque, de él para abajo, todo era propio o peculiar de cada uno: cortes, consejos, tribunales, magistrados, etc. La teoría política actual denomina a tales agrupaciones de Estados uniones personales, denominación que recoge bien la esencia de lo que fue dicho conjunto político hispano: una unión en la persona del rey.

No duró mucho el equilibrio inicial que debió existir entre los diferentes miembros de esta unión personal. Ya desde los tiempos del Emperador se percibe claramente la tendencia a romperlo en favor de uno de ellos, el reino castellano; y esa tendencia se acentúa precisamente en los días de Felipe, quien convierte a Castilla en centro y núcleo de sus Estados: en ella establece la hasta entonces ambulante Corte; de su idioma se vale para el despacho oficial, y de los súbditos en ella nacidos se rodea principalmente. Por si esto no fuera suficiente para alentar los ya viejos anhelos hegemónicos de Castilla, se le vendrá a juntar el hecho de haberse convertido América, su aportación al Imperio español, en maduro y espléndido fruto, al que se vuelven, codiciosos, los ojos de Europa. La aventura atlántica de Castilla había suplantado a la aventura mediterránea de Aragón y la favorecida por el destino capitalizaba en su beneficio los resultados. En torno a Castilla, como centro del Imperio español y como generador de intereses e impulsos, girará en lo sucesivo la vida política de la comunidad hispana.

Un cambio así, tan contrario a la constitución tradicional de los reinos españoles y a la igualdad entre ellos existente, tuvo que irritar y agraviar a las Naciones cuyo status político quedaba rebajado. Las explosiones de su descontento no se hicieron esperar. Dentro del reinado del mismo Felipe estalló la primera de la serie: la revuelta de Aragón; las posteriores, que con ella forman una constante en la historia de España, se irán produciendo cuando surgen ocasiones o se presentan coyunturas favorables. Tal fue la respuesta que dieron las otras Naciones de España a la hegemonía castellana que Felipe II asentó y que sus sucesores afirmaron.

Para América, la dependencia de Castilla fue una consecuencia de la heterogeneidad política de España. Tocóle ser descubierta y conquistada en un momento en que ni siquiera existía la unión personal, o en un mismo soberano, de los Estados peninsulares. Atribuida a la Corona castellana, fue considerada como una pertenencia o dominio de ésta, una verdadera prolongación ultramarina de la Castilla europea. Aunque suele decirse que las posesiones ultramarinas de España fueron reinos dependientes directamente de los monarcas como los demás miembros de la familia política hispana, y así lo declararon las leyes, la realidad es que la estrecha ligazón con Castilla se hace patente en todo: en los colonos, de procedencia castellana en su mayoría, en el derecho, derivación del castellano, en las instituciones, calcadas de las castellanas, etc., etc.

Lo que acabamos de manifestar es un motivo muy poderoso —otro lo es la brevedad de estos capítulos introductorios— para que centremos la vista en Castilla, eje de España y de América, al contemplar los restantes aspectos del mundo hispano en el siglo xvi.


b. La organización burocrática

¿Qué queda en la época felipense de la estructura política que había imperado en Castilla hasta los tiempos de los Reyes Católicos? El observador superficial dirá que todo: ahí están las cortes, los señores, los concejos... Y efectivamente todo había sobrevivido, pero con gran merma de atribuciones e importancia: las cortes se reunían de tarde en tarde y sólo para aprobar los subsidios pedidos por el rey, los señores sólo conservaban una magra jurisdicción sobre sus vasallos y los concejos estaban intervenidos en sus funciones por diversos delegados del soberano: corregidores, visitadores, pesquisidores, etc. En la sociedad estamental, sin derrumbe de ninguno de sus pilares —monarquía, nobleza, clero y estado llano— se había ido deslizando todo el cuerpo del edificio político hacia uno de ellos, el de la realeza. Al consolidarse el tránsito, precisamente en los tiempos de Felipe, la antigua forma monárquica, que era en lo esencial limitada y moderada, aunque no, como suele decirse, democrática, se había convertido en absoluta. Los estamentos o brazos del reino, que antes intervinieron en el gobierno por derecho propio, se verán ahora reducidos a la condición de simples instrumentos del monarca. No se crea, sin embargo, que su papel en la dirección del reino ha perdido mucha importancia. Han quedado privados, es cierto, de su participación en la soberanía y en la decisión de los altos asuntos del Estado. Pero, al servicio de la monarquía, asumen el ejercicio concreto y directo de las funciones públicas.

Despojada de sus poderes políticos propios, la nobleza se vuelve cortesana, busca el medro a la vera del rey. Los grandes de España siguen siendo considerados aún por el monarca como sus pares, y con él comparten la majestad del trono. En el reparto de papeles gubernamentales corresponderán a los nobles, por razón de rango, los cargos palatinos —de mayordomos, gentileshombres, etc.— y las funciones mayestáticas, como las de virreyes y embajadores.

De la burguesía, esa clase poderosa y fuerte que se forma dentro del estado llano, saldrán, en cambio, los oscuros gobernantes de la monarquía absoluta, los hombres que ocuparán los puestos que la nobleza no puede retener sin desdoro, o sea los oficios en que la función obliga al trabajo asiduo, la posesión de conocimientos técnicos y la observancia de prácticas regulares; ellos nutrirán las filas de la burocracia política y administrativa, y su nombre profesional será el de letrados o golillas.

En su nueva forma no pudo escapar la monarquía española a una ley inexorable del absolutismo: la organización burocrática. Su aparato gubernamental estuvo constituido por una red de funcionarios, dependientes del rey y subordinados unos a otros en escalonada pirámide jerárquica, que cubría todo el cuerpo político desde el centro a la periferia.

Pero dentro del sistema burocrático la monarquía española creó un tipo especial, el consiliario. Todo el mecanismo burocrático tuvo como pivotes fundamentales unos organismos colectivos llamados consejos, que eran algo así como el corazón de un gran sector del gobierno. Su denominación, si se la toma en el sentido moderno de organismos consultivos, no puede dar idea de su naturaleza. A estos cuerpos se parecen en su estructura colegiada, pero difieren grandemente de ellos en su competencia y funcionamiento, pues extienden sus atribuciones a materias legislativas, ejecutivas y judiciales, además de las consultivas, teniendo cada uno en su esfera algo de parlamento, ministerio, consejo en sentido estricto y tribunal supremo. Bajo la inmediata dependencia del rey y sus ministros, figuran a la cabeza del gobierno y de la administración pública, y son las cumbres de todas las jerarquías del Estado. Presentan la forma de corporaciones de funcionarios. Toda la actividad administrativa y gran parte de la política emana de estos centros o se realiza por sus órdenes o según sus instrucciones y, desde luego, bajo su fiscalización. Como a la araña, nada se les escapa desde el centro de la red en que están colocados. Con los letrados o golillas, los consejos dieron una fisonomía peculiarísima a la monarquía absoluta de los Austrias españoles.

Abarcan los consejos toda el área estatal. Unos cubrían de una manera general la competencia del Estado en ciertos territorios, como, por ejemplo, el consejo de Castilla, la del reino de Castilla, y el consejo de Indias, la de las Indias; otros consejos cubrían sólo un sector de la competencia estatal en toda la monarquía, verbigracia, el consejo de Inquisición y el de Hacienda, que conocían los asuntos del ramo respectivo. Su organización estaba trazada con arreglo a una pauta común. Componíanlos dos órdenes de consejeros, los de capa y espada y los togados, más los fiscales o defensores de los intereses del Estado, distribuidos unos y otros en varias salas, que, por la índole de los asuntos que despachaban, se dividían en salas de gobierno y de justicia. Ayudaban a los consejeros y fiscales un ejército de funcionarios menores formado por los secretarios, escribanos, relatores, tesoreros, receptores, alguaciles, etc. A los interesados en los negocios tramitados en los consejos se les permitía presentarse ante ellos por medio de agentes, abogados y procuradores especiales.

Como en estos organismos los procedimientos eran escritos y las diligencias innumerables, corrían los años y se formaban montones de legajos antes de que un asunto, por nimio que fuese, llegase a ser despachado. La lentitud y el papelerismo de los consejos hízose en seguida proverbial. Feliz el mortal —solía decirse— que caído en esas máquinas obtuviese una decisión en vida. Estos pesados e ineficaces mecanismos y procedimientos burocráticos, tan a tono con el espíritu de Felipe que algunos los consideran, aunque sin razón, criaturas suyas, dejaron indeleble huella en la administración española. Todavía a fines del siglo xix era corriente en la Península oír llamar a esa administración “imperio del balduque”, remoquete que se le aplicaba por la marcada inclinación al expedienteo que ni siquiera había perdido bajo el régimen constitucional; este dicho hace pareja, por cierto, con el apodo de roi papperassier, dado a Felipe II por los historiadores franceses.

De los consejos, capitanías generales de la burocracia, dependían ejércitos de funcionarios, cuyas denominaciones y categorías eran tan diversas como las materias que les estaban confiadas: para la justicia, había oidores y alcaldes del crimen (agrupados, por salas, en audiencias), y alguaciles de lo civil y lo criminal; para el gobierno, había virreyes y gobernadores —que en algunos aspectos dependían directamente del monarca— y corregidores y alcaldes mayores (que tenían además funciones judiciales en su distrito); para la hacienda, había los llamados oficiales reales —contadores, veedores, tesoreros y factores—, etc.


c. El gobierno ministerial y cortesano

Aunque ciertas personas —amigos y consejeros— ejercieron algún ascendiente sobre Felipe, nadie duda que él mismo llevó las riendas del reino y que nunca ni por ningún motivo se las traspasó o abandonó a nadie. Como tuvo la pasión de mandar y decidir, que alimentó hasta con lo minúsculo, y como también fue celoso de su poder, se entregó de lleno, más quizá que ningún otro monarca español, al gobierno de sus Estados. No pudo, como él hubiera seguramente preferido, abstenerse de utilizar auxiliares, pero los ató muy corto, no permitiéndoles que traspusieran los límites de su cometido. No hubo, pues, en su tiempo validos o favoritos, ni ministros universales, ni confesores influyentes...; todos estos suplantadores de la voluntad del monarca quedarán para reinados posteriores.

No modificó gran cosa Felipe II la organización del cuerpo de sus servidores políticos inmediatos y de su Corte. Las principales partes de ese conjunto orgánico siguieron siendo los secretarios del rey, el consejo de Estado y el oficio palatino. No tuvieron los secretarios una función muy definida; los de Felipe fueron algo parecido a los secretarios particulares de nuestros días. En cambio, sí tuvo un cometido fijo del consejo de Estado; a él sometía el soberano los asuntos políticos más importantes —generalmente los internacionales— y los bélicos, muy relacionados casi siempre con aquéllos. A diferencia de los consejos mencionados antes, el de Estado fue un organismo meramente consultivo. Compuesto de pocos, pero muy principales miembros —el duque de Alba, el conde de Feria, el príncipe de Eboli y el cardenal Granvella, se contaron entre ellos—, su parecer, o el parecer mayoritario, pesó mucho sobre Felipe, pero éste con alguna frecuencia se separó de él.

Algo podado y muy castellanizado quedó en manos de Felipe el imponente y protocolarísimo aparato palaciego de borgoñón pergeño que implantara Carlos V. Los servicios de la casa real dependían todos de un elevado jerarca, el mayordomo mayor, o primer sumiller de corps conforme a la terminología borgoñona, quien capitaneaba a un ejército de camareros, ayudas de cámara, jefes de las guardias, intendentes, etc. Junto a este rodaje primordial de la máquina palaciega había otro: el de los monteros, con su respectivo mayor a la cabeza, que se ponía en marcha inmediatamente que el rey salía de palacio, y que se volvía multitudinario cuando la jornada real era larga, de semanas o de meses. Los más altos de estos cargos estaban reservados a la nobleza; ejercíanlos por lo regular hijos de los Grandes de España. En sus áulicas tareas eran asistidos por los gentileshombres de casa y boca, oficios más que nada honoríficos, con los cuales se daba ocasión a los nobles, entre quienes se repartían, para acercarse al rey y brillar o buscar medro en la Corte.

Todo este universo de servidores, que habría que completar con otros universos menores formados en torno a la reina, el príncipe y los infantes, se convierte en los años de Felipe, al tener sede fija, en el meollo de la vida política española. La palabra con que se le conoce, Corte, precisa en sus orígenes, ha quedado desvanecida por la avalancha de contenido que en corto tiempo se le vino encima. Estirada y desgarrada para dar cabida a un mundo de extrañas gentes y de pasiones y propósitos aún más extraños, queda transformada en albergue borroso e indefinible concepto que resume, o mejor, simboliza, el poder visible con su trasfondo de fuerzas y factores ocultos e imponderables; designa ahora al mecanismo externo y a los motores internos, al guiñol político en su conjunto. Y es que, con el absolutismo, tenía por fuerza que convertirse la Corte en palestra de las luchas por el poder. Como éste en su plenitud se ha concentrado en una persona y en un lugar, no le queda otro remedio a ambos que sufrir el asedio de quienes buscan en el disfrute del mando la satisfacción de sus ambiciones. En la misma Corte de Felipe II, el Habsburgo que menos ocasión dio para ello, es bastante perceptible el forcejeo de quienes tratan de saciar sus apetitos de gloria o de dinero. Abundan las intrigas y las maniobras de todo género para ganarse la voluntad de tan difícil rey. La fortaleza es casi inexpugnable, pero se aguza el ingenio, pues, como a toda fortaleza, no le faltan puntos débiles. Están ellos en el mismo carácter del monarca. Muchos son los que logran descubrirlos, mas pocos los que consiguen colarse por tales resquicios, ya que las artes empleadas han de ser muy sutiles y extremada la atención a los competidores. Largo y peligroso es el camino; el menor desliz puede acarrear la caída. A pesar de ello, algunos alcanzarán la meta, por alta que se encuentre. Ahí está como ejemplo el habilísimo Antonio Pérez, que llegó lo más lejos que se podía en la conquista del favor real. Había luego que conservar el puesto ganado y emplearlo como escabel en nuevas escaladas.

Para el dramático juego de ganar y conservar los cargos y afianzar la posición conseguida, se formarán partidos y bandos, grandes y pequeños, en torno a los personajes de mayor ascendiente. En el pináculo del poder hubo dos parcialidades durante los primeros lustros de la gobernación felipense: la capitaneada por el dúctil príncipe de Eboli y la acaudillada por el arrogante duque de Alba; los consejeros y los ministros formaban filas en la una o en la otra. No le molestaron al rey estas pugnas; antes al contrario las consideró benéficas, ya que le permitían conocer mejor a sus colaboradores más cercanos, y, a este fin, se mezcló recatadamente en ellas cuando lo creyó oportuno para descubrir manejos o propósitos solapados. Y así, en tal enrarecido ambiente, fue desarrollándose esta criatura del absolutismo, la Corte, que estaba condenada por su corrompida naturaleza a caer en la mayor abyección cuando los monarcas dejaran de vigilarla y controlarla tan estrechamente como lo hiciera Felipe II.

Mucho contribuyó la Corte a magnificar la personalidad del monarca que tanto realzara el absolutismo. Un nuevo ceremonial de origen borgoñón, introducido por Carlos V, puso a tono el tratamiento al rey con la transformación radical que en su idea se había realizado: lo colocó fuera del alcance de los seres humanos comunes, señaló uno por uno todos los pasos que había que dar para acercarse a él, y fijó el modo de hablarle, la manera de saludarle, la distancia a que había que mantenerse de su persona, etc., etc.; también reguló cada uno de los actos del monarca, desde que se levantaba hasta que se acostaba, incluyendo los que en relación con ellos debían efectuar sus servidores; sin que se le olvidara señalar, en fin, el número y función de las diversas piezas destinadas a la vivienda real, cuatro de las cuales —la sala, la saleta, la antecámara y la antecamarilla— actuaban como filtros de visitantes, pues estaban colocadas, por ese orden, una a continuación de otra. Con el ceremonial, que aisló a la persona y sublimó a la magistratura, ¡hasta al trono había que hacerle una reverencia!, se anduvo la mitad de camino hacia la divinización del monarca; de que se anduviese la otra mitad se encargaría la Corte, exagerando o llevando a extremos ridículos lo que el ceremonial prescribía. Ella transformó en culto y reverencia a imagen de altar, lo que en aquel ceremonial era más bien hinchada y ostentosa etiqueta. Verdad es que Felipe puso mucho de su parte, con su carácter y concepto de la autoridad, para que tal actitud de la Corte fuera cuajando.


d. La Hacienda en bancarrota y la opresión fiscal

En apurada situación se hallaba la Hacienda de Carlos V cuando éste abdicó. No se sabe con certeza a cuánto ascendían entonces las deudas que tenía el Emperador. Algunos dicen que sumaban tanto como sus ingresos anuales, cifrados en cinco millones de ducados. Muy considerables debieron ser, en efecto, para que Felipe, al ceñir la corona, hubiese pensado seriamente en no reconocerlas.

Estrechado por las mismas necesidades que el Emperador, no supo o no pudo su hijo apartarse del camino seguido por aquél y se apegó completamente a su sistema, si tal nombre puede dársele, de recurrir a toda clase de expedientes para salir de apuros y de entregarse a los prestamistas en último extremo. En rigor, sobre éstos y sobre las garantías que ofrecían las rentas castellanas, descansaron las maltrechas finanzas de Felipe. No es exagerado decir que Castilla y los banqueros europeos hicieron posibles las costosas empresas bélicas del Defensor de la Cristiandad: los banqueros salvando las urgencias; Castilla exprimiendo como podía su bolsa para pagar a los banqueros.

Pero el nuevo monarca se deslizó mucho más que su antecesor por la pendiente del derroche en los gastos y del desbarajuste financiero; tanto rebasó las posibilidades económicas de la Corona y de Castilla que dejó a ambas en la más extrema penuria. Dice Sánchez-Albornoz que si bien no se ha hecho hasta ahora el cálculo exacto de los ingentes gastos de Felipe II, sábese de cierto que en 1575 debía más de diecisiete millones de ducados a los banqueros genoveses, y que es de suponer no fuera poco lo que adeudaba a los Fúcares, banqueros de su padre. Las sucesivas, y excesivas, apelaciones a los prestamistas le obligaron a decretar en los años 1557, 1575 y 1596, sendas suspensiones de pagos, que produjeron dramáticos efectos, pues los banqueros eran más que nada intermediarios en los asientos que concertaban con el monarca, tocándoles llevar la peor parte en esas suspensiones a los numerosos pequeños contribuyentes a tan fabulosos empréstitos —casi siempre ascendían a varios millones de ducados.

Pero no fue esto lo más lamentable, ya que quienes prestaban a intereses que subían hasta el veinte por ciento debían correr sus riesgos. Lo peor fue la terrible presión fiscal a que hubo de ser sometida Castilla, único reino que se mostró dispuesto a soportarla —¿no imponían los afanes hegemónicos tamaños sacrificios? Apenas hubo medio al que no recurriera Felipe para sangrar a los castellanos: estableció un impuesto especial bastante alto sobre la saca de la lana; elevó considerablemente el porcentaje de las alcabalas y de los derechos de importación y exportación; embargó, siempre que lo estimó oportuno, y fue muy a menudo —casi con regularidad entre 1556 y 1560—, el oro y la plata que venían de las Indias consignados a particulares, dando a éstos como compensación, ¡buena compensación para los comerciantes!, obligaciones con interés sobre las rentas reales; se incautó de las salinas, indemnizando, eso sí, a los propietarios, pero vendiendo luego él la sal al doble de precio que a éstos se les había permitido; enajenó, en verdadera subasta, señoríos, tierras concejiles (de las denominadas de propios), títulos de nobleza, regidurías, etc.; exigió contribuciones forzosas disfrazadas con el nombre de donativos; constriñó, con cualquier motivo u ocasión —generalmente empresas bélicas—, a los concejos, reunidos en Cortes, para que le dieran servicios extraordinarios, y no conforme con esto arrancó a los mismos concejos la concesión más dolorosa para el pueblo de ambas Castillas, el impuesto de millones, gravosísimo por la cantidad, ocho millones de ducados, y por la fuente de que se sacaba, que eran artículos de indispensable consumo, como el vino, el aceite y la carne. Y a pesar de tan sistemática sangría de los manantiales de la riqueza castellana, fue empeorando año a año la enfermedad crónica que padecía el tesoro real. La deuda heredada del Emperador había subido en 1564 a veinticinco millones de ducados; diez años después una docena más de millones agrandaba esa suma, y ya cuando el agotador, agotado, cerraba los ojos y pasaba a rendir cuentas a su Dios, llevaba en la cartera un saldo fiscal adverso de cien millones. Transmitía a su hijo duplicada la deuda que él recibiera de su padre.

Las consecuencias de la política hacendaría de Felipe II fueron perniciosísimas para la economía española. Contribuyó poderosamente esa política a derivar hacia el extranjero la corriente metálica que afluía de América. Al dinero que volaba a Flandes, Italia y Francia en alas de Mercurio, se unió el exportado para llenar con creces los huecos que los reales préstamos habían dejado en las arcas de los banqueros. También el abuso de los empréstitos puso en manos extrañas ricos veneros de la riqueza nacional, pues cuando no era posible pagar a los acreedores de fuera, se les aplacó mediante concesiones económicas en la Península, gracias a las cuales llegaron a gozar, como apunta Carande, situaciones privilegiadas en el comercio y la industria hispanas. “Muchas actividades de uno y otro orden —señala dicho autor— quedaron subordinadas a su intervención”, por lo que “no les fue difícil desplazar de ellas a los naturales del reino. Llevando los banqueros en arriendo los maestrazgos llegaron a regir una parte de la política agraria, y del comercio del mercurio y de la plata, más tarde. Varios ramos de la industria textil de la lana y la seda, los dominaron importando géneros, que en España venden con mayores ganancias”. Con el juego, que les permitían sus privilegios, de extraer primeras materias baratas de la Península para luego introducirlas elaboradas, perjudicaron considerablemente a los manufactureros e importadores españoles, que no gozaban, en su mayoría, de trato favorable. Consecuencia mucho peor que ésta fue el agostamiento de la economía castellana por la comprensión tributaria de los productores, pues estando exenta la nobleza de una gran parte de los impuestos, sobre los labradores, artesanos y comerciantes gravitó principalmente la enorme carga contributiva impuesta a la Nación castellana por el “rey propio” que ella tanto deseara. Como solía decirse antaño en alguna obras, sobre este punto están de acuerdo todos los autores: Carande, Larraz, Sánchez-Albornoz... Larraz dice que el “aumento de presión fiscal cobra mayor significado si se tiene en cuenta que la industria y la agricultura castellanas trabajaron más intensamente en el último cuarto del xvi. Por donde la Hacienda contribuyó a agravar la suerte de la producción nacional”.

Pero quizá el efecto peor no fue el que produjo en la economía misma, en la producción y sus rendimientos, sino el que causó en el espíritu económico del país: el desastroso impacto que hizo en el ánimo de quienes aún empezaban a andar por la senda del capitalismo mercantil. Piénsese que la industria y el comercio nuevos o modernos comenzaron a formarse en España con dos o tres siglos de retraso, allá por los días de los Reyes Católicos, y que pronto las tiernas plantas tuvieron que hacer frente a un hecho tan adverso para ellas como lo fue la avalancha de metales americanos que trastocó toda la economía española. Si tras un vendaval venía el otro —el de la opresión tributaria— ¿qué desánimo no se apoderaría de los incipientes empresarios? Si muchos abandonaron y muchos otros se recluyeron en las antiguas rutinas; y si los que llegaron después se retrayeron porque no hallaron en su turno, como en Flandes o en Italia, abundantes negocios florecientes que les hubieran estimulado, sino al contrario, ¿no es ello explicable?

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ