I
España


A. EL CAMBIO DE SOBERANO


1. LA HERENCIA AGOBIADORA


Como expresión del sentimiento popular circuló por la Península en los días de Carlos V la respuesta que había dado un campesino al Emperador cuando éste, sin mostrar quién era, le preguntó que cuál de los cinco reyes que decía haber conocido tenía por mejor y cuál por peor. El mejor, le dijo el campesino, había sido don Fernando de Aragón, y el peor de todos aquel que a la sazón regía los destinos de España, pues andaba siempre lejos de la tierra y el hogar, sacaba de la Península las cuantiosas rentas que de ella y de América recibía y, por si esto fuera poco, arruinaba a los pobres labradores con desmesurados impuestos.

No cabe duda que era verdad casi todo lo que de censura a Carlos había en la contestación del campesino; pero era también no menos cierto que aquellos hechos, reprobados por los españoles, tenían precisamente como causa mediata, muy mediata, la política del alabado rey Fernando. Para asegurar y continuar la expansión mediterránea de Aragón, él había sembrado lo que ahora recogía el Emperador: la hegemonía de Europa, esa fugitiva grandeza que sumiría a España en guerras sin fin, de las que saldría completamente exhausta. Para quien contempla hoy esto sin sensiblería nacionalista ni prejuicios religiosos, resulta evidente que España fue embarcada en una aventura muy superior a sus fuerzas. Al romper el equilibrio europeo, reunió contra sí a las principales potencias —hasta la Santa Sede figuró, abierta o solapadamente, entre sus enemigos—, que la combatieron por todos los medios —hasta los turcos fueron utilizados para debilitarla—. Tuvo incluso, para que todo estuviera en su contra, la posición estratégica más desfavorable: mientras Francia, su mayor enemiga, luchaba desde su mismo territorio, e Inglaterra se parapetaba en su baluarte marítimo, España tenía que movilizar hombres y recursos a través de dos mares y luchar en países tan alejados como Italia, Flandes, Alemania y Hungría.

Carlos V fue por ello juguete del destino que le trazara la Corona aragonesa en la persona de Fernando el Católico. Tuvo que permanecer casi todo el tiempo fuera de España, combatiendo en todas partes y contra toda clase de enemigos; tuvo que gastar dinero a manos llenas para levantar ejércitos, aprestar armadas, comprar voluntades, etc., y exprimir sin piedad a los hombres del pueblo, a los pecheros, para subvenir a tantas y tan renovadas necesidades.

Al finalizar su reinado, el Emperador se dio cuenta de la inutilidad de los esfuerzos de su vida. Había extendido sus dominios —mucho en América y algo en Europa—, pero la situación de su monarquía había empeorado: sus enemigos, cada vez más fuertes y poderosos, le habían puesto en serios aprietos y no cejaban en sus ataques; la coalición de fuerzas y pueblos contra la hegemonía española aumentaba por momentos. No es de extrañar, pues, que al transferir el mando a su hijo, en un melancólico día otoñal (25 de octubre de 1556), lo hiciera con marcados tonos patéticos que acentuaron el dramatismo de la despedida. Sabía muy bien cuán agobiador era el fardo que trasladaba de sus hombros a los de Felipe; y no dejó éste de recordárselo al contestar a su discurso de abdicación: “Me entregáis una carga muy pesada”, le dijo resignada pero amargamente en el exordio.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ