3. POLÍTICA DEL PODER Y EQUILIBRIO EUROPEO


Para subsistir o desarrollarse, en la perpetua competencia entre unos y otros, los nacientes Estados tuvieron que cultivar su fuerza, incrementarla o ampliarla por todos los medios a su alcance. De ahí la política del Poder, ora defensiva ora agresiva, que todos ellos practicaron. El frente principal en las luchas a que dará lugar esa política será aparentemente el exterior: campos de batalla y Cortes extranjeras, donde las armas y las intrigas forjarán las decisiones; pero el verdadero frente principal en tales contiendas será el interno: campos de cultivo, talleres, iglesias, universidades, plazas públicas, hogares, etc., de donde saldrán los recursos materiales y las fuerzas ideales y morales que alentarán a los soldados y armarán de “razones” a embajadores y delegados reales.

Que la política del Poder es consustancial al nuevo tipo de Estado nos parece hoy evidente, ¡por tántos y tántas veces ha sido mostrado! Menos claro se revela si los pueblos —como aseguran algunos— la tuvieron por conveniente y se sumaron a ella convencidos de que les beneficiaba. Hay que tener en cuenta que para los pueblos esa política constituyó un arma de dos filos, con la que hirieron y se hirieron a la vez. Cabrá, pues, recoger lamentaciones de los súbditos por la sangre vertida y los caudales sacrificados, y registrar también expresiones de complacencia por los bienes conquistados: provincias, mercados, etc. Pero incluso cuando el balance entre lo granjeado y lo aportado arroje un saldo adverso, e incluso cuando el esfuerzo realizado aniquile casi a los humildes y debilite mucho a los poderosos, no dejará de haber pueblos que la sobrelleven gustosamente —el español en primer término—, dándose por bien pagados con satisfacciones de orden espiritual, como la de dominar a otros países, o la de ser abanderados de la verdadera religión.

Naturalmente, la política del Poder traería de la mano a la lucha por el equilibrio europeo. Pues como de la primera había de resultar, o podía resultar, la hegemonía o el predominio de un Estado sobre los otros, siempre se estarían formando coaliciones o grupos dispuestos a evitarlo, siempre se mantendrían en guardia los Estados contra los conatos imperialistas de cualquier compañero. De manera que aquella política y aquella lucha están jugando casi todo el tiempo conjuntamente: una de las principales potencias tratará de dominar a las demás y las amenazadas se unirán y recurrirán a todos los procedimientos para impedirlo; ni siquiera será necesario que una potencia se proponga sobrepujar a las otras; bastará con que adquiera un poder tan superior al de éstas que la convierta en amenaza. La política del equilibrio es eminentemente previsora y actúa más en los tiempos de paz que en los de guerra; cada Estado medirá en cada momento las ganancias y los progresos de los demás, para salir al paso de los que puedan romper o comprometer el equilibrio internacional. Pero como de cada intento de restablecimiento del equilibrio suele resultar un nuevo desequilibrio, pues con frecuencia alguno de los Estados “balanceadores” se engrandece en la lucha, el tejido resultante de tal forcejeo hace pareja con la tela de Penélope.

La interpretación del siglo XVI gira muy principalmente en torno de esos dos polos: de la política del Poder y de la lucha por el equilibrio europeo. Quienes no los tengan muy presentes nunca llegarán a explicarse bien los enmarañados y complejos fenómenos y sucesos que caleidoscòpicamente desfilarán ante ellos cuando se asomen a tan agitado siglo. No podrán comprender por qué Francia aparecía invariablemente aliada a los turcos; ni por qué los Papas andaban casi siempre a la greña con los reyes “más católicos del mundo”; ni por qué Felipe II apoyaba a la cismática Isabel de Inglaterra; ni por qué los catolicísimos monarcas españoles nutrían sus huestes con numerosos mercenarios protestantes y moriscos, que saqueaban Roma y las iglesias de Italia y Alemania con la misma furia que en la destrucción de los lugares cristianos ponían los fanáticos soldados de la media luna…

Somos enemigos de las explicaciones simplistas; es decir, de aquellas con las que se pretende desentrañarlo todo. Sabemos, además, que al lado de la política del Poder y su obligada acompañante la lucha por el equilibrio europeo, aparecen como determinantes de los sucesos del siglo XVI las ambiciones personales, los intereses familiares e individuales, las pugnas religiosas, etc., etc.; pero lo cierto es que casi siempre una de aquéllas o las dos descuellan mucho en el complejo de causas que intervienen en la vida nacional e internacional de entonces.

TOMO I. VIDA Y OBRA DE OBRA DE FRANCISCO HERNÁNDEZ