2. EL REY PROPIO


Al ceñir Carlos V la corona imperial, los reinos de España pasaron a formar parte de un conglomerado de Naciones y tuvieron un monarca común a todas ellas, que supeditó los intereses de las partes a los del conjunto y que permaneció ausente de la Península lo más del tiempo, gobernándola a través de regentes y consejos. España, y principalmente Castilla, siempre se dolió de esto: de la subordinación a una política que en gran parte le era extraña y del gobierno indirecto; siempre se quejó de los enormes sacrificios que se le imponían para la defensa de lejanos Estados y de los perjuicios que le ocasionaba la dirección a control remoto. Quería una política nacional y un jefe propio.

Con Felipe II, España alcanzará casi todo lo que deseaba. El nuevo monarca residirá permanentemente en ella y tendrá más en cuenta los intereses peninsulares.

Como los españoles de entonces, algunos autores de ahora extreman el sentido favorable a la Nación hispana que tuvo ese cambio. Bien mirado, quizá fueron tantos los perjuicios como los beneficios. Pues si bien los españoles pudieron sentir al monarca más cerca de ellos y fueron quizá mejor gobernados, tuvieron que apechar, en cambio, con una carga muy superior a la que soportaron bajo Carlos V. El Imperio en cuanto título, es decir, el nominal, había pasado a otras manos —a la rama alemana de los Habsburgos—; pero el imperio virtual, el de los dominios y los recursos, seguía en las mismas manos —en la rama española—. De manera que a Felipe no le quedaría otro remedio que continuar defendiendo sus diversos Estados europeos, o sea, que practicar la misma política que su padre. Y a España no le quedaría tampoco otro remedio que continuar soportando el enorme peso que esa defensa implicaba. Pero aún hay más; la castellanización del monarca común a tantas Naciones trajo aparejada una consecuencia que se traduciría en un enorme aumento de la ya inaguantable carga hispana. Me refiero, naturalmente, a la rebelión de los Países Bajos. Pues la retirada definitiva del soberano a España considérase hoy como una de las principales causas del disgusto flamenco que provocó aquella insurrección; así como el no haber acudido el rey en persona a sofocarlo, tiénese como razón primordial de que hubiesen fracasado los intentos de apaciguamiento. Flandes podía quejarse ahora de lo que Castilla se quejara en los tiempos de Carlos V. Un alto precio costaría a esta Nación la permanencia en su seno de un monarca atacado de excesivo sedentarismo. Para quien poseía infinidad de reinos no era muy cuerdo entonces fondear definitivamente en uno de ellos. Por eso tiene que parecer a algunos más lógico y prudente el erratismo de Carlos V que el sedentarismo de Felipe II.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ